José Augusto Domínguez analiza la cuestión del referéndum, la soberanía nacional y el derecho a decidir.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
La reivindicación del nacionalismo catalán del derecho a decidir de los catalanes (derecho a decidir si continúan formando parte del Estado español o si se separan del mismo) es una de las cuestiones más espinosas a las que se puede enfrentar el liberalismo.
Si poco adecuado resulta posicionarse en favor de quienes enarbolan el muy antiliberal, a fuer de jacobino, concepto de soberanía nacional (solo el conjunto de los españoles puede decidir sobre una cuestión que afecta de manera tan medular a la propia configuración de España) y la también complicada, desde el punto de vista de las libertades individuales, idea del positivismo jurídico (hay unas determinadas reglas del juego, nos dicen, que deben ser cumplidas en cualquier caso —como si no pudiera haber reglas, esto es, leyes estatales, injustas—), no menos dificultoso resultaría abrazar la machacona causa de la democracia que reivindican los partidarios del derecho a decidir de Cataluña, pues la argumentación que subyace es de corte colectivista: Cataluña es una nación y los catalanes son los únicos soberanos para determinar su futuro.
Para ambas posiciones, a fin de cuentas, esta cuestión que tantas portadas genera queda reducida a un choque de naciones. Si es la nación española la que existe, corresponde decidir al conjunto de los españoles (incluyendo a los catalanes); y si lo es la catalana, solo los catalanes pueden decidir sobre Cataluña. La solución, desde esta forma de entender el mundo, pasaría por examinar profusamente siglos y siglos de historia y dictaminar cuál de las dos naciones es la real y cuál la ficticia. Un imposible que nos llevaría, como así sucede, a dictámenes historiográficos incompatibles entre sí.
Y desde el punto de vista de las soberanías nacionales, o existe la nación española (entendiendo que Cataluña es parte de España) o existe la nación catalana. Pero las dos a la vez no pueden ser.
El liberalismo, en cambio, sí ofrece una salida razonable: la soberanía reside únicamente en el individuo, que tiene derecho a asociarse y a desasociarse libremente, sin que quepan soberanías nacionales, ni españolas ni catalanas, de las que no se pueda escapar.
No obstante, y siendo realistas, no es verosímil que de la noche a mañana los individuos consigamos autodeterminarnos del Estado, ya sea español o catalán. Pero sí podríamos alcanzar un proxy en la medida en que se propiciara la mayor descentralización posible: que las decisiones políticas de carácter colectivo se adopten desde las estructuras administrativas más reducidas posibles. De esta manera, el nivel regional sería preferible al estatal, pero también el municipal sería más deseable que el de la comunidad autónoma, así como el barrio sería más ventajoso que la ciudad.
Por tanto, que los catalanes decidan... y que después permitan decidir, por ejemplo, a los residentes de Pedralbes si quieren pertenecer a la amenazante República Socialista Catalana en ciernes, símbolo de los elementos más liberticidas (no olvidemos que en las últimas elecciones los tres partidos más votados fueron Podemos, Esquerra Republicana y el Partido Socialista, el escandaloso respaldo que recibe una formación abiertamente okupa como la CUP o el no escaso número de exterroristas de extrema izquierda sin arrepentir del todo que encontramos en las filas del catalanismo) que uno pueda imaginar.
Pero no caerá esa breva: si el Principado en algún momento logra separarse del resto de España, los catalanes se verán constreñidos en una estructura nacional tan monolítica y cerrada (fascista, según la terminología al uso) como actualmente le sucede al conjunto de los españoles.
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