Alberto Illán analiza la última ocurrencia de la ideología de género en su intento de criminalizar al hombre y ver machismo en todo, el "manspreading".
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
Anda el Ayuntamiento podemita de Madrid muy preocupado con la detección y la corrección de los micromachismos. Uno de los últimos al que han dedicado tiempo y recursos es lo que en inglés se llama “manspreading” y, en castellano, despatarre. Dicho comportamiento consiste en una apertura exagerada de las piernas por parte del hombre cuando está sentado en un medio de transporte público, ya sea metro o autobús, de forma que ocupa parte del espacio del que está sentado a su lado, obligándole a encogerse, a hacerse más pequeño. Algunos colectivos feministas han denunciado dicho comportamiento cuando ocurre entre un hombre, el agresor, y una mujer, la víctima, poniendo menos empeño a la hora de denunciar los que ocurren entre individuos del mismo sexo o de una mujer hacia un hombre. En definitiva, se trata de ponerlo como ejemplo de comportamiento machista. El Ayuntamiento va a colocar una serie de pegatinas en las que reclama, entre otros, este comportamiento cívico, a la vez que Podemos ha registrado una iniciativa para que el metro también las incluya, ante la negativa de la Comunidad de Madrid.
No parece que el Ayuntamiento o la Comunidad estén interesados en atajar otros comportamientos molestos, como cuando gente, por lo general joven aunque no necesariamente, se sienta en el suelo del vagón de metro ocupando más lugar del que ocuparían de pie. Tampoco parecen preocupados por los golpes que dan los portadores de mochilas a la espalda a la gente de su alrededor o los que llevan bolsos y bandoleras que golpean a los que van sentados. O cuando alguien sube al vagón con la música a todo trapo compartiéndola con todos los presentes. O cuando unos niños se dedican a molestar a todos los ocupantes con sus juegos y gritos, menos a sus padres o tutores, que no se esfuerzan en controlarlos. En todos estos casos, el mal comportamiento debe ser asumido por las “víctimas”, ya que no están amparadas por la cobertura de la ideología de género que transforma siempre un proceder que podemos asignar a la mala educación y la falta de respeto en un acto de micromachismo[1].
Estamos ante una conducta muy humana y habitual: la de asignar todo lo que consideramos malo al que identificamos como el enemigo, ya sea una persona, un grupo o una ideología nefasta. La simple observación nos haría ver que el despatarre no es tan frecuente, que ocurre de y hacia todos los sexos y que cuando lo hace en los términos que denuncian las feministas, no tiene por qué responder a un comportamiento machista. O sí, que diría el gallego. Que es molesto, desde luego, que se puede solucionar con una simple conversación entre los protagonistas, también. De la misma manera que en otros casos expuestos de comportamientos molestos, el diálogo y la empatía pueden solucionar el conflicto.
El problema de base radica en la invasión por parte de las instituciones políticas en las atribuciones de las instituciones civiles, osease, del Estado en la sociedad civil. Lo que nuestros padres, abuelos y tatarabuelos llamaban educación, es decir, una serie de límites, normas y jerarquías que asumíamos que existían sin razón aparente, que respondían a alguna utilidad o tradición, y que facilitaban la convivencia en la sociedad, están siendo poco a poco abandonadas en favor de una serie de comportamientos que quedan supeditados a ideologías políticas, que son las que dictaminan lo que es correcto o incorrecto, incluso transformándolas en ley. En este contexto, lo que hasta hace poco era tolerado e incluso adecuado, puede en una campaña ser inaceptable y aborrecible, con lo que no pocas veces se crea un clima de continua sospecha sobre ciertos colectivos, a la vez que cultivamos el victimismo de otros con la expansión de derechos y obligaciones mucho más allá de los naturales.
A esto hay que unir otro factor, y es que, en no pocos casos, los padres y tutores han abandonado una de sus principales labores: la de transmitir estos comportamientos, normas y valores a sus hijos y tutelados, dejando esta misión al sistema educativo, en especial al público, sistema que en el caso español está cada vez más invadido por este tipo de ideologías. Además, la figura de autoridad está siendo socavada desde distintos ámbitos políticos, a través de la asignación de derechos y la ausencia de obligaciones, tanto en la institución familiar como en la enseñanza. Asistimos, pues, a un incremento de comportamientos que se pueden explicar de una manera más simple que la expuesta por ciertos colectivos, que buscan más bien afianzar su ideología y no establecer una causalidad.
El despatarre, afecte a mujeres, hombres o cualquier género definido, es una medida de la falta de respeto por el prójimo, igual que lo es cuando alguien golpea con la mochila o el bolso a los que le rodean o cuando molesta con el volumen de su música. En las sociedades donde la educación la dicta la política, se va perdiendo la empatía y la capacidad de colaborar en lo cotidiano, no en grandes gestos solidarios donde se muestra el interés por lo que ocurre en Somalia del Sur o Yemen, sino en ayudar a los que se consideran más desvalidos o los que, simplemente, pueden necesitar la ayuda, pues eso es algo que “debe hacer el Estado”, no la familia ni los amigos. Cuando todo depende de las leyes, dejamos de pensar en los demás para hacerlo sólo en las normas, y si no se infringe la norma, que se fastidie el de al lado. Dejar pasar a una persona que parece que tiene prisa, ceder el asiento a alguien que parece que lo necesita más, así como sentarse o estar de pie de manera correcta, son actos que permiten la convivencia y muestran la manera de comportarse hacia los demás.
[1] Según la Wikipedia, micromachismo es una práctica de violencia en la vida cotidiana que sería tan sutil que pasaría desapercibida, pero que reflejaría y perpetuaría las actitudes machistas y la desigualdad de las mujeres respecto a los varones.
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