jueves, 8 de junio de 2017

"American escrache”: arrecia la censura progresista en los campus de EEUU

Argemino Barro expone la más que preocupante censura y violencia totalitaria que se está dando de manera creciente en las universidades americanas contra las ideas que no les gustan (también en las españolas estamos teniendo numerosos casos de la misma índole).
El artículo muestra múltiples ejemplos, sencillamente de locos, y más proviniendo de universidades, exponiendo causas de dichos comportamientos. 
La degradación de Occidente sigue dando pasos agigantados...

Artículo de El Confidencial:
Foto: Un hombre protesta por la cancelación de un discurso de la columnista Ann Coulter en la Universidad de Berkeley, California. (Reuters)Un hombre protesta por la cancelación de un discurso de la columnista Ann Coulter en la Universidad de Berkeley, California. (Reuters)
Se llama Allison Stanger y el pasado marzo vio algo que, según sus palabras, no olvidará jamás: centenares de alumnos convertidos en una turba. Stanger, profesora de Middlebury College, en Vermont, se disponía a moderar un debate con el columnista y sociólogo conservador Charles Murray, que había sido invitado por un club de alumnos. Nada más empezar, el evento fue ahogado con gritos y cánticos agresivos.
Más de la mitad de los 450 alumnos presentes dieron la espalda al escenario. Leyeron un comunicado y acusaron a Murray de racista, homófobo y misógino. Stanger reparó en los ojos de los estudiantes. Quienes estaban interesados en la conferencia, recuerda, la miraban a la cara. Los que gritaban y proferían insultos, evitaban el contacto visual o estaban de espaldas, como si quisieran “deshumanizarla”.
Stanger y Murray se fueron a un plató de la universidad para intentar retransmitir la conversación en directo, pero la muchedumbre golpeó las ventanas hasta que saltó la alarma. Cuando abandonaron el edificio, una treintena de jóvenes fueron a por Murray, de 74 años. Stanger, que, junto a un compañero, escoltaba a Murray, recibió un tirón de pelo tan fuerte que terminó en urgencias con una lesión de cuello. Con ayuda de dos agentes de seguridad, lograron abrirse camino hacia el coche y arrancar en medio de las sacudidas. “Fue el día más triste de mi vida”, escribió Stanger en Facebook.
La profesora afirma que antes de la visita de Murray ya se había formado un clima de rechazo en el campus, incluso entre los profesores. “Estuve verdaderamente sorprendida y conmocionada al ver que algunos de mis colegas de la facultad juzgaron el trabajo de Murray sin ni siquiera haberlo leído”, declaró. Murray había creado polémica en 1994 al elucubrar, junto al profesor Richard Herrnstein, de Harvard, sobre la supuesta relación entre el coeficiente intelectual, la raza y las condiciones sociales. Su estudio le ganó la etiqueta de “extremista” por el Southern Poverty Law Center.
Dos semanas después, aún con el collarín, Stanger presentó a un nuevo conferenciante: Edward Snowden, condenado por espionaje al haber filtrado información clasificada en 2013. El exanalista, que hablaba desde su exilio en Rusia, fue recibido con un aplauso “atronador” por el mismo grupo que días antes había saboteado a Murray.
Miembros de la Unión de Estudiantes Afroamericanos de la San Francisco State University durante una protesta contra la policía. (Reuters)
Miembros de la Unión de Estudiantes Afroamericanos de la San Francisco State University durante una protesta contra la policía. (Reuters)
Episodios como este se han vuelto comunes en algunas universidades de EEUU. La comentarista Heather MacDonald, autora del libro 'The war on cops' (“La guerra contra los policías”), donde denuncia una campaña de grupos activistas como Black Lives Matter contra las fuerzas de seguridad, fue saboteada en Clermont McKenna College. Los estudiantes bloquearon el acceso al auditorio; la llamaron “supremacista blanca”, según MacDonald, y su charla no pudo celebrarse en vivo.
“Esto no es solo mi pérdida de libertad de expresión. Esos estudiantes están ejerciendo la fuerza bruta contra sus compañeros para evitar que me escuchen en vivo”, declaró MacDonald en el canal Fox, y les acusó de un comportamiento “totalitario”. A la autora ultraconservadora Ann Coulter se le impidió hablar en Berkeley, cuna del movimiento por la libertad de expresión en los años 60. Otros vetados han sido el columnista Ben Shapiro, la doctora Emily Wong, el exdirector de la CIA John Brennan, el periodista Jason Riley, el rapero Action Bronson o la escritora Suzanne Venker.

"Cada incidente es más serio"

En los últimos meses la severidad de los incidentes ha empeorado; en varios de ellos hubo violencia física”, dice a El Confidencial Peter Bonilla, vicepresidente de programas de FIRE (Fundación por los Derechos Individuales en la Educación, en inglés), un grupo dedicado a defender la libertad de expresión en las universidades de EEUU. “El problema general se vuelve peor y cada incidente, más serio”.
El “problema general” al que se refiere Bonilla es una fuerte politización, hacia la izquierda, del campus universitario. Un movimiento de base, descentralizado, en el que los estudiantes se afanan en proteger la diversidad y los derechos de las minorías con tal intensidad que pueden llegar a amordazar el debate y la enseñanza.
Estados como Arizona, Colorado, Tennessee o Illinois han reaccionado con leyes para garantizar la libertad de expresión en las universidades públicas. Medidas que obligan a las rectorías a ser políticamente neutrales, no rescindir invitaciones a conferenciantes y penalizar a quienes silencien argumentos mediante la fuerza.
La nueva fiebre de “corrección política”, una expresión nacida cuando los socialistas americanos de entreguerras ajustaban sus opiniones a lo que mandaba Moscú, se empezó a manifestar en la década pasada. La versión moderna refleja la creciente diversidad de EEUU, convertida en el caballo de batalla de la izquierda: una voluntad de discutir los cánones, de concienciar sobre el racismo y el machismo y su eco actual.
Estudiantes de la Liberty University siguen un discurso de Trump durante su ceremonia de graduación, en Lynchburg, Virginia. (Reuters)
Estudiantes de la Liberty University siguen un discurso de Trump durante su ceremonia de graduación, en Lynchburg, Virginia. (Reuters)
La vigilancia moral empieza en las palabras, como si fueran piedras afiladas y hubiera que limarlas, embotarlas. Un grupo de estudiantes de derecho de Harvard, por ejemplo, pidió a sus profesores que dejasen de utilizar el término “violar”, como “violar la ley”, porque sus reminiscencias de agresión sexual podrían ultrajar a algunos alumnos.
La Universidad de New Hampshire publicó en 2013 un manual de “lenguaje sin sesgos” para que profesores y estudiantes aprendieran a dejar de usar las palabras “como una forma de violencia”. Así, ya no se debería decir “pobre”, sino “persona que vive bajo el umbral de la pobreza”; los mayores serían “personas de edad avanzada”, un obeso “una persona de tamaño”; un rico, “persona de riqueza material”, y así sucesivamente.
O la imposición de "trigger warnings", advertencias sobre contenidos potencialmente traumáticos. Un grupo estudiantil de la Universidad de California exigió que la novela El 'Gran Gatsby' fuese marcada como inadecuada para personas que hayan sufrido algún tipo de abuso, ya que sus páginas describirían un comportamiento misógino. Las obras de Virginia WoolfWilliam Shakespeare o Junot Díaz serían igualmente perjudiciales para la salud mental, y habría que colocarles carteles como si fueran campos de minas.
Los “espacios seguros”, creados de forma temporal para que estudiantes gais o transexuales pudieran expresarse sin ser discriminados, amenazan con establecer una “segregación cultural de facto”, en palabras del sociólogo Frank Furedi: lugares donde sólo está permitida la entrada a personas de determinada sexualidad o color de piel (véase la petición del colectivo Africana a la Universidad de Oberlin, considerada por ellos un foco de “imperialismo, supremacismo blanco, capitalismo, capacitadismo [discriminación a las personas discapacitadas] y cisexismo heteropatriarcal”).
La cruzada no solo apunta al presente. El 2015 el grupo Liga Negra de la Justicia, en la Universidad de Princeton, exigió al rectorado que denunciase públicamente al expresidente Woodrow Wilson, que da nombre a una facultad, por haber aplicado la segregación racial en su Gobierno hace un siglo. Otro objetivo común de la ira es Andrew Jackson, que poseía esclavos, o Thomas Jefferson, cuya efigie suele amanecer con la etiqueta de “racista”, “violador” o “esclavista” en los campus del país.
Protesta durante un discurso del líder supremacista Richard Spencer en la Texas A
Protesta durante un discurso del líder supremacista Richard Spencer en la Texas A
Los cómicos Chris Rock o Jerry Seinfeld han renunciado a actuar en universidades porque allí no pueden, dicen, bromear libremente. El presentador Bill Maher asegura que solía hacer monólogos en fiestas universitarias donde luego se emborrachaba con los estudiantes. En 2014 fue obligado a cancelar su discurso ante los graduados de Berkeley. Lo exigieron 4.000 firmas de alumnos que lo tachaban de islamófobo.
Esta “actitud protectora vengativa”, en palabras de los investigadores Greg Lukianoff y Jonathan Haidt, puede recortar la libertad de los profesores. Algunos se quejan de forma anónima, en artículos como este: “Soy un profesor progresista, y mis estudiantes progresistas me aterrorizan”. Denuncian una atmósfera inquisitorial en la que tienen que medir al milímetro lo que dicen y cómo lo dicen, o pueden acabar igual que los docentes de Evergreen State: arrinconados por una marea de gritos y pancartas.
“Creo que muchos profesores realmente están preocupados, en el actual clima, de que una declaración que hagan en clase pueda sea denunciada anónimamente y puedan acabar enfrentándose a una investigación o incluso a sanciones por lo que podría haber sido una declaración inofensiva”, explica Bonilla. La explicación de fondo es múltiple.

Jóvenes frágiles y 'perfectos'

La hipótesis generacional dice que la juventud estadounidense ha crecido en un ambiente de sobreprotección. Los norteamericanos también tienen su mitología de “Yo fui a la EGB”; los años en que podían pedalear libres hasta la noche, devorar bocadillos de nocilla y brincar en columpios oxidados. En algún momento, sea por la tecnificación, o por la obsesión televisiva con los sucesos, por las historias de secuestros, violaciones y niños desaparecidos, los padres cambiaron de actitud: se volvieron hipervigilantes, y la edad salvaje de correr por las calles llegó a su fin.
Estos padres, que ya nacieron y crecieron en la prosperidad, también habrían subido aún más el listón en el ciclo natural de las expectativas. Ya no vale con tener un techo y un plato de comida, como habían esperado los abuelos, sufridos en guerras y depresiones; o un trabajo estable y una casa, el sueño de los baby-boom. La nueva hornada tiene que sumar diplomas, ganar dinero y aún encima “hacer lo que le gusta.
Así, los “padres helicóptero”, que revolotean sobre sus hijos como la policía sobre los criminales, habrían cincelado a su prole en detalle, con pulso férreo: colegios escogidos, protección, actividades múltiples y el susurro constante de lo grande y famoso y amado que vas a ser. El resultado sería una generación de jóvenes con “impotencia existencial”, según la psicóloga Julie Lythcott-HaimsSeres frágiles acostumbrados a la perfección, y que por tanto no encajan la sucia, cruda, caprichosa realidad.
Una estudiante de la Universidad de Harvard University, en Cambridge, durante su graduación. (Reuters)
Una estudiante de la Universidad de Harvard University, en Cambridge, durante su graduación. (Reuters)
Lejos de criticar o contener los impulsos del alumnado, las universidades se plegarían a ellos. En EEUU la universidad es una empresa privada. Y los alumnos son sus clientes. “En muchas universidades los estudiantes pagan 50.000 o 60.000 dólares al año”, explica Peter Bonilla. “Y cierto número de estudiantes sienten que, si pagan tanto, el lugar tiene que reflejar sus valores. En cierto modo, es racional: si pagas tanto y no te sientes representado, ni tus intereses, no es irracional estar disgustado”.
La juventud en EEUU cada vez es más progresista y racialmente diversa, como refleja una encuesta del centro sociológico Gallup. Especialmente la juventud con educación universitaria, y el profesorado. Lo cual hace que muchos campus tiendan a la uniformidad y se cierren, potencialmente, a las ideas conservadoras.
Según Peter Berkowitz, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Stanford, la censura es “culpa de administradores que comparten la creencia progresista de que las universidades deben restringir el discurso para proteger las sensibilidades de minorías y mujeres. Suelen capitular ante los manifestantes más enfadados y ruidosos sólo para sacar las controversias fuera de las portadas”, escribe en el 'Wall Street Journal'.
El mero hecho de ser conservador en un campus ya merece reportaje en The New York Times o en ABC News. Historias de estudiantes solitarios que votaron a Mitt Romney, frente al escarnio general, o de rebeliones destinadas a apoyar esta minoría tímida, silenciosa: los jóvenes de derechas que no se atreven a “salir del armario”.
El grupo College Republicans, en la Universidad de Boston, ha triplicado sus miembros desde el pasado otoño. “Después de las elecciones de 2016 la izquierda se volvió muy agresiva”, dice a El Confidencial Jake Moriarty, vicedirector de comunicaciones del club. “Muchos conservadores se sintieron atacados y quieren unirse a un club donde puedan discutir sus ideas libremente, sin miedo a ser acusado de racismo o fascismo”. (Moriarty aclara que en su universidad no ha habido escrache a ponentes conservadores).
Aquí está el último elemento, más nitido que los anteriores. Un chispazo que ha transformado los ánimos candentes en una llamarada, los "trigger warnings" en protestas violentas: la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. Gallup refleja que cada vez un mayor número de estudiantes favorece restricciones a la libertad de expresión, quizás como reacción al recrudecimiento del discurso y al aumento de las agresiones racistas e islamófobos que acompañaron la campaña de Trump.
“En el último año, camino de las elecciones, y desde entonces, hemos visto declaraciones más política y racialmente cargadas”, continúa Bonilla, de FIRE. “Es posible que los estudiantes hayan visto lo que ocurre y piensen: si esto es lo que significa la libertad de expresión, a lo mejor no apoyo la libertad de expresión”.
Trump tras la aprobación de su reforma sanitaria para sustituir al Obamacare, en Washington. (Reuters)
Trump tras la aprobación de su reforma sanitaria para sustituir al Obamacare, en Washington. (Reuters)
Los conflictos en el campus han atraído a las facciones más radicales de la izquierda, que traen palos y máscaras, levantan barricadas y prenden fuego a contenedores, y de la derecha, que ha salido en “auxilio” de las minorías conservadores. Sus ideólogos se presentan rodeados de cabezas rapadas a dar discursos en lugares donde saben que no son bienvenidos.
El campo de batalla más simbólico es la Universidad de Berkeley. En febrero, la aparición del provocador ultraderechista Milo Yiannopoulos generó fuertes protestas, disturbios y daños materiales. Yiannopoulos, que se escuda en su condición de homosexual al que le gustan los negros para lanzar todo tipo de campañas de acoso, se había embarcado en un tour para pelear contra la corrección política. La gira, titulada “Maricón Peligroso”, se convirtió en sinónimo de problemas y equipos de seguridad desbordados por la afluencia de violentos. Muchos campus cancelaron sus eventos.
En este caso, incluso las asociaciones conservadoras que habían invitado a hablar a columnistas o pensadores de derechas, han mostrado su rechazo a racistas como Richard Spencer o Nathan Damigo. “La libertad de expresión es importante en el campus universitario, pero cuando bordea el discurso de odio, no debe de ser permitida”, decía a este diario Kara Bell, portavoz de la conservadora Jóvenes Americanos por la Libertad.
La extrema derecha, que se ha bautizado a sí misma como “alt-right” o “derecha alternativa”, se sirve de las aguas revueltas de la educación para pescar en ellas. Y ha popularizado un insulto al estudiante progresista hipersensible: “copo de nieve”. La expresión, en su versión moderna, viene de un libro de culto entre la derecha antisistema, 'El Club de la Lucha', cuyo estilo escueto y destructivo parece encajar, tenebrosamente, con el clima político. “No eres especial. No eres un copo de nieve hermoso y único. Eres la misma materia orgánica en decadencia que todo lo demás”.

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