jueves, 31 de diciembre de 2020

2020, entre el miedo y la infantilización

Juan M. Blanco analiza lo que nos ha enseñado este año 2020.

Artículo de Voz Pópuli: 



Alumnos de un instituto con mascarilla y distancia de seguridad Europa Press/Eduardo Briones


Ha sido 2020 un año distinto, inédito, que se recordará seguramente como 'el año de la covid-19', denominación insólita porque siempre fue el año el que dio su nombre a la pandemia… no al revés. Pero esta enfermedad ha sido excepcional. Y no porque el virus golpease con mayor intensidad que los del pasado sino por sus novedosos efectos sociales, políticos, económicos y psicológicos. Las pandemias del siglo XX causaron enfermedad y muerte pero se afrontaron con entereza, dignidad y sosiego; no con desatado pánico, búsqueda de culpables, prohibiciones generalizadas o persecución del disidente. Nunca una pandemia había desorientado y desarmado a la ciudadanía, ni propiciado su completa sumisión al poder.

Hay acontecimientos históricos capaces de sacar a la luz transformaciones sociales y culturales que hasta ese momento solo se vislumbraban. Esta pandemia ha rasgado el velo, ha proporcionado una nítida radiografía del mundo de hoy, retratando a una mediocre clase política y a una sociedad bastante infantilizada. Presa del pánico, la ciudadanía de 2020 se arrojó en brazos de sus gobernantes, buscando no tanto soluciones racionales como un bálsamo para sus miedos. Y, en un mundo que dedica más esfuerzo a buscar culpables que a ingeniar soluciones, los dirigentes actuaron de manera defensiva, aplicando aquellas medidas que potenciaban su imagen, que les permitían esquivar la culpa y endosarla a los ciudadanos por no cumplir las reglas.

Aunque en pocos lugares haya alcanzado cotas tan extremas como en España, la degradación de los gobernantes es un fenómeno común en Occidente. Abunda una clase política carente de principios, centrada en la apariencia, improvisadora, incapaz de atenerse a un plan coherente, rehén del más miserable corto plazo. Una categoría de dirigentes fruto de unos perversos mecanismos de selección que encumbran al poder a sujetos con pocos escrúpulos, a oportunistas desprovistos de espíritu de sacrificio o sentido del bien común.

Pero la mala calidad de la política se debe también a la infantilización de una creciente proporción del electorado, guiado por consignas simples, por puras imágenes televisivas, incapaz de ejercer una crítica coherente al poder. Unos votantes cada vez más encasillados en pandillas, en facciones irreconciliables, que conciben la política con un enfoque futbolístico: el de nuestro equipo frente al de ellos, no como un abierto y respetuoso debate de ideas.

Una catarata de falsos derechos

El pueril mundo actual se ha acostumbrado a contemplar muchos derechos y pocos deberes. Pero buena parte son “falsos derechos”, meros señuelos inventados por los gobernantes como vías indirectas por las que rebasar esos límites y controles que las constituciones democráticas establecieron al ejercicio del poder para impedir que el gobierno se ejerciera de manera tiránica o despótica. Contemplar, por ejemplo, un 'derecho a la salud', o expresiones similares, resulta grandilocuente, atractivo, pero poco eficaz pues nadie puede garantizar tal cosa. Es más bien una excusa que otorga a los gobernantes enorme potestad para imponer cualquier medida, incluso algunas extremadamente lesivas para las libertades, alegando que existe peligro para la salud.

Nunca, hasta hoy, se había entendido la cuarentena como un confinamiento de los sanos… salvo en la ficción literaria. En La Máscara de la Muerte RojaEdgard Allan Poe relata la ocurrencia del Príncipe Próspero que, ante una epidemia devastadora, se encierra a cal y canto en un castillo, con todos los lujos, junto a mil amigos sanos y ricos. Naturalmente, la estratagema sirve de poco: la muerte aparece sin necesidad de disfraz durante un baile de máscaras, llevándose a Próspero y al resto de la concurrencia. Errónea concepción la de ese príncipe que considera el confinamiento una medida eficaz. También la de aquella minoría de cortesanos que puede permitirse un largo encierro sin coste, percibiéndolo incluso como un dolce far niente, mostrando escasa solidaridad hacia quienes contemplan desesperados como desaparece su empleo o quiebra su negocio.

La inclusión de estos dudosos derechos es una de las vías por las que la democracia clásica, entendida como separación de poderes, controles, contrapesos y límites a los gobernantes, ha ido eclipsándose poco a poco en el mundo actual. Deben observar mucha precaución esos países, como Chile, que han decidido redactar una nueva constitución.

La sociedad del miedo

Esta pandemia también ha mostrado que la sociedad moderna ha perdido la capacidad que poseían nuestros antepasados para gestionar el miedo. Cierto, el miedo es una emoción y, como tal, no ha cambiado a lo largo del tiempo. Los antiguos griegos, o los pobladores del neolítico, lo experimentaban igual que nosotros. Pero la manera de afrontarlo se encuentra socialmente mediatizada, se canaliza a través de reglas, normas, creencias y costumbres, que han variado sustancialmente en los últimos tiempos.

Así, se transformaron las normas no escritas que regulaban la expresión pública del miedo. En el pasado no estaba bien visto que las personas maduras, especialmente las investidas de cierta autoridad, manifestaran públicamente su miedo: era costumbre disimularlo. Y tenía cierta lógica porque el miedo es contagioso y, si los individuos lo observaban en otros, especialmente en aquellos a los que reconocían autoridad, la situación podía escalar hacia un pánico descontrolado. Hoy día, sin embargo, mostrar públicamente miedo no sólo se encuentra aceptado sino fomentado, un cambio que favorece la 'autoexpresión' individual, pero también el estallido de pánicos.

Pero hay otro cambio aún más sutil. En El Mundo de AyerStefan Zweig señalaba una curiosa paradoja: los grandes avances de la ciencia se correspondieron con enormes retrocesos en el plano moral, en el de los principios. Aunque parezca contradictorio, los grandes adelantos del conocimiento han incrementado la incertidumbre con la que la humanidad percibe el futuro. El mañana se concebía antaño como una continuación del presente, el resultado de cambios paulatinos, no drásticos. Actualmente se contempla el futuro como un mundo completamente desconocido, radicalmente distinto al presente, una terra incognita habitada por monstruos donde la humanidad debe adentrarse sin mapa, brújula ni sextante. Un territorio donde cualquier suceso apocalíptico, desde una catástrofe climática, sanitaria o nuclear, puede ocurrir súbitamente.

La radical ruptura cultural con el pasado ha propiciado una humanidad aislada en el presente, sin guía, sin mecanismos compartidos que ofrezcan sentido o aporten algún contrapeso a esa imagen amenazadora del futuro. Así, muchas dificultades que antaño se gestionaban con aplomo, causan hoy pánicos desmedidos, especialmente cuando son los gobernantes quienes asustan al público para después erigirse en garantes de su tranquilidad.

Gran parte de la ciudadanía actual antepone la seguridad, aunque sea aparente, a la libertad, prefiriendo las medidas que simplemente aportan tranquilidad, aunque a la larga resulten ineficaces. Como ya señalaba el sociólogo Christopher Lasch, "atormentado por la ansiedad, la depresión, una confusa insatisfacción y sensación de vacío interno, el ‘homo psicologicus’ actual no busca el engrandecimiento individual ni la trascendencia espiritual, sino la paz interior”.

El miedo y el infantil conformismo durante la pandemia desembocaron en la rendición absoluta ante las autoridades, en una actitud pasiva ante los abusos del poder, en la aceptación de un régimen de censura y autocensura donde, mermada la libertad de expresión y opinión, la confrontación de ideas fue sustituida por un entorno donde solo caben la ortodoxia y la herejía. Aquellos que mantienen una postura crítica con la política oficial sobre la covid-19 no son discrepantes sino herejes, blasfemos, unos individuos que deben ser denostados, vilipendiados, enviados a la hoguera del ostracismo.

Definitivamente, no es poco lo que nos ha enseñado este duro y difícil 2020, que ahora se despide. Nuestro más profundo respeto a los que se fueron y la más sincera condolencia a sus allegados. Tengan todos un llevadero 2021. 

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