miércoles, 23 de diciembre de 2020

La eutanasia y la paradoja del consentimiento en la izquierda

Guadalupe Sánchez analiza el áspero y complicado tema de la eutanasia. 

Artículo de Voz Pópuli: 



María Luisa Carcedo, exministra de Sanidad, celebra la aprobación en la eutanasia a la salida del Congreso


Marcos Ariel Hourmann fue el primer médico condenado por 'eutanasiar' a un paciente en España. Llegó a un acuerdo con la fiscalía por el que fue condenado a un año de prisión y a otro de inhabilitación por suministrar una inyección letal a una mujer de 82 años, María José Carrasco, enferma de esclerosis. Según asegura él, a petición de la hija de la enferma, que quería una muerte digna y sin sufrimiento para su madre.

Ramón Sampedro sufrió con veinticinco años un accidente que lo dejó tetrapléjico y lo postró en la cama, inmóvil del cuello para abajo. Se pasó muchos años pidiendo que lo ayudasen a morir, que le suministraran una sustancia que pusiera fin a su vida ya que él no tenía la posibilidad física de ejecutar su propio suicidio. Un lunes de enero de 1998, Ramón fue encontrado sin vida: había ideado un plan que involucraba a varios amigos para que le facilitasen una dosis de cianuro que él ingirió con una pajita.

Ambos casos me sirven para ilustrar la enorme diferencia que existe entre la eutanasia y el suicidio asistido: el consentimiento expreso del enfermo. Algo que intentan soslayar quienes defienden a ultranza la proposición de ley que regula y despenaliza la eutanasia, pues suelen siempre recurrir a ejemplos en los que el paciente puede explicitar mediante palabras, escritura o gestos su voluntad.

Pero ya ven que el caso de María José y el de Ramón distan bastante de ser idénticos. Él quería morir y tuvo en su mano echarse atrás, pero decidió sorber el veneno con el que puso fin a su sufrimiento. La muerte de María José la decidieron sus hijos y la ejecutó un médico, pero jamás sabremos lo que ella quería.

Por eso la eutanasia es un tema jurídico muy complejo: porque no sólo tiene implicaciones legales, sino también morales, éticas y sanitarias. Plantea dificultades tanto desde el punto de vista de la prestación del consentimiento por el paciente, como desde la perspectiva de la intervención de un tercero, normalmente un médico.

Respecto a la implicación de los profesionales de la medicina, ésta abarcaría desde facilitar al enfermo la sustancia para que se suicide hasta ejecutar materialmente el acto que ponga fin a su vida prescindiendo de la voluntad del paciente. Ni que decir tiene que esto llevará a muchos profesionales a plantearse la objeción de conciencia. Me consta que el juramento hipocrático pesa bastante en la conciencia de los que practican la medicina.

Consentimiento delegado

Luego tenemos la cuestión del consentimiento, que no sólo es de una enorme complejidad sino que además evidencia las grandes paradojas en las que suele incurrir la izquierda: desde la sentencia del caso de 'La Manada' llevan defendiendo que el consentimiento de las mujeres en las relaciones sexuales tenga que ser explicitado, verbalizado con un sí, para que éstas no sean consideradas un delito. Si la mujer afirma que no ha dicho “SÍ” expresamente al sexo habrá sido violada, aunque sus actos y los posibles testigos de los hechos indiquen otra cosa. Pero si la mujer está enferma, su consentimiento será relegado a un segundo plano si de lo que hablamos es de inducirle la muerte. No será necesario que diga sí, ni expresa ni tácitamente. Pesará más la voluntad de sus familiares o incluso la de los sanitarios que la suya, que podrá ser ignorada. Espero al menos que introduzcan en la ley la posibilidad de rechazar en el testamento vital (o similar) que a uno le practiquen la eutanasia. Se trata de una cuestión tan subjetiva que existen tantas opiniones como individuos, y algunos incluso la cambiarán a lo largo de su vida: es fácil mostrarse partidario en abstracto hasta que eres tú quien se coloca ante esa tesitura.

Yo perdí a mi abuela materna, mi yaya, hace no mucho. Una mujer con una vida dura, una luchadora que ha influido mucho en mi carácter y en mi trayectoria vital. Ella murió de Alzheimer. Fue un proceso largo que la consumió. En los últimos meses de su vida quedaba ya muy poco de la persona que fue. Quien conoce esta enfermedad sabe de lo que hablo, no es necesario que entre en detalles. Yo siempre he sido partidaria de la muerte digna, sin sufrimiento, pero ni yo, ni mi madre, ni mis tíos hubiéramos tenido agallas para poner fin al padecimiento de mi abuela o para autorizar a alguien a hacerlo. Sí que hubiésemos agradecido, por el contrario, que la ayuda prevista en la Ley de Dependencia se hubiese hecho efectiva, porque mi tío, que la cuidó, tuvo que renunciar a trabajar y no recibió ningún tipo de asistencia económica. Esto de la dependencia debe de ser como el escudo social: nombres bonitos y efectistas que no se materializan en nada, más que en su utilidad para la propaganda gubernamental.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, la eutanasia, yo no estoy en contra de que se regule y soy partidaria de que se despenalice el suicidio asistido, ése en el que es el paciente el que consiente y hasta ejecuta su propia muerte. Pero con la eutanasia propiamente dicha reconozco que tengo muchísimas dudas. Me hubiera gustado que fuese una ley que contase con un amplio consenso social y que viniera acompañada de una ley de cuidados paliativos dotada del presupuesto necesario, para que aquéllos que no quieren autorizar la muerte de un familiar tampoco tengan que verlo sufrir. Que no sólo la eutanasia sea digna, sino también la muerte natural cuando se padece una enfermedad incurable y dolorosa. No creo que sea incompatible.

Asumo que esta opinión me hará candidata a que me pongan o quiten muchas etiquetas ideológicas, lo sé. Pero parafraseando a Clark Gable en “Lo que el viento se llevó”: francamente, queridos, me importa un bledo. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Twittear