martes, 22 de diciembre de 2020

La etiqueta de “fascista” y su mal uso

Julio M. Shilling analiza el mal uso (pero políticamente muy rentable) que se hace de la etiqueta "fascista", y su origen y transfondo ideológico. 

Artículo de El American: 



"Fascista” es uno de los términos más utilizados para marcar a los enemigos políticos. Este fenómeno se ha engrandecido en proporciones épicas dada su inmersión en la cultura popular. Mientras que la mayoría de las personas o los grupos que lo emplean saben, extraordinariamente, poco sobre el fascismo, entienden todo lo que necesitan saber y es que tiene connotaciones negativas. El término se ha convertido en un arma atómica usado, principalmente, por la izquierda para describir a cualquiera con el que no estén de acuerdo. Sin embargo, algunos de la derecha, con la intención de obtener puntos de corrección política, también han sucumbido a la tentación y lanzan golpes con ella de vez en cuando.  

La verdad es que su mal uso demuestra el alto nivel de analfabetismo político que existe. Algunos grupos radicales de izquierda, como Antifa, incluso lo tienen incrustado en su nombre: “antifascismo”. Sin embargo, no debería sorprender a nadie que, igual que pocos de ellos se han molestado en leer a Karl Marx o Friedrich Engels, es probable que ni siquiera hayan oído hablar de Giovanni Gentile, el supervisor intelectual del fascismo. Esta farsa ingeniosa de manipulación de conceptos y lenguaje, si se le confronta conscientemente, sorprendería a muchos.   

Luigi Sturzo, el prominente sacerdote y sociólogo italiano, categorizó al fascismo “…como comunismo negro y el comunismo como fascismo rojo“. Sturzo, uno de los fundadores intelectuales de la Internacional Demócrata Cristiana y un antifascista y anticomunista de toda la vida, hizo una sólida conexión entre el fascismo y el comunismo en términos sencillos. El acoplamiento de lo que se percibe falsamente como opuestos en el espectro ideológico, no podría estar más lejos de la verdad.  

Richard Pipes, uno de los individuos más eruditos de la historia rusa, señaló que el comunismo y el fascismo eran concretamente “herejías del socialismo (Pipes 253). El historiador polaco-estadounidense eminente abordó el hecho de que ambos sistemas utilizaban esquemas totalitarios para organizar la sociedad y el poder político. Este punto fue quizás planteado mejor por Hannah Arendt en su clásico Los orígenes del totalitarismo (1951). Arendt anatomizó el prototipo totalitario, y estableció los paralelismos entre la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin. La politóloga y escritora germano-estadounidense articuló de manera prístina que los elementos comunes en su aplicación sustantiva resultaban ser congéneres. Había una razón fuerte para ese hecho.  

La Primera Internacional (1864-1876) fue testigo de una guerra territorial entre las facciones socialistas en lucha. Las dos corrientes principales fueron el anarquismo colectivista de Mikhail Bakunin y el mal llamado “socialismo científico” de Marx. Una vez que el polvo se asentó, fue la secta marxista la que predominó y mantuvo un control hegemónico sobre el socialismo. Grandes problemas comenzaron a desarrollarse cuando la “ciencia” del marxismo comenzó a ser refutada.

A principios del siglo XX, los componentes principales del marxismo se estaban desintegrando. Las predicciones que reposaban sobre una interpretación “científica” de las leyes de la historia y que yacían en el determinismo económico, nunca se realizaron. En lugar de la depauperación incremental prevista de los trabajadores y, por consiguiente, de los capitalistas, los salarios y el nivel de vida acrecentó. El proletariado, el esperado agente de lanzamiento de una revolución comunista mundial, encontró atractivo y viable el sistema capitalista y atendió sus imperfecciones por medio de reformas, los sindicatos y otras asociaciones comerciales. En otras palabras, el marxismo, tal como se había vendido en la Primera (1864-1876) y Segunda Internacional (1889-1916), capituló moral y epistemológicamente una vez que las “leyes de la historia” no se materializaron.

Esto presentó una crisis en lo que se conoce como el marxismo clásico. Sus seguidores acérrimos buscaron vías de rescate. En el plano teórico, pensadores como Eduard Bernstein aceptaron el capitalismo, creyeron que podía ser movido hacia la izquierda y formularon una rama llamada socialdemocracia. Otros comunistas, como Antonio Gramsci y el grupo conocido como la Escuela de Frankfurt, señalaron las fallas de la variante clásica en su determinante de cambio: la esfera económica. Estos fundadores de lo que hoy se alude como marxismo cultural o neomarxismo, dejaron de lado al proletariado, le entregaron al intelectual la tarea del vanguardismo y excusaron a Marx y Engels proponiendo que solo cuando la cultura fuera controlada hegemónicamente se podía elevar la concienciación popular y comenzar una deconstrucción sistémica radical. Otros revisionistas marxistas, como Georges Sorel, se distanciaron de la estructura inviable del marxismo clásico y abrazaron la noción de sindicalismo revolucionario radical dentro de una sociedad orgánicamente conectada.

Benito Mussolini (Britannica)

No todos los marxistas en esa crisis, sin embargo, se desempeñaron a prescribir recetas intelectuales. Dos de estas personas fueron Vladimir Lenin y Benito Mussolini. Ambos eran hombres de acción revolucionaria. Lenin alteró el marxismo con su infame adendum, insertando a un partido de vanguardia para implementar una dictadura necesaria del proletariado e institucionalizar el centralismo democrático, un mecanismo rígido de disciplina de partido. Mussolini, un marxista entrenado cuyo padre amigó a Marx en la Primera Internacional, también se impacientó con las leyes de la historia no recurrentes y como Lenin, promovió la revolución violenta. El socialista francés y ex marxista, Sorel, con su sindicalismo insurreccional y la visión orgánica de la sociedad y el Estado, fue el puente intelectual para Mussolini en su camino desde el marxismo al fascismo. De Lenin adoptó el principio de un partido revolucionario de vanguardia.

La inclusión del elemento de nación en el pensamiento fascista fue obra del político italiano, socialista y miembro fundador del Partido Fascista Italiano, Dino Grandi. Ya en 1914, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, Grandi sostuvo que los comunistas habían errado y malinterpretado las características de la guerra. Para Grandi fue esta “una lucha de clases entre naciones” (Gregor 121). El comunismo chino, vietnamita y cubano ofrecen ejemplos flagrantes de nacionalismo fusionado con el comunismo. Los movimientos de “liberación nacional”, han sido todos típicamente inspirados por el comunismo y enfocados en el nacionalismo.    

Un fascista es un nacionalista socialista. El Partido Nazi era el Partido Obrero Nacional Socialista Alemán. Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Alemania nazi, se refirió insistentemente al régimen que representaba como una versión superior del socialismo (Mira 125, Peikoff 10). China comunista, con su economía híbrida y Estado marxista-leninista-maoísta, tiene un gran parecido en la práctica al fascismo. Es hora de destruir la etiqueta falsa. El fascismo está tan a la izquierda como el comunismo. Ambos son hijos del socialismo. 

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