Domingo Soriano analiza la situación actual de la legislación de las ciudades, y algunos de los grandes problemas de habitabilidad que se están dando en ellas, y la acción política al respecto. Un debate interesante y que da mucho de sí.
Artículo de Libre Mercado:
Una imagen de Nueva York, una ciudad de contrastes. | Pixabay/CC/wiggijo
Tres artículos diferentes, de esos que uno mezcla en su cabeza sin saber muy bien por qué, pero que tienen una extraña relación entre sí más allá de que todos hablen del mercado inmobiliario:
- "Suecia, el país que demuestra que regular los alquileres en España podría ser un fracaso", en idealista.news, sobre el experimento en el país nórdico (experimento por decir algo, porque lleva varias décadas en marcha). Y sobre sus consecuencias: falta de stock de vivienda, listas de espera, corrupción y mercado negro, etc. O lo que es lo mismo, los precios se controlan (al menos los oficiales) a costa de un mercado disfuncional. Eso sí, no tengo claro que sea una política impopular: sí, hay debate, sobre todo entre los economistas, pero los partidos suecos no se atreven a tocar la norma. Por muy absurda que nos parezca en la distancia, una ley así no se mantiene 30 años si no es porque tiene el respaldo de buena parte de los votantes.
- "Algo marcha realmente mal en el mercado inmobiliario británico: ¿por qué no estamos hablando sobre el tema?", de Rory Sutherland, en The Spectator (en inglés), con un enfoque muy british pero que seguro que nos suena, denuncia la falta de vivienda en el centro de las grandes ciudades, los elevadísimos precios en determinados barrios, las complicaciones de los jóvenes para comprarse un piso en esas zonas y las dificultades normativo-burocráticas para poner vivienda en el mercado, ya sea con promoción nueva o tras una reforma.
- "El gran enemigo de Airbnb en su salida a bolsa: los vecinos enfurecidos", del WSJ (en español en El Confidencial), sobre la lucha que se extiende en EEUU entre algunos legisladores estatales, que han aprobado leyes protegiendo de Airbnb y otras plataformas de alquiler turístico; y las asociaciones vecinales, que quieren más control (o incluso la prohibición en sus barrios) sobre las casas que se alquilan por días.
Como decía al principio, tres temas conectados, pero cada uno con un conjunto de ganadores y perdedores diferentes. Que incluso podrían mezclarse entre sí: a un propietario que quiere anunciar su vivienda en Airbnb puede interesarle que haya restricciones a la construcción, pero no al alquiler vacacional.
Y con un enfoque económico-regulatorio también diferente. Resumiendo mucho, y con la falta de matices que eso implica, diría que (1) me parecen una locura los precios máximos al alquiler y con muy poca justificación económica o política; (2) puedo entender que haya algunas normas de control urbanístico, pero mi interpretación de "algunas" y "control" sería tan laxa que creo que apenas tendrían impacto en la práctica; y (3) estoy más bien de parte de los vecinos frente a los parlamentos estatales en esta lucha contra Airbnb: me parece bien que cada comunidad de propietarios o incluso cada barrio (o manzana, si se puede), decida si permite el alquiler vacacional y en qué condiciones (un resumen de mi postura en cada caso aquí, aquí y aquí).
Esa extraña relación entre estos temas de la que hablaba es doble. En primer lugar, plantea una cuestión peliaguda y complicada para los defensores del libre mercado: cuál debe ser el ámbito de decisión. Por defecto, los liberales tendemos a proteger al propietario individual: algo que podría traducirse en que cada uno haga con su vivienda lo que quiera. Pero no siempre debería ser así. Hay muchos posibles usos de un inmueble que afectan a los que viven alrededor. En un mercado libre al 100%, es razonable pensar que muchas promociones se venderían con limitaciones: el propietario se compromete a no tener mascota, no cerrar las terrazas por estética... o no poner la casa en alquiler vacacional. No digo que esta sería la norma o que afectaría a todas las viviendas. Lo que digo es que es razonable pensar que igual que hay urbanizaciones privadas con restricciones muy peculiares (por ejemplo, los límites de edad a los propietarios o inquilinos que se aplican en ciertas ciudades para la tercera edad de Florida), podría haber barrios anti-Airbnb. A cambio, en otras zonas preferirían permitir este tipo de negocios porque pueden incrementar el potencial precio de venta de la vivienda. ¿Dónde poner el límite? ¿Hasta dónde estirar el chicle de "esto deben decidirlo el conjunto de vecinos" porque hay externalidades que les afectan a todos? Complicadísimo.
Y esto tiene relación con el segundo punto en común de estos tres ejemplos: una tendencia que se repite en casi todo el mundo, gana el que ya está allí (no queremos decir que esto se cumpla siempre y en todos los casos; puede haber excepciones como vemos en EEUU con algunas leyes pro-Airbnb). O lo que es lo mismo, los alcaldes tienden a favorecer al votante real, el que puede ir a las urnas en las próximas elecciones: (1) inquilino actual en un piso sometido a control de precios; (2) propietario de una vivienda en propiedad al que le interesa que no se construya más en el barrio; (3) vecinos del piso de Airbnb, que no ganan nada con ese alquiler y arriesgan su tranquilidad o seguridad.
Como decía antes, puede que incluso la misma persona esté en un bando en una de las polémicas y en el contrario en la otra. Pero no es el tema. La clave es la coalición de intereses que se forma: cada vez más evidente, facilitada por las nuevas tecnologías, lógica desde el punto de vista de los afectados y con ganancias potenciales que sirven como incentivo, porque las rentas que algunos obtienen de salir adelante la legislación pueden ser muy relevantes.
Enfrente, tenemos a los perdedores (1) inquilino potencial que querría alquilar una casa en la ciudad que tiene control de precios; (2) comprador joven, que querría vivir en el centro; (3) empresa o particular que querría alquilar en Airbnb. Normalmente, los perdedores son menos: por ejemplo, en casi todos los barrios habrá más vecinos residentes que pisos en Airbnb. Y casi siempre están desorganizados o ni siquiera saben que son perjudicados. En cierto sentido, podríamos decir que los perdedores no existen porque no están: una pareja joven que no accede a un piso en el centro puede que ni siquiera sepa que quería ese piso, porque los precios son tan elevados que directamente busca casa en otras zonas.
De hecho, en muchos casos los perdedores respaldan la regulación que les perjudica. En parte lo hacen por desconocimiento, pero también porque aspiran a ser ellos los rentistas del futuro. No es algo tan extraño, algo similar ocurre en el mercado de trabajo o con el gasto en pensiones: muchos jóvenes, quizás la mayoría, apoyan en España normas que les penalizan o van en su contra, desde las reglas sobre el despido al incremento anual de las prestaciones de jubilación. ¿La lógica? Que ellos quieren ser los nuevos indefinidos ultraprotegidos o los futuros pensionistas con una elevada mensualidad. No hay batalla entre generaciones porque ni siquiera saben que están enfrentados. En la próxima cena de Navidad, el padre protestará por que el barrio se degrada y el hijo por que no encuentra piso donde le gustaría; probablemente ninguno sienta que detrás de la queja del otro esté parte de la explicación a su problema.
Entonces, ¿qué hacemos? Por un lado tenemos reclamaciones que me parecen legítimas. Por el otro, un lobby de rentistas muy poderoso. Y por supuesto, el tema del ámbito de decisión me parece uno de los grandes retos teórico-políticos de los próximos años.
Por si no queda claro, no voy a dar una respuesta cerrada. En realidad, lo que me llama la atención es que todos estos debates, con sus diferencias, apuntan en la misma dirección: la parálisis, el conformismo y el pánico a la innovación. No creo que sea una actitud conservadora, es una actitud miedosa. Tampoco es una cuestión de edad o de esta sociedad envejecida: la apariencia de los jóvenes o algunas de las modas que siguen pueden parecer rupturistas, pero su posición ante la vida es mucho más acomodaticia que la de sus abuelos. Lo apuntábamos este verano, citando The complacent class, de Tyler Cowen y Coming apart, de Charles Murray: hay mucha más valentía, búsqueda del riesgo e ilusión en el futuro en un inmigrante metodista alemán que en 1920 mete sus enseres en un hatillo y marcha a buscarse la vida a EEUU, Canadá o Argentina, que en su bisnieto que se matricula en Estudios de Género en la Universidad de Toronto.
Las ciudades que nos han traído hasta aquí -las que crecen, son dinámicas y generan innovación- fueron también muy caóticas. Pensemos en cómo crecieron París, Londres, Madrid, Nueva York... Lo explica muy bien Edward Glaeser en otro de los libros que más he citado en mi vida, El triunfo de las ciudades. Sí, hubo planes urbanísticos centralizados: desde el que planteó esos preciosos barrios decimonónicos parisinos que tanto nos gustan al Ensanche barcelonés. Pero también hubo apuestas arriesgadas, mucho aquí te pilló aquí construyo y un flujo constante de recién llegados que reinventaban lo que allí se hacía. Por cierto, también hubo seguridad jurídica y títulos de propiedad fáciles de obtener: lean El misterio del capital, de Hernando de Soto, o vean una película del Oeste para comprobar lo importante que es asegurar la propiedad y definir derechos, límites y hasta dónde llega la linde de cada uno.
De nuevo, sin entrar en lo que se ganó o perdió en cada caso, o en la necesidad (o no) de una normativa urbanística para la construcción, la clave es que vemos la vida en ebullición, ambiciosa, optimista, innovadora. Se hacían ciudades para los que iban a llegar, no se conservaban en formol para consuelo de los que ya estaban.
Se habla mucho de megatendencias: envejecimiento, descarbonización, inteligencia artificial, teletrabajo... No olvidemos la megatendencia del miedo y la parálisis, al menos en Occidente. No sabemos lo que ocurrirá en los próximos 20-30 años; y lo más seguro es que el porcentaje de población urbana seguirá creciendo a nivel global. Lo que no está tan claro es que las urbes europeas o norteamericanas conserven su atractivo. Por ahora, las coaliciones políticas y electorales apuntan todas en el mismo sentido, el de esos grupos de interés a los que les conviene que la cosa se mantenga como está. El pasado fin de semana, decíamos que uno de los principales problemas de nuestros políticos (y del que no se habla demasiado) es que son rentistas que piensan como rentistas. Cuidado, esto es cierto para ellos, pero también, cada vez más, para los votantes. Y es que siempre será más fácil unir a los que tienen algo y quieren cuidarlo a toda costa que a quienes ni siquiera saben lo que se están perdiendo.
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