«En una palabra, ha venido produciéndose el desmantelamiento del socialismo como fenómeno mundial. Es una reunificación de la humanidad sobre la base del sentido común. Y el que ha puesto en movimiento todo ese proceso ha sido un tipo corriente de Stavropol».
– Del diario de Anatoly Cherniaev, 5 de octubre de 1989.
Lea la parte 1 aquí.
En la noche del 26 de abril de 1986, en la planta nuclear de Chernóbil, Anatoly Dyatlov y su equipo realizaban un test de seguridad en el reactor número 4 de la central. Dyatlov quería comprobar que, en caso de que el reactor perdiera poder, los sistemas de seguridad seguirían operando hasta que el generador de respaldo se encendiera. El test de seguridad nunca terminó y como consecuencia el reactor número 4 explotaría matando de inmediato a dos ingenieros de la planta y, en el futuro, a más de 4,000 personas.
La reacción inicial de las autoridades soviéticas fue enviar un equipo de bomberos e intentar apagar el reactor con mangueras y litros de agua. Por lo demás, el alto mando de la Unión Soviética se esmeró para encubrir los hechos y los burócratas minimizaron la seriedad del asunto frente a sus propios jefes.
La mentira no tardó en ser descubierta por los propios científicos occidentales, quienes notaron niveles anormales de radicación disipándose por toda la atmosfera.
Al final el Politburó no tuvo más remedio que admitir la verdad, declarar el estado de emergencia, evacuar toda la ciudad ucraniana de Pripyat e iniciar una mesiánica labor de limpieza y sellado de la planta nuclear que involucraría a más de 830,000 personas.
El desastre de Chernóbil representaría un golpe fatal a la reputación de la Unión Soviética, revelando un Estado incapaz de proteger a sus propios ciudadanos e ineficiente por el excesivo secretismo de sus funcionarios reacios a compartir información incluso entre ellos mismos. En pocas palabras, la tragedia de Chernóbil fue una consecuencia de la paranoia soviética.
El desastre abrió los ojos al secretario general del partido, Mijaíl Gorbachov, quien no solo se vio obligado a desmantelar buena parte de la burocracia que rodeaba la cadena de mando e iniciar unas negociaciones de desarme nuclear con Ronald Reagan, asustado por las consecuencias de una guerra nuclear. La catástrofe también evidenció las consecuencias del excesivo secretismo de la Unión Soviética, lo cual la condujo a un proceso de transparencia conocido como el Glasnost.
Reikiavik, el desescalamiento nuclear y Afganistán
La obsesión de Gorbachov con el desescalamiento militar fue su principal condena ante la cúpula del Ejército soviético, que con horror vio un cambio en la doctrina militar que admitía la imposibilidad de vencer a Estados Unidos en un conflicto directo y se enfocaba en las defensas del territorio nacional.
La estocada final para los altos mandos militares vino con la conferencia de Reikiavik, la capital de Islandia, donde Gorbachov se reunión con Ronald Reagan para acordar un desarme mutuo del arsenal nuclear, comenzando por los misiles balísticos de mediano alcance.
Desafortunadamente para Gorbachov, Reagan no secundó sus aspiraciones pacifistas y la posición de Gorbachov quedó debilitada tanto en el plano internacional como en el interno.
Mientras el premier de la Unión Soviética fallaba en llegar a un acuerdo con Estados Unidos, el otrora glorioso Ejército Rojo se desangraba en Afganistán en una lucha fatídica contra las guerrillas fundamentalistas, los muyahidines. Las bajas se acumulaban, y las ayudas con armamento como misiles antiaéreos enviados por la CIA a través de Pakistán tenían diezmada a la fuerza aérea soviética. La guerra se hacía insostenible.
Gorbachov, al comienzo, era reticente de una retirada completa de Afganistán, pues consideraba riesgoso abandonar al régimen de Kabul a su suerte sin haberlo consolidado completamente. Para 1987, se hizo evidente que el Ejército soviético sería incapaz de vencer a los muyahidines en su guerra de guerrillas que lideraban desde la seguridad de Pakistán.
El ministro de Defensa, Sergei Sokolov, y el mariscal Serguéi Ajroméyev, comandante de las tropas soviéticas en Afganistán, abogaron por una retirada de las tropas de Afganistán. Gorbachov los escuchó y se comprometió a retirar plenamente el contingente soviético para 1989.
Desafortunadamente, no todos los mandos soviéticos estaban de acuerdo con la retirada de Afganistán y la KGB se opuso a esta política, temiendo un baño de sangre en Kabul y que Afganistán terminara dominado por fundamentalistas o influenciado por los americanos, poniendo en riesgo la seguridad de la Unión Soviética en sus fronteras. La KGB nunca le perdonaría a Gorbachov la decisión de abandonar Afganistán.
Glasnost y Perestroika, el cambio de rumbo de la Unión Soviética
Si hay algo que alineó al ala conservadora del Politburó con la modernizadora fue el entendimiento de que la Unión Soviética necesitaba una reforma de fondo para seguir existiendo.
En el ámbito económico y social Gorbachov intentó mejorar la salud pública, reducir el gasto militar, así como las transferencias de la URSS a sus sistemas comunistas y atraer la creación de empresas privadas dentro de la Unión Soviética.
La ley de las cooperativas de 1988 estableció la posibilidad establecer un negocio privado, no obstante, para hacerlo se necesitaba estar afiliado a algún tipo de colectivo, y todavía el emprendimiento individual no estaba permitido.
A pesar de los cambios, el Estado retuvo el control de la producción de grandes industrias y le otorgó más autonomía a los gerentes del control político del Partido Comunista.
La autonomía ganada por los administradores de fábrica no llegó a dar nunca frutos. Los gerentes reaccionaron alzando los salarios por encima de la inflación e incluso pidiendo un incremento de las transferencias sin que nunca se hubiera dado un incremento real en la productividad. Para 1989, la industria soviética, aunque incrementó sus ingresos en un 10.9 %, solo vio crecer un 1.7 % su productividad.
Aunque la Perestroika intentó separar la producción del control político, Gorbachov nunca pudo comprender el funcionamiento de la economía de mercado. Su búsqueda de una tercera vía entre el socialismo y el capitalismo no solo fracasó desde el ámbito económico, sino que resultaba cada vez más impopular entre los miembro del Politburó.
El Politburó no solo estaba insatisfecho con los resultados económicos de la Perestroika, sino con la campaña de transparencia “Glasnost” impulsada por Gorbachov. Para 1986, varios antiguos disidentes exiliados de la URSS comenzaron a volver al país y a establecer sus medios de comunicación, críticos al sistema.
Las restricciones a la prensa extranjera también se levantaron y por primera vez los ciudadanos de la Unión Soviética pudieron escuchar la BBC del Reino Unido, la DW de Alemania Occidental y la Radio de Europa Libre.
Los intentos de Gorbachov de instar a un “nuevo pensamiento” nunca fueron compatibles con el sistema político que intentaba gobernar, pues basaba su estructura de poder sobre la represión, no la circulación de ideas.
Una política económica vacilante, junto con una campaña de transparencia ingenua a la realidad del contexto soviético crearon un polvorín que estalló de forma repentina e inesperada para el mundo.
Se derrumba el castillo de naipes
El 9 de noviembre de 1989, en una aburrida conferencia de un jueves por la noche, el oficial del Partido Comunista alemán en Berlín Oriental, Günter Schabowski, anunció el levantamiento de las restricciones a los viajes al exterior: «Los viajes privados ahora son permitidos sin prerrequisitos, ni condiciones, o relación familiar». Cuando un periodista preguntó cuándo serían levantadas estas restricciones, Schabowski respondió: «Tengo entendido que de inmediato».
La noticia no tardó en ser replicada por los noticieros de Alemania Oriental y Occidental y, en pocas horas, los guardias de seguridad en el Muro de Berlín se vieron copados por la masiva muchedumbre de alemanes que querían viajar a conocer Berlín Occidental. Al poco tiempo, todo Berlín estaba frente al muro que los había separado por más de 30 años. Lo siguiente fue la caída del Muro y con él la del régimen comunista alemán.
Poco pudo hacer una no intervencionista Unión Soviética que veía el principio del fin de su imperio. Durante el lapso de dos años todas las antiguas repúblicas del Pacto de Varsovia comenzaron a celebrar elecciones democráticas y una a una fueron expulsando a sus líderes comunistas, recuerdo de años de represión.
Por si fuera poco, dentro de sus fronteras, la propia URSS viviría un proceso de desestabilización. En Estonia, los diputados de este país exigirían la independencia de su patria de la Unión Soviética, ante lo que Gorbachov reaccionó con una negativa.
Los pigmeos que derribaron al gigante
En los siguientes meses de 1990 las otras dos repúblicas bálticas, Letonia y Lituania, se unirían a Estonia y presionarían al Politburó por su independencia, argumentando que la anexión de las repúblicas bálticas a la Unión Soviética consistió en una conquista por la fuerza como parte del pacto Molotov-Ribbentrop de 1939 entre la URSS y la Alemania Nazi, antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial.
Alentado por el momento, el diputado ruso Boris Yeltsin lideró las votaciones del Congreso de Diputados de la Federación Rusa que el 12 de junio de 1990 adoptaría la declaración de soberanía nacional de Rusia.
La Unión Soviética podría sobrevivir sin los Estado bálticos, pero sin Rusia, la Unión no existía. Con la declaración de soberanía, Yeltsin le daba una bofetada en la cara Gorbachov, quien afrontaba el mayor reto que un premier hubiera enfrentado en la historia de la URSS.
Las restricciones en los Estados bálticos se incrementaron, lo que generó molestia y protestas dentro de la población. Tras un intento de toma de poder violento por parte de los comunistas el 15 de mayo de 1990 en Tallin, la capital de Estonia, los líderes de los tres estados bálticos formaron el Consejo Báltico con el fin de proteger la democracia y prevenir retaliaciones contra el pueblo báltico por parte de la URSS.
Tras varias confrontaciones violentas y el apoyo de Yeltsin a la causa independentista, el conflicto estalló con la toma del Ministerio del Interior de Letonia por fuerzas especiales soviéticas.
Mientras tanto, en el Cáucaso estalló el conflicto nacionalista entre Armenia y Azerbaiyán, lo que le dio paso a los primeros enfrentamientos en la región de Nagorno-Karabakh, mostrando a un Gorbachov incapaz de controlar incluso sus propias fuerzas militares dentro de las fronteras de la URSS.
La cúpula soviética insatisfecha por la debilidad de Gorbachov para contener la situación, y aprovechando un viaje de este de Crimea, creó el Comité del Estado para la situación de emergencia y nombraron a Gennady Yanáyev —el vicepresidente de Gorbachov— presidente, configurando un golpe de Estado para hacerse con el poder.
Los golpistas, entre los cuales estaban el primer ministro, Valentín Pávlov; el jefe de la KGB, Vladímir Kriuchkov, y el ministro de Defensa, Dmitri Yázov, intentaron tomar el control de las fuerzas armadas. No obstante, buena parte del Ejército y la totalidad de la fuerza aérea se negó a apoyar el golpe de Estado.
Sin el apoyo del Ejército y con un Yeltsin azuzando a las masas para que se restableciera a Gorbachov al mando, tras cuatro días de incertidumbre, los golpistas no tuvieron más remedio que desistir de su intento de toma del poder, el 22 de agosto. Muchos se entregaron a las autoridades soviéticas y otros optaron por el suicidio.
Mientras los hechos se desarrollaban en Moscú, en Estonia el Consejo de Diputados declaró la independencia de su país. Un Gorbachov en deuda con Yeltsin no tuvo más opción que claudicar ante las demandas de los Estados bálticos.
Como una reacción en cadena, las otras repúblicas soviéticas comenzaron a declarar su independencia, dejando la figura de Gorbachov completamente anodina. El 25 de diciembre Gorbachov anunció y el 26 de diciembre la Unión Soviética dejó de existir.
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