Carlos Rodríguez Braun analiza la buena y mala "Trumpnomanía", en referencia a buenas y malas medidas adoptadas, exponiendo algunas circunstancias que avalan este diagnóstico.
Artículo de su blog personal:
El premio Nobel Paul Krugman afirmó hace un año que la economía norteamericana jamás podría crecer con el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Tanto él como otros analistas que compartieron el mismo pronóstico lúgubre han debido tragarse sus palabras. La Casa Blanca parece un caos, y su inquilino un patán, pero la Trumponomics funciona, y se nota en el crecimiento.
La explicación estriba en que el presidente ha adoptado dos medidas liberales: la desregulación y la rebaja de impuestos.
Estados Unidos no es un paradigma del mercado libre. Allí también padecen los empresarios dificultades y obstáculos que frenan la creación de riqueza. La nueva administración ha señalado que una de sus metas será remover trabas burocráticas, por ejemplo, mediante la obligación de los funcionarios de proponer la derogación de dos leyes por cada ley nueva que propongan. El resultado lo anunció el propio presidente: “La reducción de las regulaciones va a conseguir que más americanos tengan empleo y que menos lobistas lo tengan”.
La presión fiscal sobre las empresas estadounidenses es de las más onerosas del planeta, y eso explica por qué se han marchado, no solo deslocalizando su producción sino también sus sedes. Pues bien, la reforma fiscal del presidente apunta a una reversión de esa situación, con un tipo del Impuesto de Sociedades del 20 %, que lo situará en un nivel comparativamente bajo. Es más que posible que estas medidas sean después matizadas por los trámites y negociaciones parlamentarias y de otro tipo, pero la profundidad de la reforma es indudable: se estima que puede reducir la recaudación en 1,5 billones de dólares en diez años.
Dos circunstancias avalan este diagnóstico. Por un lado, la acción de las propias empresas, que han iniciado un movimiento de retorno a Estados Unidos. Esta semana hemos sabido que Apple y otras firmas estudian ya repatriar unos 400.000 millones de dólares en ingresos obtenidos en el exterior. Apple pagará 38.000 millones de dólares en impuestos y creará 20.000 nuevos puestos de trabajo.
La otra circunstancia que sugiere que estamos ante unas medidas importantes es la ira que han suscitado en el pensamiento único pseudo-progresista. Por ejemplo, en el economista J.E. Stiglitz, también premio Nobel, que acusó al presidente de sentir “un profundo desprecio por la causa de los Derechos Humanos”, y de acometer una reforma fiscal porque “lo beneficia personalmente”, mientras que castigará a la mayoría de la población con más impuestos. No entraré aquí en detalle sobre las ideas políticas de Trump, pero veamos si la acusación económica tiene sentido. ¿De verdad es la suya una reforma impositiva que solo beneficia a los millonarios?
Por lo que sabemos, no es así. Los tipos marginales para las pequeñas y medianas empresas, y para las rentas personales, caerán al nivel más bajo en ochenta años. Si a ello sumamos el impacto de la reforma en el crecimiento de la economía y el empleo, la mejora será patente.
Hay que notar también que la tributación sobre las empresas no es independiente de los salarios que pagan, de forma tal que no es descartable que la reducción de la fiscalidad sobre los beneficios se traduzca en una subida de salarios.
Todo este panorama económico ilusionante puede desbaratarse al menos por tres motivos, dos que son responsabilidad principal del presidente, y otro no. Este último es la política monetaria, excesivamente laxa durante los años del presidente Obama, y cuya corrección puede desembocar en un frenazo en la actividad.
Los motivos que son responsabilidad de Trump tienen que ver con que, a pesar de dichas políticas liberalizadoras, él no es liberal, sino que es, como dijo el profesor Francisco Cabrillo, “un populista nato que conecta bien con el hombre de la calle y ofrece soluciones que gustan al votante medio, aunque planteen muchas dudas a un analista solvente”. Sus indudables tendencias antiliberales pueden alimentar una antigua propensión política: la propensión a gastar. Si el gasto público no es contenido, y si el crecimiento económico no es suficiente como para compensar al Tesoro por la pérdida de ingresos, la consecuencia será una apurada combinación de déficit y deuda, que puede abortar todo el experimento. El segundo motivo antiliberal que es responsabilidad presidencial estriba en su inclinación hacia el proteccionismo, que puede terminar castigando el dinamismo de la economía estadounidense.
Estos son los peligros, que son tan genuinos como ignorados por el pensamiento único que, incapaz de demostrar que Trump ha sido malo para la economía, desplaza sus dardos hacia los ciudadanos. Fue el caso de Martin Wolf, el periodista del Financial Times, abrumado porque obtenga respaldo popular un partido dedicado a defender los intereses del 0,1 % más rico del país, y que desbarró acusando a Trump de expropiar a los pobres para beneficiar a los millonarios.
Como hemos dicho, esto no parece cierto, igual que no lo parece la demonización del intento de derogar el Obamacare, ni la acusación de Stiglitz sobre el desprecio del presidente a los derechos humanos. De momento, ha recibido a líderes de la oposición democrática venezolana, cosa que Obama no hizo. Tiene Trump sobre la tiranía chavista las cosas bastante claras: “El problema de Venezuela no es que haya aplicado mal el socialismo, sino que se ha aplicado fielmente”.
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