Jorge Vilches analiza a Ciudadanos y su situación estratégica.
Artículo de Voz Pópuli:
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy (d), y el líder de Ciudadanos, Albert Rivera. EFE
No hace falta ser Maquiavelo para entender los motivos por los que Ciudadanos tiene enfilado al Partido Popular y está ganando el pulso. No es una cuestión de ideologías o de simple comunicación, sino de marketing.
El elector de centro-izquierda tiene mucha oferta en el mercado político. La socialdemocracia es un magma central y omnipresente que no sirve como seña de identidad en las urnas porque es compartido por todos; sí, incluido el PP y los nacionalistas. La rentabilidad de luchar por ese votante es escasa, y no compensaría el esfuerzo de convencer al consumidor político de que su programa socialdemócrata limpia mejor las injusticias sociales. No, eso no funcionaría.
Donde se pueden pescar grandes cantidades de simpatizantes es en el centro-derecha, porque sus votantes están tan abandonados y necesitados de cariño que parecen el coro del musical “Annie, la huerfanita”.
El supuesto giro de Ciudadanos hacia el “liberalismo progresista” ha sido de 360º. Su ideario, por calificarlo en español mesetario, es un poco más de lo mismo: gasto social y discurso políticamente correcto; eso sí, bien nutrido de la superioridad moral del que no ha gobernado nunca en ningún sitio y se resiste a hacerlo. Sin embargo, la gente de Ciudadanos ha encontrado la clave del éxito: la seducción que ejerce la ilusión.
Son personas limpias, sobradamente preparadas, con ese estilo altivo de la generación a la que nunca le ha faltado de nada. No se alarmen. Esto es un valor político, ya que en esta sociedad televisiva y digital los electores quieren identificarse con alguien que sea capaz de decir en público lo mismo que ellos sueltan en privado de forma anónima.
¿Y qué dicen? Justamente eso que al votante del PP avergüenza entre amigos, familiares y compañeros: que es indignante que ese partido sea sinónimo de corrupción. Da igual que esta afirmación sea injusta, que no ponga en valor a tantos políticos y militantes populares que se dejan la vida en su cargo público sin tocar un céntimo. El caso es que tiene efecto entre los electores del centro-derecha que se sienten indignados y que están hartos de defender en su entorno a su partido. “¿Por qué no recoger la indignación con el PP de aquellos que jamás votarán a la izquierda?”, se preguntaron los de Ciudadanos y acertaron.
La crítica es fácil, tanto como prometer regeneración. El discurso mágico resulta gratis mientras no se toca el poder. Se puede exigir el acabar con el aforamiento, y que dimita cualquier político a la mínima sombra de empapelamiento judicial. Tampoco cuesta nada contestar a un canutazo periodístico diciendo que se formen interminables comisiones sobre las grandes cuestiones, desde el agua hasta la educación. ¿Por qué no si la palabra “consenso” sigue siendo taumatúrgica? No tendría sentido; y menos aún el no ponerse estupendo con los “derechos sociales”, el medio ambiente, las identidades minoritarias y el feminismo obligatorio.
Con ese discurso, la imagen en la tele es perfecta, y más si se acompaña con un buen físico. Los medios izquierdistas aplauden la crítica al gobierno de la derecha, y todos contentos. Ya tenemos el producto ilusionante. Sobresaliente en marketing.
Sin embargo, se podría pensar que esto falla en cuanto se celebran elecciones y es necesario decantarse por un “viejo partido” u otro. No. Está calculado. La clave del triunfo pasa por ofrecer el apoyo parlamentario con un programa que retuerza la mano al gobernante, al tiempo que se mantiene el discurso de oposición, e incluso se vota con los otros partidos aquello que haga falta. Es la política del palo y la zanahoria: lleva al gobierno donde quiere al tiempo que lo debilita a golpes.
¿Cómo se debilita al gobierno, y en especial a éste del PP? Con una crítica feroz contra las personas y su política donde más duele: la corrupción y los complejos. Me refiero a la equivocada estrategia popular del “perfil bajo”, de creer que, sin meter ruido, dejando las tertulias televisivas a la oposición, poniendo la otra mejilla, y luego la otra, el pecho, la espalda y lo que haga falta, sin defender nada que parezca de derechas o constitucional, iban a aguantar con la portería a cero.
Ciudadanos tiene un discurso de orden que ya quisiera para sí el PP porque es el que quieren oír los huérfanos del centro-derecha, como se ha visto en el caso de Cataluña. Porque los jóvenes que pueblan las filas de la organización de Rivera son del perfil de los que hace dos décadas, y menos, ingresaban en Nuevas Generaciones. Porque su socialdemocracia aseada es la que encaja con ese elector que pide buena gestión sin robar, y sin las pamplinas de la izquierda. Porque su dominio de la telegenia y la retórica, el manejo de los medios y la comunicación, son palabras mayores para un partido que cree que la política es gestionar.
Decía Ortega en su famoso discurso sobre la nueva política, allá por 1914, que para que las ideas triunfen deben ser “plenamente queridas, sin reservas, sin escepticismo”, capaces de hinchar “totalmente el volumen de los corazones”. Y para eso sus predicadores debían tener una imagen moral intachable, ser de verbo grandilocuente, cabeza repeinada, que dejaran a su paso una estela de olor a Heno de Pravia y a regeneración necesaria. Hoy, a eso lo llamamos “marketing”, y es preciso confesar que Ciudadanos, con su palo y su zanahoria, lo ha bordado.
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