Juan Rallo analiza la cuestión de la brecha salarial entre hombres y mujeres, a raíz de las declaraciones de Rajoy y los esperables ataques al respecto, en un tema que es tan superficial y demagógicamente tratado.
Artículo de El Confidencial:
Rajoy, en su entrevista en Onda Cero. (EFE)
En una reciente entrevista, Mariano Rajoy fue preguntado sobre la entrada en vigor de una ley islandesa que supuestamente obliga a las empresas a pagar un mismo salario a hombres y mujeres por la realización de idéntico trabajo. Rajoy se limitó a responder que “mejor no nos metamos en eso”, dado que “los gobernantes deben ser cautos a la hora de saber cuáles son sus competencias”. De inmediato, y como cabía esperar en una oposición típicamente carroñera, políticos y medios de comunicación anti-Rajoy se lanzaron en tromba contra el presidente del Gobierno, acusándolo de machista y de despreciar a las mujeres.
Cualquiera que suela leer con cierta regularidad mis artículos sabrá que no me destaco por defender ni las políticas económicas socialdemócratas ni las democristianas del PP. Sin embargo, he de reconocer que en este caso Rajoy estuvo especialmente acertado y, lo que es más importante, lo estuvo por las razones correctas: los gobernantes ni pueden ni deben abarcarlo todo con el propósito de planificar centralizadamente el conjunto de relaciones sociales. E implementar en España medidas extraordinarias como las de Islandia constituye un ejemplo claro de ese tipo de planificación central que debería rehuir cualquier buen gobernante consciente de sus limitaciones cognitivas.
Empecemos explicando lo básico sobre la brecha salarial española, dado que suele ser un dato sujeto a una enorme malinterpretación. En nuestro país, el salario medio bruto de las mujeres era en 2014 un 23,3% inferior al de los hombres. Esto no significa, empero, que las mujeres cobraran un 23,3% menos que los hombres por realizar una misma cantidad y calidad de trabajo, sino simplemente que la media de los salarios brutos de las mujeres era un 23,3% inferior a la de los hombres. A partir de ahí, es necesario ajustar las diferencias en cantidad y calidad de trabajo para dilucidar si las mujeres cobran menos por el mero hecho de ser mujeres o lo hacen por otras circunstancias ajenas a su sexo. Es decir, si hombres y mujeres realizan una misma cantidad y calidad de trabajo, ¿cobran lo mismo?
El primer ajuste que hemos de efectuar es el de la cantidad de trabajo: las mujeres trabajan de media menos horas que los hombres, de modo que es lógico que su salario bruto anual sea inferior (no cobra lo mismo quien trabaja cuatro horas diarias que quien trabaja ocho). Esta corrección es estadísticamente bastante sencilla de realizar, pues basta con calcular las diferencias en el salario por hora entre hombres y mujeres. Cuando lo hacemos, la brecha salarial entre ambos colectivos cae del 23,3% al 14,9% (con una tendencia, además, fuertemente decreciente).
Los siguientes ajustes a efectuar se refieren a las divergencias en la calidad del trabajo, esto es, al divergente valor de cada una de esas horas trabajadas (no cobra lo mismo un cirujano con 20 años de experiencia que un dependiente recién incorporado, y no lo hacen porque el valor económico que generan tampoco es el mismo). Estos ajustes son estadísticamente algo más complicados de efectuar, pero podemos aproximarnos razonablemente bien. Así, atendiendo a la evidencia disponible, cabe afirmar lo siguiente. Por un lado, un 23,6% de la brecha salarial por hora se debía en 2010 a las distintas características personales de la población masculina y femenina: los hombres, de media, tienen más edad y más antigüedad en sus puestos, asumen más responsabilidades desempeñando labores de supervisión y se encuentran empleados en superiores niveles ocupacionales (directivos, profesionales científicos, profesionales de apoyo, administrativos, servicios de restauración, etc.). Por otro, el 39,9% de la brecha salarial por hora se debía a las diferencias en el tipo de empresa (sector, tamaño, región y tipo de convenio suscrito) para las que, como promedio, trabajan hombres y mujeres (las mujeres trabajan en mayor medida dentro de sectores peor pagados y en empresas más pequeñas y, por tanto, menos productivas).
Dicho de otro modo, cuando ajustamos la brecha salarial por aquellos factores personales y empresariales que son relevantes a la hora de determinar la calidad de las horas trabajadas, menos del 40% de la brecha salarial por hora queda sin explicación estadística: esto es, la brecha salarial no explicada y —aparentemente— no justificable no es del 14,9%, sino —si extrapolamos las proporciones de 2010 a 2014— de alrededor del 5,5% (en 2010, era del 7,4%). Tales estimaciones son, además, muy similares a las que observamos internacionalmente.
En principio, pues, cabría afirmar que ese gap salarial entre el 5% y el 8% es la discriminación salarial real por cuestión de sexo. Nótese que no estoy afirmando que el resto de la brecha salarial no pueda deberse a una discriminación social indirecta hacia el sexo femenino: por ejemplo, las mujeres podrían optar por jornadas laborales más cortas porque culturalmente les hemos impuesto el deber de ocuparse del hogar, o podrían preferir trabajar en sectores poco remunerados, como el de los cuidados personales, porque desde la cuna les hemos inculcado tales preferencias profesionales. En este artículo no pretendo entrar en este debate mucho más amplio: me centro simplemente en estudiar si hombres y mujeres cobran distinto por un trabajo de igual cantidad y calidad. Y, como digo, como mucho cabría afirmar que las diferencias discriminatorias oscilan entre el 5% y el 8%.
Sin embargo, en realidad ni siquiera podemos afirmar eso. Como bien explica la Comisión Europea, que estadísticamente no hayamos sido capaces de modelizar esa diferencia no significa que la misma carezca de una justificación razonable y no discriminatoria. No en vano, la propia Comisión constata que dos aspectos no modelizados acaso sean enormemente relevantes a este respecto. Por un lado, no todas las empresas se adaptan igual de bien a ofrecer una jornada parcial o discontinua a sus trabajadores: y si a una compañía le resulta costoso compatibilizar su operativa con ese tipo de jornadas, aquellos trabajadores que prefieran jornadas reducidas o discontinuas (recordemos: mayoritariamente mujeres) se verán penalizados con un menor salario. Por otro, la experiencia acumulada y la proyección profesional dentro de una empresa también pueden ser distintas entre hombres y mujeres por un hecho crucial que interrumpe esa acumulación de experiencia y esa proyección profesional: la maternidad.
A propósito de este último fenómeno, y pese a no disponer de datos para España, sí seremos capaces de observar muy claramente su influencia sobre los salarios a largo plazo de las mujeres incluso en un país que ha desarrollado políticas tan activas de igualdad salarial como Dinamarca. En esta sociedad escandinava, ser madre implica a largo plazo una penalización del 20% del salario, lo que conduce a que esta variable explique el 80% de toda la brecha salarial entre hombres y mujeres.
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