sábado, 18 de abril de 2020

¿Por qué falló la sanidad pública contra el coronavirus?

Fernando Herrera expone por qué falló la sanidad pública contra el coronavirus.
Para ello, explica brevemente la teoría económica que necesitamos para entender lo ocurrido, y su aplicación concreta al caso del coronavirus.

En uno de los artículos de esta serie cerraba con una pregunta cuya respuesta anticipaba muy tenebrosa, pero a la que cumple dar salida. Me preguntaba entonces cómo se había podido llegar a una situación en que se hacía necesaria la urgencia en el acopio de recursos para luchar contra el coronavirus, siendo esta una cosa que se veía venir, un secreto a voces, y máxime en España donde habíamos tenido la experiencia traumática de la cancelación del Mobile World Congress en Barcelona. Vamos, que todos conocíamos de la existencia del “bicho” y que cabía la posibilidad de que llegara a España. ¿Cómo es posible que nuestro mercado de servicios sanitarios haya permanecido ajeno a la amenaza hasta hacer necesario un estado de alarma como el que padecemos?
Trataré de aplicar mi conocimiento y experiencia de bastante años en el análisis económico de la regulación, a entender cómo se ha llegado a la gravísima situación actual, para tratar de prevenir que ocurra de nuevo en el futuro, y evitar que se tomen medidas que agraven la situación en vez de mejorarla. Y lo haré desde la frialdad y la neutralidad, dejándome llevar tan solo por consideraciones científicas, como siempre intento. Si, pese a todo, lo que tengo que decir resulta molesto a alguien, vayan mis disculpas por adelantado.
Especialmente, quiero anticipar mis disculpas a los trabajadores del sistema sanitario, cuyo denuedo y sacrificio en estos duros días no se puede poner en duda y es aclamado diariamente con aplausos. En las siguientes líneas, calificaré de desastroso el comportamiento del sistema, por las consideraciones que explicaré. No es su trabajo el desastre, no: ellos han tenido que sufrir tanto como los enfermos las deficiencias del sistema. En gran parte, mi decisión de escribir este artículo tiene mucho que ver también con ellos, para tratar de explicar la frustración a la que se pueden enfrentar en estos momentos. Que se comparen con los trabajadores en otros sectores devenidos críticos (como la alimentación o las telecomunicaciones), pero que no están sujetos a planificación central, y empezarán a vislumbrar a qué me refiero.
Volvamos a la pregunta inicial. ¿Cómo es posible que nuestro mercado de servicios sanitarios haya permanecido ajeno a la amenaza del coronavirus hasta hacer necesario un estado de alarma como el que padecemos? ¿Por qué es la sanidad el sector caótico, mientras otros han sido capaces de resistir razonablemente bien el “pico” de demanda, como pueden ser el de suministros básicos o el de las telecomunicaciones?
La respuesta la sabemos desde hace mucho tiempo, al menos desde los años 30 del siglo pasado, en que Ludwig von Mises escribió su Acción humana. Es la imposibilidad del funcionamiento del sistema económico en ausencia de señales como los precios y el beneficio, análisis ampliado años después por Jesús Huerta de Soto, nuestro premio Juan de Mariana.
Ya expliqué en un artículo reciente la relación entre valor y precio, y por qué es necesario que los precios sigan el valor que damos a los bienes y servicios, sea al alza o a la baja. Solo cuando se dejan fluctuar los precios, puede el mercado llevar los recursos allá donde son necesarios.
Por su parte, los beneficios tienen la función complementaria. No se olvide que, al contrario que los precios, el valor que dan los individuos a un bien no es observable. Así pues, no hay forma a priori de saber si los recursos se están canalizando adecuadamente a las necesidades de los individuos. La forma de saberlo es mediante el beneficio. Si el emprendedor acierta en su estimación de donde son más valiosos los recursos, será capaz de obtener un precio superior por los mismos (debido al mayor valor en el nuevo uso) del que le costó obtenerlos, y obtendrá un beneficio. Ese beneficio le confirmará en su percepción y le invitará a repetir la acción. Es más, el mismo beneficio actuará como faro para otros empresarios hasta el momento ciegos a la oportunidad, de forma que más emprendedores, guiados siempre por el beneficio, llevarán más y más recursos a la necesidad en que se precisan. Y eso ocurrirá hasta que las necesidades estén satisfechas, algo que se detectará por la bajada del precio y reducción consiguiente de beneficios hasta llegarse a la tasa normal.
Así pues, es el binomio precios-beneficios el que guía, con el motor de los empresarios, los recursos de sus destinos menos valiosos a los más valiosos. En ausencia de estas señales, no hay forma alternativa de hacerlo. Si desaparece el criterio objetivo del beneficio, ¿cómo saber si has acertado en la asignación del recurso? Es imposible. Ludwig von Mises llama burocráticas a aquellas organizaciones que se guían por otro tipo de criterios (por ejemplo, políticos) y dedica un tratado entero a explicar los problemas que tienen las organizaciones burocráticas. Aquí nos podemos quedar con una idea: es imposible su coordinación por carecer de fin único, y por eso tienden constantemente al caos.
Hasta aquí, de forma muy breve, la teoría económica que necesitamos para entender lo ocurrido. Veamos ahora la aplicación concreta al caso del coronavirus.
El primer punto a tener en cuenta es que el mercado sanitario en España (y en muchos países occidentales) tiene una alta participación del sistema público. No es un mercado en monopolio legal ni sujeto completamente a planificación central, pero sí muy distorsionado para la presencia del sistema público.
El sistema público es una organización burocrática misesiana, en el sentido de que no se guía por beneficios, sino por otro tipo de consideraciones. A su vez, sus servicios son gratuitos, esto es, pagados indirectamente con nuestros impuestos, pero sin coste aparente de consumo. Dicho precio cero distorsiona completamente la posibilidad de tener ganancias en el mercado, haciendo que los competidores privados, estos sí guiados por beneficios, se centren en determinados nichos, básicamente aprovechando las deficiencias inherentes al sistema público.
Este es, a grandes rasgos, el mercado sanitario en España en el momento en que llega la pandemia del coronavirus. Como ya sabemos todos porque nos lo han explicado una y otra vez, el problema principal es causado por el pico del número de contagios. Este pico, según todas las estimaciones, superaba con creces la capacidad del sistema sanitario (entendemos que público), lo que llevaría a la atención insuficiente de muchos pacientes infectados, y consecuentemente a su muerte. La única forma de prevenirlo sería aplanar tal pico, esto es, ralentizar el ritmo de contagio mediante medidas de distanciación social, de forma que los contagios se produjeran a menor ritmo y no se llegaran a saturar los servicios sanitarios, con el coste en vidas que ello suponía.
Desde una perspectiva de pura teoría económica hay muchas cosas que llaman la atención. Ese “pico” de contagios, declaradamente por encima de la capacidad del sistema, ¿no es una oportunidad brutal de negocio? Imaginemos que sabemos que va a llegar a nuestro barrio un pico de demanda de pan en un par de semanas, y que ese pico es el doble de la capacidad de oferta actual. ¿No nos plantearíamos seriamente acopiar pan o suministro de pan para hacer unas ganancias fáciles en dos semanas?
Sin embargo, ni un solo empresario vio la obvia oportunidad de negocio que se le venía encima. Y hubo tiempo para verla, era un secreto a voces. Pero nada, nadie acopió respiradores, mascarillas, habitaciones de hotel o personal preparado para cuidados sanitarios. ¿Cómo pudo ser? La respuesta llegará.
Es mucho más fácil entender por qué no reaccionó adecuadamente el sistema público. Era imposible que lo hiciera, dado que no se guía por oportunidades de negocio y beneficio, y solo lo hace por criterios políticos. Da igual que venga el coronavirus o no, a ellos se les sigue midiendo por el tiempo de espera para operaciones o el número de pacientes atendidos diariamente, o cualquier otro criterio que el gobierno de turno tenga a bien fijar. ¡Pero si estamos viendo, en plena crisis, los obstáculos para aceptar donativos de mascarillas, o las dificultades para contratar médicos extranjeros! ¡Y que el personal sanitario no tiene los recursos mínimos para protegerse!
Esto es lo dramático de una organización burocrática, y no tiene que ver ni con la corrupción ni con la negligencia (que, por supuesto, también pueden existir) sino solo con la estructura: es imposible que se anticipe a las necesidades de sus clientes porque no se guía por beneficios. Repito: es imposible. La próxima vez que venga un coronavirus, el sistema público volverá a mostrar a misma inflexibilidad y la catástrofe se repetirá.
Volvamos nuestra vista a los empresarios sanitarios que tampoco reaccionaron. Evidentemente, por supuesto que sabían lo que venía. Lo que les faltó a ellos fue otra cosa: la posibilidad de obtener beneficios con la circunstancia. Porque estos empresarios también conocen el contexto en que se mueven, y por mucho que fueran necesarias mascarillas, respiradores y camas tenían muchas dudas razonables de que pudieran obtener beneficios de su provisión, teniendo al lado el sistema público de sanidad.
El tiempo, desgraciadamente, les dio la razón. A los pocos incautos que habían anticipado las necesidades (por ejemplo, de mascarillas) se les han confiscado y han perdido su inversión, Ni que decir tiene que los respiradores hubieran corrido idéntica suerte, y ya hemos visto que las camas de hoteles han sido requisadas. Este escenario también era previsible para los emprendedores. Por ello, no ha habido “malvados especuladores” aprovisionándose anticipadamente de todos estos recursos que ahora son tan urgentes y necesarios. Los “especuladores” sabían que su función social no sería reconocida y que, en vez de recibir felicitaciones, agradecimientos y, por supuesto, beneficios, serían tildados de lo primero y embargados. Así que, ¿para qué anticiparse a las necesidades?
Con lo cual, nos pilló la situación como se dice vulgarmente “en calzoncillos”. Pero no por negligencias políticas o corrupción, simplemente porque es estructuralmente imposible que un sistema burocrático se pueda adaptar a un cambio de la demanda, mucho menos a uno tan brutal como el que se ha sufrido en estos días.
El resto de la historia lo estamos viviendo: ante el colapso inminente de esa organización burocrática en planificación central y el enorme escándalo y coste político que ello supondría, los Gobiernos acudieron a su carcaj y sacaron la flecha del confinamiento social, externalizando de facto los efectos del colapso al resto de la sociedad, a un coste que todavía no conocemos en su totalidad. Pero que tiene la ventaja para ellos de que no es su coste, es el de los demás. Y así, tal como predice Mises, la planificación central tan solo de un mercado, ha sido capaz de extender el caos más allá de sus fronteras y nos ha alcanzado a todos.
No es la primera vez que hacen esto y me temo que no sea la última, aunque nos vamos olvidando de una vez para otra. Por ejemplo, el sistema público de pensiones es otro ejemplo de organización burocrática y de planificación central; y cada vez que amenaza con colapsar, el Gobierno externaliza el problema a la sociedad (por ejemplo, cambiando las condiciones de jubilación unilateralmente). Es fácil anticipar que en breve asistiremos a otro episodio por el estilo.
No quiero terminar sin un par de advertencias. La primera es meramente técnica: he seguido algunos ejemplos para ilustrar de forma concreta procesos empresariales que no se han producido en este caso, y que pudieran haber contribuido a prevenir la crisis. Ni quiero ni puedo entrar al debate sobre la viabilidad técnica de las medidas; que nadie me diga que era imposible fabricar más respiradores en tan poco tiempo o que los hoteles no están preparados o que el personal no está formado. Desde el punto de vista de teoría económica, es claro que a alguien se le hubiera ocurrido cómo resolver estos y otros problemas si hubiera perspectiva de beneficios, máxime con el tiempo disponible y la experiencia ya en China y otros países asiáticos. Siempre ha sido así. Si pones a cientos de personas a pensar en un problema, ¿cómo no lo van a resolver?
La segunda es más preocupante para mucha gente. He dicho varias veces que las organizaciones burocráticas se guían por criterios políticos y no de beneficios. Pues bien: el sistema público español se guía desde hace unas semanas por un único criterio: muertes por el coronavirus. Es el dato con el que nos machacan los medios, una y otra vez, y al único al que están atendiendo los políticos. Por supuesto, eso hace que haya muchas tentaciones para maquillar y disfrazar esa cifra, algo en que nuestros estadísticos públicos son expertos (solo hay que ver cómo miden el desempleo, por ejemplo).
Pero no es eso lo que me preocupa más: mucho cuidado con lo que puede suponer en términos de cuidados a pacientes en peligro por causa de otras enfermedades. Tan duro como suena: su muerte ahora no supone coste político, y los recursos que se le van a dedicar no serán los debidos. Vigilen mucho a sus pacientes por otras dolencias si no quieren llevarse algún disgusto.

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