sábado, 18 de abril de 2020

La verdad, aunque duela, es lo único que puede sanar

J.L. González Quirós analiza la importancia de la verdad en relación a la tragedida del coronavirus. 

Artículo de Disidentia:
La mayoría de las personas sospecha, con razón, que el enemigo principal que tiene la verdad es el interés, y, claro está, es muy raro encontrar conductas desinteresadas. Es decir que es bastante poco común arriesgarse a decir verdades que no sean interesantes, cosas molestas. Mucha gente saca la falsa conclusión de que eso supone que la industria y el comercio están reñidas con el respeto a la verdad y que, por el contrario, las personas con ideales sublimes, las almas bellas, los que siempre exhiben sentimientos puros y manifiestan intenciones sin tacha, son los únicos que merecen atención y respeto. Se trata de una imagen muy simplificada, pero conserva algo de valor mezclado con mucha ingenuidad y poca reflexión.
Se dice, por ejemplo, que está mal hacer negocio con la salud, y apenas nadie se atrevería a discutir semejante idea, pero si se piensa en las invenciones de la farmacología que han salvado tantas vidas, esa vacuna que ahora la gente pide como si tuviera derecho a  esperar un milagro que tal vez no llegue o se retrase demasiado, entonces la idea parece menos evidente porque casi nadie espera que esas invenciones lleguen de la mano de personas dedicadas a contar nubes y a decir verdades huecas y pretenciosas. Es una verdad bastante reconocible que los grandes dispensadores de vaguedades metafísicas nunca han descubierto ninguna penicilina.
Pedro Sánchez ha comparado muchas veces la pandemia que padecemos con una guerra y se ha imaginado a sí mismo como el líder valiente y decidido capaz de llevarnos a la victoria. ¿Hay algo de verdad en esa metáfora bastante hueca? Casi nada. En la guerra se manda a la muerte a mucha gente, ahora tratamos de evitarla. En la guerra, la violencia es un medio inexcusable, ahora solo puede salvarnos una inteligencia exigente y hasta despiadada. Y cuando algunos aludimos al interés que tiene Sánchez en imaginarse en un escenario épico, siempre hay un coro que recuerda que no seguir al líder en caso de contienda es traición, es decir que la metáfora huera les sirve para pedir silencio y sumisión, o sea que Sánchez quiere cosechar votos con una épica confundente.
El COVID-19 es una realidad tan desasosegante que es comprensible el deseo de muchos en disimular su verdadero carácter, en inventar historias que nos alivien de la desgracia, y de ahí tanto aplauso y optimismo guerrero y tanta ocultación. Pero que las epidemias requieren transparencia lo dice hasta la OMS, aunque lleve tiempo dando tumbos. Pero además de los intereses bastardos de la mera propaganda, tan abundante que parece más cantinflesca que churchilliana, la transparencia frente a la pandemia tropieza con enormes dificultades, en parte porque ignoramos mucho de lo que es esencial para entender lo que pasa, pero sobre todo porque estamos ante un sistemático ocultamiento de los perfiles reales del drama que intuimos y padecemos, algo que solo se hará patente, y no sin esfuerzo, cuando se lleguen a conocer, si es que lo logramos en un plazo razonable, las consecuencias reales de la pandemia y de los medios primitivos, improvisados y de dudosa eficacia, con los que se ha estado abordando en muchas partes, en España desde luego.
Volveré a la metáfora de la guerra, una realidad en la que se considera razonable que unos pocos (los más jóvenes) padezcan y mueran para la salvación de todos, mientras que ahora he producido auténtico escándalo la mera idea de que el único verdadero remedio esté en lo que se conoce como herd immunity o inmunidad de rebaño, el hecho bien conocido de que solo cuando existe un porcentaje muy alto de supervivientes inmunizados pueden sentirse bastante tranquilos los que no han sido infectados. Boris Johnson se atrevió a insinuar algo en esa línea y fue de inmediato arrollado por una fortísima avenida de pensamiento humanitario, ese tipo de buena conciencia que permite llamar criminal a quien insinúa algo tan alejado del deseo universal, de la esperanza barata en que no pase nada.
Con idénticas razones, bellos sentimientos más bien, se descalifica a los que se atreven a poner en duda la eficacia diferencial entre un confinamiento que bordea la legalidad y que pone el cuidado de la vida en manos de administraciones que no han sabido ser responsables y eficaces en una prevención que sí podría haber evitado un buen número de desgracias, y medidas menos invasivas e irrespetuosas, puestas en práctica con cierto éxito en otros lugares, porque se considera criminal balancear la vida con la economía, mientras que lo que con ello se condena es la capacidad de pensar en forma racional, el ejercicio de estimar el monto de los daños que causará una interrupción de la vida económica que sin duda tendrá unos efectos exponenciales (y también en la salud), para compararlo con los supuestos beneficios del famoso aplastamiento de la curva, forma suave y peluda que han encontrado nuestros políticos cuentistas (los que se dedican al relato) para evitar que se noten demasiado los miles de muertos que la soportan.
Es bastante indiscutible que, desde el inicio, no ha existido una unanimidad suficiente entre las autoridades sanitarias de distintos países, lo que, a su vez, refleja la pluralidad de puntos de vista de los distintos especialistas con cierta autoridad para opinar sobre el caso y su dificultad intrínseca, pues estamos ante un virus del que todavía ignoramos cosas muy básicas, entre otras, los muy plurales procesos de los que se vale para acabar matando, cuando lo consigue. Es comprensible que esto suceda cuando se ha presentado una amenaza natural bastante nueva y respecto a la cual escasean las certezas, por razones obvias, puesto que cualquier medicina tiene una base y un límite empírico (en el mejor de los casos), y la predicción del futuro contingente no se encuentra entre las capacidades humanas corrientes. Esas lagunas del conocimiento están sirviendo para mentir más con riesgos menores.
Nos rebelaríamos de forma unánime si, en un improbable ataque de decencia, los políticos reconocieran que nos están ocultando todo lo que pueden, pero nos resignamos a repetir los tópicos del día y a condenar sin piedad a los que discrepan porque el miedo que nos produce la amenaza nos prepara para soportar con estoicismo el castigo que se nos impone, con razón o sin ella, que cabe discutirlo. En consecuencia, y aunque no soy amigo del género, me atrevo a hacer una profecía, que los que mandan aprovecharán al máximo el tiempo de sumisión que les concedamos para apretarnos las clavijas, y lo harán por una doble razón, en primer lugar porque es su carácter, pero también porque cuanto más tiempo aguantemos el castigo más agradeceremos que se nos levante y menos ganas tendremos de pedir cuentas, esas cuentas de las que ahora se nos dice, con refinada hipocresía, que ya llegará el momento.
Mientras más nos entretengamos con aplausos, repuntes, aplanamientos y guerras diversas de cifras (propiciadas por el caos estratégico de las administraciones) más tardaremos en poder describir con claridad las dimensiones reales de las causas que han hecho que los españoles estemos en cabeza de los más deshonrosos índices del mundo, el de fallecidos por habitante y el de fallecidos por ingreso hospitalario. Diré de paso que me parece un caso de sadismo mantener de portavoz a una persona que se ha equivocado a fondo en todos los pronósticos, pero si se mira bien se verá que es una táctica atrevida pero tal vez efectiva, porque al final es posible que se acabe aplaudiendo a un tipo del que se dirá que ha soportado tanta tensión con una ejemplar disciplina, como si fuera un ministro cualquiera.
¿Y qué nos ha pasado? Algo que nos costará mucho reconocer, que, pese a las enormidades de nuestro gasto público, no tenemos unos servicios públicos solventes, tampoco en sanidad, porque ni siquiera estamos siendo capaces de contar con precisión a los muertos. Lo que nos está pasando no es una mera pandemia grave, sino que nuestros gobiernos (pues gozamos de docena y media) ni nuestros servicios (que, por ejemplo, en Madrid ocupan a varios centenares de personas dedicadas a la salud pública) han sabido ser activos y solventes a la hora de prevenir y gestionar lo que se les vino encima. Y si no somos capaces de enfrentarnos con serenidad a esta verdad tan incómoda como insoslayable, y nos consiguen confundir con el indudable heroísmo personal de sanitarios policías y soldados, entonces no seremos capaces de aprender la lección, de honrar a nuestras decenas de miles de víctimas, evitando que pueda volver a pasar lo que nos ha acontecido.
Es una verdad amarga, dura, difícil de digerir, pero enseña el único camino que lleva a librarnos de desgracias semejantes en el futuro. Será cosa de los políticos tratar de poner en marcha las soluciones que el caso reclama a gritos, pero pueden estar seguros de que si no les imponemos esa obligación con idéntica seriedad, al menos, con la que ellos nos han confinado, entonces no seremos dignos de soluciones mejores y tendremos que seguir mirando con envidia boba a las otras naciones, y no son pocas, que han sabido combatir con eficacia una amenaza que es seguro que, en algún momento, llamará de nuevo a la puerta, y ojalá nos encuentre algo menos adormilados y lelos.

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