Buenos días, sus señorías, mi nombre es Fortunata y Jacinta, esto es “¡Qué m… de país!” y hoy les invito a cambiar la “m” del título por la “i” de Inquisición, a ver si resiste media hora de crítica contundente.
Si hay un elemento de la Leyenda negra que se ha instalado con fuerza en los imaginarios colectivos de medio mundo, este es el de la tétrica y sanguinaria Inquisición española. Este tópico, lleno de sádicos dominicos vestidos de negro, lúgubres mazmorras, quemaderos de reos siempre inocentes y masas fanatizadas por los curas, ha sido apasionadamente asimilado por la literatura y el cine, y absorbe oportunamente la identidad histórica de España.
Quienes no conozcan en detalle la situación política que se vive actualmente en este solar hispano nuestro, no sabrán que el principal objetivo de muchos de nuestros políticos e intelectuales, no solo de los secesionistas, es demoler la identidad histórica de España. ¿Y por qué?, pues porque si España se conformó sobre principios de muerte y destrucción, quemando herejes y brujas, masacrando a los nativos americanos y expulsando a la flor y nata de la España medieval (esto es, a la intelectualidad mora y judía), lo mejor que puede hacerse es demoler a España desde los cimientos, acabar con ella en nombre de la democracia, la tolerancia, la paz y la armonía universal. Así demostraríamos al resto del mundo que los españoles del siglo XXI nada tenemos que ver con nuestros abuelos, los monstruos sanguinarios hijos de Lucifer.
¿Se acuerdan ustedes de aquella docta persona que declaró en nuestro foro de YouTube que a los españoles nos faltaba epistemología para desarrollar cualquier tipo de pensamiento abstracto? Pues resulta que el otro día modificó su comentario y, claro, YouTube me avisó: cambió “inquisitorial Estado español” por “inquisitorial aparato judicial español”. Esta sutilísima variación, urdida en pleno proceso judicial contra el golpismo catalán, revela la ideología secesionista que empaqueta a este angelical sujeto.
Este odiador está convencido de que el clima de sospecha y de terror que supuestamente acarreó la Inquisición española, logró instalarse en el ADN de todos los españoles _salvo en el de algunos catalanes, claro_, dando lugar a una especie de mentalidad inquisitorial que llega hasta nuestros días.
Charles Darwin también opinaba que la Inquisición había matado en España a sus grupos de población más aptos (moros, judíos y protestantes), y que la reproducción selectiva había dado lugar a gentes muy fanáticas, poco dotadas para las tareas intelectuales y enemigas de la libertad y del pensamiento crítico.
Anna Gabriel, exdiputada en Cataluña y actualmente fugada en Ginebra _¡Cuidado, que lo mismo la zagala se declara allí un cantón!_, subrayó así la presunta violencia institucionalizada que el Estado español ejerce sobre el oprimido pueblo catalán: “Hay quien dice que somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar. Ojalá en el futuro alguien diga lo mismo refiriéndose a nosotras. Querrá decir que hemos superado la Inquisición, que hemos saltado la hoguera”. Pues a buen sitio ha ido a parar la mujer. El historiador danés Gustav Henningsen calculó que solo en Suiza abrasaron vivas a 4.000 personas acusadas de brujería, la última una niña ejecutada en el cantón de Glarus en 1783. Otras estimaciones hablan de 10.000 muertes pero, en fin, vamos a ser benevolentes. Evidentemente ahora ya no queman brujas en Suiza, pero es que en España tampoco, ni ahora ni antes.
Verán, sus Señorías, es importante que entendamos que la condena moral que trae aparejada la Leyenda negra se proyecta sobre todos los españoles por el simple hecho de ser españoles. La idea de España como una nación aberrante funciona como una idea totalizadora que no distingue entre votantes de izquierdas y de derechas, mujeres y hombres, trabajadores por cuenta ajena y trabajadores por cuenta propia, científicos y futbolistas. El mito de la mentalidad inquisitorial y oscurantista, se construyó contra España para justificar el protestantismo, los nacionalismos y el colonialismo del siglo XIX, y se hizo porque España era la potencia hegemónica del momento y, sobre todo, porque era católica.
Desde entonces, estos prejuicios afectan a todo lo que tuvo que ver históricamente con España, incluidas las naciones hispanoamericanas. Vean el finísimo pastelito que alguien dejó esta semana en nuestro foro de YouTube, las mayúsculas son del original: “No he visto gente con menos concepto de la libertad de opiniones que vosotros los españoles (…) No hay más que ver la BASURA que es Latinoamérica...esa es vuestra descendencia BASURA ”. Una vez más, adivinen desde dónde nos escribe este querubín.
El mito de la inquisición
En este apartado vamos a hacer un breve recorrido por algunos de los clichés clásicos que han conformado el mito de la Inquisición y que han pasado a formar parte de la modernidad.
Nos cuenta María Elvira Roca Barea, por ejemplo, que una encuesta entre estudiantes de ciencias de la UE determinó que el 30% piensa que la Inquisición quemó a Galileo en la hoguera y que el 97% piensa que antes de eso había sido torturado. Pero resulta que Galileo ni fue torturado ni estuvo en prisión. Su condena consistió en rezar sesenta veces los salmos penitenciales bajo arresto domiciliario en Villa Medici, uno de los más bellos palacios de Roma, de ahí pasó al palacio del arzobispo de Siena y finalmente se trasladó a su casa a orillas del mar, donde siguió trabajando rodeado de sus discípulos hasta su muerte. Por cierto, que la Inquisición que condenó a Galileo no era la española, Pero eso qué importa, uno dice “inquisición” y ya saltan todos los resortes hispanófobos.
Vamos a ver ahora qué decía Goethe, el poeta alemán, en una de sus obras a finales del siglo XVIII: “La Inquisición no arraigará entre nosotros. No somos de la misma madera que los españoles para dejar que tiranicen nuestras conciencias”. Olvida Goethe que, mientras la brujería fue un fenómeno casi inexistente en España, en los territorios alemanes se abrasaron vivas a unas 25.000 personas.
No podemos olvidar que el protestantismo presentó a la Inquisición como el ardid del Anticristo para aplastar a las iglesias verdaderas que, por supuesto, eran las reformadas, frente a las falsas, que era la de Roma y que estaba liderada por Satanás.
Como ustedes saben, el recurso del siniestro inquisidor ha sido ampliamente utilizado por multitud de cineastas y escritores como Jan Pootocki, Poe, Dostoyevski, Miguel Delibes, Pérez Reverte, Umberto Eco o Schiller, motivo por el cual resulta tan difícil erradicarlo de la imaginación popular a pesar de las investigaciones de los especialistas.
Verán ustedes, el verano pasado me encontraba yo visitando la Catedral de Santo Domingo de la Calzada, en La Rioja, España, cuando presencié un fenómeno extraordinario. Había allí una especie de capillita reconvertida en museo donde se mostraban algunos viejos aperos del edificio, entre los que se encontraba un deteriorado yugo de campanas pertrechado todavía con sus cadenas y gruesos herrajes. Oyóse, entonces, la trémula voz de un señor que alentaba a sus hijos a apresurarse para ver los aparatos de tortura que usaban los curas. Las imaginaciones de la familia dieron todas muestra de gran arrebato y hechizo, y cuando el padre leyó en la cartela que el tal instrumento era un simple yugo de campanas, calló pícaramente instando a la familia a continuar rápidamente la visita.
Giro historiográfico
Estudiar la Inquisición como fenómeno histórico resulta relativamente fácil, dado que fue una institución altamente burocratizada y generó una cantidad enorme de documentos. Por cierto, que esta es una característica de todos los imperios, desde el romano hasta el español: la defensa de la Ley y el celo administrativo (papeles y más papeles).
Aparte de erudición, el estudio exige coraje: primero para atreverse a bucear entre miles de legajos polvorientos y después para desprenderse de los propios prejuicios y poder así distinguir la realidad histórica del mito.
Pueden ustedes imaginar que el tema, desde sus orígenes, generó gran cantidad de comentarios dentro y fuera de nuestras fronteras, unos apologéticos, otros acusatorios, la mayoría hipertrofiados. En muchos de estos estudios es fácil rastrear una bipolarización ideológica de la que difícilmente escapan incluso las extracciones de datos más rigurosas, como las que el historiador estadounidense Henry Charles Lea compiló a principios del siglo XX tras zambullirse en los archivos del Consejo de la Suprema Inquisición. Dentro de la línea positivista de Menéndez Pelayo, sobresalen la obra de Julián Juderías en España así como la del historiador alemán Ernesto Schafer.
La investigación, parada durante las guerras mundiales, fue retomada en los 60 por historiadores como Julio Caro Baroja, pero el gran avance se produjo de la mano del danés Gustav Henningsen y del español Jaime Contreras, tras analizar 44.000 causas archivadas por la Suprema.
El historiador francés Jean Dumont acuñó la expresión “proceso contradictorio contra la Inquisición española” para referirse al curioso fenómeno que se da entre muchos estudiosos de la Inquisición española. Dicho fenómeno consiste en declararla culpable antes de haberla juzgado, reconocer durante la investigación que en realidad la Inquisición era el más benevolente de los tribunales de la época, para terminar abominando de sus procedimientos a pesar de las evidencias que la propia investigación ha aportado.
Pedro Insua ha estudiado en su libro los casos de Trevor Davis, Henry Kamen, Hugh Thomas, John Lynch y Stanley Payne. Nosotros fijaremos nuestra atención en el historiador británico Henry Kamen, que por un lado dice: «la Inquisición es creada específicamente para investigar la ortodoxia religiosa de los conversos, no tenía autoridad sobre los no bautizados, y en consecuencia no podía meterse con los judíos». Pero luego añade: «La intensa persecución anti-semítica que la Inquisición llevó a cabo (…) fue la persecución de judíos más amarga que jamás había ocurrido en cualquier otro Estado de Europa. A esta persecución yo la he llamado el primer holocausto”.
Como vemos, la Inquisición española se ha convertido en un auténtico fantasma ideológico al que ni siquiera los especialistas son capaces de sobreponerse, (no todos, por supuestos, buenos andaríamos, como diría mi abnegado creador, Don Benito Pérez Galdós).
La realidad histórica de la inquisición
«Como las ideas tradicionales perduran tanto, se hace preciso señalar aún que la Inquisición española, juzgada por las normas de su tiempo, no fue ni cruel ni injusta en sus procedimientos o en sus penalidades. En muchos aspectos fue más humana y justiciera que casi cualquier otro tribunal europeo”. Trevor Davies:
Lo primero que tenemos que aclarar es que la Inquisición no fue un invento español, sino que hace referencia a varias instituciones eclesiásticas fundadas desde el seno de la Iglesia de Roma para combatir la herejía mediante procedimientos reglamentados.
La Inquisición episcopal, controlada por los obispos locales, fue la primera forma de la Inquisición medieval y se implantó por primera vez en Francia en 1184 para combatir la herejía cátara.
Más tarde se instituyó la Inquisición pontificia, dirigida directamente por el Papa. Fue implantada en distintos reinos europeos, siendo muy activa en el sur de Francia y en el norte de Italia. En España, existió en la Corona de Aragón desde 1249.
En 1478 se implantó la Inquisición española y en 1542 se creó el Santo Oficio romano destinado a combatir el protestantismo.
La Inquisición española fue un tribunal eclesiástico fundado a instancias de los Reyes Católicos para atajar el problema converso. Hay que insistir mucho en este punto: la Inquisición española no tenía jurisdicción sobre los judíos, sino que trataba de sacar a la luz los casos de aquellos que, después de haberse bautizados y convertidos al cristianismo _los llamados cristianos nuevos_, seguían manteniendo sus prácticas judías. Es decir, la Inquisición debía vigilar a los cristianos judaizantes, no a los judíos.
Y, claro, en este punto resulta muy difícil no elevar un juicio moral desde nuestro biempensante siglo XXI, pero tenemos que intentarlo o no comprenderemos nada.
En toda la Europa medieval había ido creciendo peligrosamente el recelo contra las comunidades judías, en parte por el aumento de su población y en parte por el poder que las élites judías fueron alcanzando gracias a su pericia financiera y administrativa. Estos recelos provocaban violentas reacciones a nivel popular, que a menudo acababan en difamaciones, escarnecimientos públicos, persecuciones y matanzas. Recordemos que los judíos en Castilla no estaban obligados a portar señales distintivas, pero que esa práctica era común en otros lugares de Europa incluido el Reino de Aragón.
Dedicaremos un capítulo completo a esta cuestión tan delicada, pero de momento quiero resaltar que el antisemitismo era común a todos los territorios europeos. Recuerden que el propio Erasmo de Rotterdam rechazó la invitación de Cisneros a dar clases en la Universidad de Alcalá, argumentando que en España había mucho judío y mucho moro y muy poco cristiano. Nunca está de más recordar que también Voltaire era descaradamente antisemita.
Los judíos habían sido expulsados de Francia en 1182, en 1306, 1394 y 1693; de Inglaterra en 1290; de Alemania en 1348; de Austria en 1421 tras la quema de 270 individuos. Gran parte de esta población había ido llegando a la Península Ibérica buscando precisamente refugio, hasta que la situación se hizo insostenible y en 1492 se dictó la orden de expulsión en Castilla y en Aragón. Esta medida les valió a los Reyes Católicos la felicitación expresa de la Universidad de La Sorbona de París. Posteriormente los judíos serían expulsados de los Reinos de Lituania, Portugal, Navarra, Provenza, Génova, Baviera, Túnez, Orán, etc.
Curiosamente, sin embargo, solo se habla de la expulsión dictada por los Reyes Católicos y solo se habla de este proceso en términos sobredimensionados y negativos, cuando el propio filósofo judío Baruch Spinoza reconocería en el XVII, que los reyes españoles tomaron medidas eficaces para incorporar a los judíos como conversos, otorgándoles plenos derechos. Pero como he dicho antes, este asunto tan delicado necesitará un abordaje más calmoso. Sigamos.
Los Reyes Católicos activaron varias campañas evangélicas tratando de paliar el conflicto, pero ante el recrudecimiento de la situación (persecuciones y matanzas populares de judíos), solicitaron el asiento de un Tribunal inquisitorial. Varias de estas peticiones fueron negadas hasta que finalmente la Inquisición fue asentada en Castilla en 1478. La iniciativa fue alentada en gran parte por los propios conversos, esto es, judíos convertidos al cristianismo que habían medrado y querían conservar su status.
De manera que podemos definir a la Inquisición española como un sistema judicial que servía para tratar el problema de los conversos judaizantes pero que, insistimos, no tenía jurisdicción sobre los judíos. Juzgaba, además, otro tipo de faltas y desórdenes que aun hoy día seguimos considerando delictivas, como la falsificación de moneda y documentos, las violaciones, la pederastia, la bigamia, el perjurio, el abuso a menores, el contrabando de armas y caballos o la piratería de libros.
De la mano de los especialistas, examinemos ahora, sucintamente, cómo operaba el Tribunal de la Inquisición española, pero antes de nada veamos esta pintura titulada Auto de Fe en la plaza Mayor de Madrid, realizada por Francisco Rizi en 1683. Observándola comprenderemos mejor lo alejado que se encuentra el mito de la verdad histórica.
La acusación debía ir acompañada de dos testigos y se penalizaba con rigor tanto las acusaciones falsas como el falso testimonio. Las declaraciones se presentaban por escrito, ante notario y testigos. Si persistía la acusación, se encarcelaba al reo y se inventariaban sus bienes. Estos bienes pasaban a ser administrados bien por la figura del “secuestrador”, bien por alguien asignado por el propio acusado y podían ser recuperados al término del proceso. Comenzado el juicio se le exponían al acusado por escrito y de forma pormenorizada los detalles de la acusación. Tenía derecho a la defensa, así que siempre iba acompañado de un abogado defensor. También podía aportar testigos propios, alegando atenuantes o recusando a los jueces.
Muchas veces los reos eran confinados en sus propios domicilios, pero si eran recluidos en celdas debían llevar sus enseres personales y costear su mantenimiento personal, pudiendo usar papel y pluma en sus celdas. Los que no tenían dinero eran mantenidos por el Santo Oficio que también les procuraba atención médica y espiritual. Se les permitía salir de prisión para mendigar y otras veces las salidas eran obligatorias para ir a misa o a las peregrinaciones, normal en una institución que velaba por la ortodoxia religiosa.
No se aceptaban las denuncias anónimas y se permitía al acusado hacer una lista de todas las personas que creía eran enemigas de él y, de encontrarse que alguno de sus acusadores figuraba en ella, su testimonio era desestimado por completo.
Leamos ahora lo que dice Trevor Davies: “Los presos que esperaban ser juzgados eran tenido con todos los cuidados para su bienestar material, siendo las prisiones inspeccionadas con frecuencia y las quejas examinadas con atención. Y lo que es más, al contrario de que sucedía en otros tribunales de Europa, la Inquisición era muy sobria en el uso de la tortura”.
La tortura estaba rigurosamente reglada y tanto Lea como Kamen confirman que solo se usó en un 1 o 2% de los casos. Su aplicación no podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones, y siempre se hacía en presencia de un médico. Existían manuales de tortura que indicaban qué se podía hacer y qué no, duración de las sesiones, etc. y aquel que se pasaba era destituido. No se podía torturar a mujeres embarazadas o criando ni a niños menores de once años
Estas precauciones no existían en los tribunales civiles, ni en España ni en ningún otro lugar de Europa, y de hecho, en algunos países tampoco fueron tenidas en cuenta hasta hace muy poco. El arrepentimiento comportaba el cambio de la pena de muerte por la pena de cárcel o multa. Los historiadores han constatado que, de hecho, se dieron muchos casos de reos que blasfemaban a propósito para escapar de los tribunales civiles y ser trasladados a cárceles inquisitoriales.
En definitiva, si como dijo el hispanista sueco Sverker Arnoldsson, la Leyenda negra antiespañola era "la mayor alucinación colectiva de Occidente", la extraordinaria deformación alcanzada por el mito de la Inquisición resulta sencillamente inenarrable.
Realidades comparadas
Quienes seguís el canal de Fortunata y Jacinta, veréis que por un lado tratamos de devolver a sus justos quicios las imágenes deformadas que la Leyenda negra proyecta sobre los españoles y por otro lado, atacamos la idea de España como una excepción aberrante en el conjunto de las naciones del mundo. Y para hacer eso no hace falta negar los hechos históricos: hubo Inquisición, hubo Conquista y hubo violencias, pero igual que no existió una España angelical tampoco existió, ni mucho menos, esa España atroz y satánica que tantos se empeñan en exaltar. Y como sin comparación no hay juicio ni crítica posible, vayamos a las cifras.
Las evidencias documentales de los archivos inquisitoriales señalan que en 356 años se ajustició a unos 2.000 judaizantes, 300 moriscos y 130 acusados de sodomía y bestialismo. Ernest Schafer precisa que, de los 220 protestantes condenados por la Inquisición española, solo 12 fueron quemados en la hoguera. Sir James Stephen calculó que el número de condenados a muerte en Inglaterra durante esos tres siglos fue de 264.000 personas. Pero los crueles asesinos fuimos los españoles.
Henningsen calcula que en la Edad Moderna fueron quemadas unas 50.000 brujas en toda Europa: 25.000 en los territorios alemanes, 4.000 en Francia, 4.000 en Suiza, 1500 en Inglaterra y 49 en España. Pero los desquiciados y fanáticos fuimos los españoles.
La psicosis antibrujas que asoló el norte de Europa desencadenó puros linchamientos públicos, sin proceso legal. Recordemos que Lutero defendió el exterminio de las brujas con el argumento de que así se cumplía con el precepto bíblico “No permitirás la vida de los hechiceros” (éxodo 22, 18).
Los canonistas españoles, especialistas en leyes, pensaban sin embargo que la brujería era el producto de la ignorancia o de mentes alucinadas. Desde antiguo, la Iglesia católica había condenado la superstición: IX San Agobardo escribió Contra las estúpidas opiniones del vulgo sobre el granizo y el rayo. El Papa Gregorio VII conminó al rey Harold de Dinamarca para prohibir que se matara a mujeres acusadas de brujería y para que educara a su pueblo en la idea de que rayos y tormentas eran fenómenos naturales. El Sínodo de Salzburgo de 1569 insistió en que la brujería no eran más que ilusiones que no debían ser condenadas a muerte.
Fruto de este racionalismo católico y español, fueron las conclusiones del Inquisidor Alonso de Salazar y Frías en el Auto de Fe de Logroño, tras supervisar la oleada de histeria colectiva que tuvo lugar en Navarra en 1610 y que se había introducido desde el País Vasco Francés. Pierre de Lancre, comisionado del Rey de Francia, había determinado que allí se celebraban aquelarres diarios donde se adoraba al macho cabrío, ordenando matar a 80 supuestas brujas. En pocos días, el pánico se trasladó a los valles del norte de Navarra. Salazar señaló que el aspecto demoníaco de los hechos de Zagarramundi era irrelevante y que lo que había que juzgar eran los hechos empíricos, dando lugar a las Instrucciones de 1614 que pondrían fin a los procesos de brujería en España.
La Matanza de San Bartolomé que tuvo lugar en Francia en 1572 produjo el asesinato en masa de 15.000 hugonotes en una sola noche.
Enrique VIII obligó a sus súbditos a convertirse al anglicanismo y provocó 20.000 muertes en tres décadas.
Tomás Moro fue ejecutado por orden de Enrique VIII, sin embargo, el español Fray Luis de León, que estuvo encarcelado durante cuatro años, pudo seguir escribiendo desde la celda y recuperó su cátedra en la Universidad de Salamanca al salir.
Calvino condenó personalmente a la hoguera a 500 personas, entre otros, al español Miguel Servet que fue quemado vivo junto a sus libros.
Ya sabemos que los ilustrados franceses se presentaban a sí mismos como hijos de la luz frente a las tinieblas hispanas y que escribieron libelos afirmando que la Inquisición había matado la vida intelectual en España. Sin embargo, casi nadie sabe que Lavoisier, uno de los padres fundadores de la química, fue guillotinado en París porque, en palabras del presidente del tribunal que lo condenó, “la revolución no necesita científicos ni químicos”. Otros 27 científicos sufrieron suerte semejante durante ese periodo.
Esta Francia ilustrada fue la creadora del mito del Índice de libros prohibidos por la Inquisición española, índice que, curiosamente, permitía el estudio de la tesis heliocéntrica en España cuando estaba prohibido en Francia. Porque claro, lo que no cuentan los ilustrados franceses es que también había Inquisición en Francia y que estuvo mucho más activa durante el siglo XVIII que la española.
La mayoría de las veces, el tribunal español no suprimía los libros en su totalidad, sino que publicaba listas de las correcciones o de partes que debían ser suprimidas.
De hecho, se tradujeron y publicaron numerosas obras volterianas en España mientras que Voltaire en Francia fue condenado y obligado al exilio. La furia judicial francesa condenó a Moliere por obsceno, irreligioso y libertino y atacó a Villon, Rabelais, Du Bellai, Víctor Hugo, Verlaine, Rimbeaud, Chateaubriand, Baudelaire, Zola, etc. Ningún escritor español fue quemado por su obra, ninguno.
Conclusiones
Como dice Iván Vélez, muchos culpan a los españoles del siglo XVI de no utilizar un manual de antropología del siglo XXI. Se exige a la Monarquía Hispánica y a la sociedad española de la época la resolución de problemas que aun hoy día siguen plenamente vigentes en nuestras sociedades a pesar de la ONU, de los Derechos Humanos y de nuestros sistemas democráticos. Y, por eso, uchosm en España y en Hispanoamérica repiten los tópicos negrolegendarios. De nosotros depende enmendar la situación. Decía Ramón y Cajal que, en España, siempre había sido la gente del pueblo la que había hecho las cosas importantes. Es posible que tenga razón. Yo solicito una vez más, sin embargo, a nuestras élites intelectuales para que tomen nota de Voltaire, por ejemplo, quien tuvo que vivir exiliado y con sus obras prohibidas en Francia, pero que jamás habló mal de Francia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario