Javier Benegas analiza la "dictadura de los expertos" y su corrección política.
Artículo de Disidentia:
El necesario debate de ideas ha desaparecido. El lenguaje de “bien” y “mal”, “apropiado” e “inapropiado”, ha sido reemplazado por la expresión “la investigación muestra…”. Esta es, en síntesis, la nueva forma de gobernar que se ha impuesto y que está generando enormes tensiones.
Convertir la ciencia en árbitro de la política y del comportamiento humano sólo sirve para confundir las cosas. Los datos en sí no nos dicen qué camino debemos tomar. Y aunque los esfuerzos estadísticos pueden suministrar información sobre cómo funciona el mundo, difícilmente nos dicen lo que debemos hacer. Para eso es necesario un marco interpretativo. Y ahí empiezan los problemas, porque siempre se podrán defender correlaciones distintas. A cada estudio, a cada estadística le corresponderá al menos dos interpretaciones diferentes, dos verdades contrapuestas, dependiendo del prejuicio del analista, del sesgo del investigador o de quien instrumentalice el estudio.
Como prueba vale el estudio anual de “La felicidad” de la ONU, que no es más que una suma de estadísticas sujeta a una interpretación dirigida. La “felicidad” de la ONU es una felicidad relacionada con el gasto en políticas públicas de los gobiernos. Si comes bien, tienes un sistema sanitario decente, una industria ‘sostenible’ y educación pública garantizada, la autosuperación puede ser excluida. Y su vacío será llenado por los psicólogos. Así, como explica Barbara Adam en The Risk Society and Beyond (2000), entramos en el siglo XXI confundiendo la búsqueda de la felicidad, donde el riesgo forma parte de la experiencia vital, con la compra de experiencia psicológica. La sana utopía transformadora, que nos obligaba a toparnos tarde o temprano con la realidad, se ha transformado en una distopía censora que nos impide madurar.
Expertos hacia el conflicto
La historia reciente está llena de sucesos terribles que se desencadenaron precisamente por un empirismo cuyo marco interpretativo dirigido resultó catastrófico. Así, los momentos más siniestros del siglo XX tuvieron un denominador común: una ingeniería social para la que el fin justificó los medios. En definitiva, la imposición de determinadas ideas por encima de los principios de libertad y responsabilidad se tradujo en barbarie.
Así pues, antes de dar por buena cualquier política, deben prevalecer determinados principios que no son gratuitos, aunque, en ocasiones, puedan parecer un freno a una modernidad que se ha vaciado de contenido.
¿No es cierto acaso, por ejemplo, que eliminar a las personas deficientes ahorraría costes al conjunto de la sociedad?, ¿o que liquidar por la vía rápida a los ancianos que ya no pueden valerse por sí mismos supondría un alivio para las arcas del Estado y que esos recursos podrían proporcionar al resto más bienestar? Seguro que podrían realizarse estudios que así lo demuestren. Son ejemplos extremos, desde luego, pero una vez se antepone el bienestar a los derechos individuales y a las responsabilidades, las líneas rojas se vuelven borrosas. Y terminan rebasándose.
Los expertos que hoy justifican desbordar estos límites creen haber aprendido las lecciones del pasado, piensan que podrán imponer su visión benefactora sin desencadenar nuevos desastres o reacciones peligrosas. Pero ya estamos comprobando que no es cierto, que Occidente se convulsiona porque la gente corriente ni comprende ni aprueba su ingeniería. La reactancia social está alcanzando cotas propias de un gran conflicto, en España y América, en Europa y los Estados Unidos.
Sin embargo, los expertos se revuelven. Al principio modulaban su discurso, adoptaban un tono paternal, presentándose como gente conciliadora, sensata, reflexiva, avalada por toneladas de datos. Pero cuando la contestación pública fue en aumento, se desprendieron de la máscara y optaron por descalificar a los ciudadanos.
Un viaje hacia ninguna parte
La intelligentsia occidental ha emprendido un viaje hacia ninguna parte. Su búsqueda del bien, de esa felicidad que consagra la ONU, está acarreando la liquidación del espacio privado de las personas. Así, a cuenta de un falso feminismo, los políticos y expertos ya pueden regular las relaciones íntimas e imponer el criterio de selección a las empresas para que no sea el talento sino la identidad lo que prevalezca. En los Estados Unidos, este falso feminismo es ya un nuevo macartismo que azota las universidades y la industria del cine. En España no vamos a la zaga. Aquí un ministro de Justicia puede señalar a un juez en sede parlamentaria, a cuenta de una sentencia, sin que a nadie se le hiele la sangre. En cuanto a Francia, ya sale más caro piropear a una mujer que robarle el bolso.
Todos los partidos y, también, cierto libertarismo, están confluyendo en la Corrección Política. [...]
Para mantener la farsa, quieren hacer creer que aún existen alternativas partidistas inundando los medios de información con debates sobre políticas finalistas, incluso, si hace falta, con mociones de censura fraudulentas. Pero lo que hay es una coalición de intereses que se reparte la tarta y que, para ello, se ha arrogado la facultad de decidir qué es correcto y qué incorrecto, qué es moral o inmoral… dependiendo de por dónde soplen los vientos de sus propios intereses.
Así, no es de extrañar que principios valiosos, como la responsabilidad individual, un hombre un voto, o la igualdad ante la ley, desaparezcan en favor de una justicia social que se construye con manipulaciones estadísticas y falsas buenas intenciones. Y que la autonomía personal se haya convertido en algo propio de gente peligrosa a la que conviene cerrar la boca.
A George Orwell le atribuyen haber dicho que, en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. Sea o no suyo el aserto, hay que ponerlo al día, porque en estos tiempos, no ya decir la verdad, sino simplemente pensarla es todo un desafío.
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