Manuel Pulido analiza la nueva religión laica (y su similitud con la religión tradicional) que es el Estado y sus victimas propiciatorias.
Artículo de Disidentia:
Cuando fuera de España me preguntan cómo es posible que “el campeón de la Contrarreforma”, el “martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma”, la sociedad que impulsó y apoyó una “cruzada contra el marxismo” sea hoy uno de los países más secularizados del Mundo siempre respondo con una misma boutade: los españoles han dejado de creer masivamente en Dios y en la Gloria del Cielo porque creen en el Estado Todopoderoso y su Estado del bienestar en la Tierra.
A fin de conseguir el tan ansiado maná de “la paguita” prometida, siguen ciegamente a la casta sacerdotal de su secta partidista y sus cofradías políticas, corporativas o sindicales; en vez de procesionar con los santos, se manifiestan ritualmente por las mismas causas cada año y en las mismas fechas; en vez de exvotos, les depositan la papeleta con una lista cerrada en la urna, altar de la consagración de la democracia partidocrática; en vez de ser de misa y comunión diaria, son adeptos al sermón televisivo nuestro de cada día; en vez de creer en los milagros de Santa Rita o la Virgen Santísima creen en la Seguridad Social y los servicios públicos de salud; en el lugar de la salvación por la intercesión de los santos creen en el sistema público de pensiones de reparto. Por suerte ya no hay piras funerarias para las brujas y los herejes, aunque asistamos todos los días a linchamientos mediáticos públicos en el patio de vecinos de las redes y a causas inquisitoriales por ejercer la libertad de expresión.
Uno de los peligros de estas nuevas religiones laicas es que son, además, religiones cívicas y políticas. En ausencia de los relatos totalizadores tradicionales, se han propuesto como relatos sustitutos. Paradójicamente, emparentando con la sharía islámica, aspiran a la reunión de fe -ahora llamada ideología- y poder político, a la teocracia secular, a la imposición por ley de una única moral pública, de un credo y un culto. Las formas y la calidad de vida quizás hayan mejorado, pero observamos la misma cerrazón y obcecación obnubilada del creyente. La misma intolerancia contra el que saca a relucir los anatemas del credo de la corrección política y una apoteosis de la victimización. Como en cualquier culto tenemos el mismo efecto apotropaico, la necesidad psicológica de hallar cierta seguridad ante lo incierto y desconocido, esto es, la libertad, lo que comúnmente se relaciona con lo peligroso y posiblemente dañino. En el orden lingüístico e idiomático esto se refleja haciendo juegos de palabras, circunloquios, perífrasis o eufemismos, toda una neolengua, a fin de evitar ciertos términos, especialmente los considerados tabú.
Todos los que disentimos nos estamos preguntando cómo hemos llegado hasta aquí en Occidente, porque este no es un problema solo español, sino de todas las clases medias mundiales en general. Parafraseando a Nietzsche, podemos afirmar que la muerte de Dios nos ha dejado un vacío demasiado grande en las sociedades desarrolladas. La industrialización, la urbanización, la comunicación y el comercio global nos ha alejado de los ciclos de la naturaleza de las sociedades agrarias, así como de sus culturas y sus sentidos explicativos. La angustia existencial por la ausencia y la imposibilidad de relatos totalizadores ha echado a la gente en brazos del primer relato colectivo que se les ha puesto a mano.
Ese mismo vacío de sentido, de náusea existencialista, es la que lleva a la generación más mimada de la historia, la de la posguerra, a revelarse buscando un imposible hace 50 años. Desde entonces la moral sesetayochista sigue en su empeño bacante de arrasar con la familia tradicional y sus valores, en su búsqueda del “amor libre” y la subversión sexual en la que hoy nos enfangamos. Ese mismo vacío existencial se ha intentado rellenar desde entonces con drogas legales e ilegales y todo tipo de adicciones. Ese mismo vacío existencial llena los estadios de fútbol, los populismos nacionalistas y socialistas, y los templos de los cultos de la nueva era. Más que la falta de amor, o la soledad o el desencanto, yo diría que es la falta de sentido la que llenaba los bares y los prostíbulos: ahora, llena las consultas de los psicoterapeutas, los canales de los youtubers y las aplicaciones para ligar de los teléfonos móviles.
El problema que estamos enfrentando es uno profundo y para el que pocos tienen verdaderos recursos mentales. Tras una primera mitad de siglo convulsa, llena de crisis y guerras, Europa y otros países de su influencia se decantaron por la formulación más amable de la Tercera vía del fascismo. Del corporativismo autoritario fascista se pasó al corporativismo pluralista del “consenso socialdemócrata transpartito” como se ha llamado en una acertada paráfrasis de las tesis de Ralf Dahrendorf.
En este proceso histórico a la ciudadanía se le ha hurtado cada vez más parcelas de la libertad individual, de la capacidad de hacerse responsables de sus propias vidas, a cambio del consuelo de cierta seguridad física o material que es imposible de garantizar de modo absoluto. Las consecuencias políticas y económicas las leemos todos los días en los periódicos, pero en pocos sitios nos hablan de las causas y consecuencias culturales, antropológicas y psicológicas de esta situación. Ya a la altura de 1980 el psiquiatra Viktor Frankl señalaba
“La gente es más infeliz en la sociedad del Estado del bienestar. Éste es el trasfondo sociológico del vacío existencial, del sentimiento de falta de sentido: la sociedad actual aspira a satisfacer sus necesidades, e incluso a crearlas. Pero hay una necesidad, que, además, es la principal necesidad humana, que queda frustrada, que queda obviada por la sociedad: la necesidad de sentido. Dicho con otras palabras: el relativo bienestar material está acompañado de un empobrecimiento existencial.”
La primera víctima de todo conflicto es la verdad, el sentido, la palabra, la razón. El Estado nodriza nos hurta la libertad de poder dotar de sentido, mediante la responsabilidad individual, a nuestras vidas.
Son muchos más los juguetes rotos de la socialdemocracia transpartita, sus víctimas propiciatorias: para empezar, los niños que no han nacido porque se pensó que era más rentable para el Estado que la base de cotizantes aumentara con la incorporación masiva e indiscriminada de la mujer al trabajo. Las mujeres se han dado cuenta del engaño: les han hurtado masivamente los años más fértiles de su maternidad y hasta la posibilidad de formar una familia estable. Los hombres, solteros, casados o divorciados, se han visto esquilmados del patrimonio que hubieran podido juntar toda una vida, destinado a formar una familia, desviados ahora para cubrir los rotos de estas políticas. Los pocos niños nacidos enfrentarán un agujero cada vez mayor de deuda pública asumida inmoralmente en su nombre para pagar el gasto público de hoy, y por tanto, también serán económicamente sacrificados.
Además de las familias, son oblaciones al Estado provisor las empresas que nunca se crearon por las barreras de entrada de la regulación y falta de crédito y acceso a capitales; las empresas que naufragaron por ese mismo entorno asfixiante para el emprendimiento. En un mercado laboral rígido, con una fiscalidad y regulación administrativa abusiva con las PYMES, asalariados y autónomos que aún sobreviven cotizando, es imposible crear el empleo suficiente y de calidad necesarios, lo que condena a la juventud a la precariedad, al paro o a la emigración. Esto retrasa la emancipación juvenil y la creación de familias, lo que redunda en la crisis demográfica.
Este empobrecimiento existencial ha afectado a todos los ámbitos pero es especialmente sangrante en el plano educativo. Según la pedagoga sueca Inger Enkvist, el Estado del bienestar se ha cargado el sistema educativo y su función tradicional como ascensor social. Los que estudiamos y quisimos ser científicos o académicos nos montaron en un cursus honorum que se vio tras la crisis que era una vía muerta hacia ningún sitio que no fuera el exilio.
Los cotizantes que hoy están apuntalando el gasto de ahora o del pasado, vía devolución de la deuda pública, descubrirán que se jubilarán más tarde, si es que llegan vivos a esa edad, y con pensiones que no merecerán ese nombre, solos, deprimidos, sin familia, ni cónyuges, ni hijos. A nadie se le escapa que la bomba de relojería de la jubilación del grueso del baby-boom terminará por hacer inviable muy pronto un sistema de pensiones de reparto, ídolo falso en la cúspide de una gran estafa piramidal, ya quebrada, pero que se resiste a caer a base de cada vez más sacrificios rituales inútiles.
Ya va siendo hora de que despertemos y dejemos de creer en este nuevo Cronos, este Baal, este Saturno, este Moloch, al que estamos consagrando las mejores energías vivas de nuestras sociedades, a este falso ídolo al que estamos sacrificando nuestros hijos, nuestras vidas, nuestras riquezas que es el Estado de bienestar y de partidos, su casta sacerdotal. Ya va siendo hora de dejar caer este falso ídolo de pies de barro y gritar: Etiam si omnes, ego non. Non serviam!
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