Juan R. Rallo analiza por qué no quieren que nos eduquemos financieramente en el ámbito educativo.
Artículo de El Confidencial:
Alumnos de la Universidad Complutense de Madrid, durante una clase. (Reuters)
La planificación estatal de la educación no es neutral: cuando los políticos deciden incluir (o excluir) determinadas materias de los planes de estudio a los que obligatoriamente se someten todos los alumnos, están escogiendo, al mismo tiempo, inculcarles una determinada cosmovisión de la sociedad. Justo por ese motivo, los liberales defienden la libertad educativa: una libertad que, ya desde la misma escuela, respete la pluralidad de valores y de concepciones de buena vida que existen dentro de cualquier sociedad abierta. Los no liberales, por el contrario, prefieren aplastar esa pluralidad de valores imponiendo a los estudiantes sus particulares anteojeras ideológicas.
Por ejemplo, cualquier partido nacionalista ansía controlar asignaturas tales como lengua, literatura, historia o geografía para insuflar a los estudiantes una determinada 'identidad' nacional. A su vez, las derechas han querido históricamente incorporar en los currículos asignaturas de religión que sirvieran para inyectar a los estudiante un determinado 'software' moral patrocinado por la congregación religiosa de turno, y, por su parte, las izquierdas han intentado por todos los medios expulsar la religión de las escuelas para reemplazarla por algún tipo de formación cívica que subyugue moralmente a los ciudadanos al falso ídolo del Estado. Así pues, analizando qué quieren obligarnos que estudiemos y que no estudiemos podemos intuir algunos de los sesgos ideológicos de los gobernantes encargados de diseñar el sistema educativo.
Y, en este sentido, existe una omisión harto relevante en nuestros centros de enseñanza tutelados por el Estado: la educación financiera. A simple vista, resulta escasamente justificable que la educación financiera se halle excluida de los currículos escolares en un mundo donde las finanzas desempeñan un papel básico en la vida de cualquier persona: ¿cuánto tiempo estudiar?, ¿alquilar o hipotecarse?, ¿cómo gestionar mis ingresos?, ¿cuánto, cómo, dónde y para qué ahorrar?, ¿en qué debería asegurarme?, etc. Tales preguntas deberían resultar especialmente relevantes en una sociedad que, según cuenta el relato oficial, acaba de atravesar un devastador trauma burbujístico debido a que sus ciudadanos no han sabido entender las cláusulas de la hipoteca o la naturaleza de algunas de sus inversiones: “No es una crisis, es una estafa”. Si la ignorancia financiera ha sido tan dañina, ¿por qué seguir excluyéndola de los planes de estudio? ¿Para que nos sigan estafando?
Por supuesto, cabría pensar que la educación financiera no se imparte en las aulas porque resulta que no contribuye en la práctica a mejorar en nada la formación de los alumnos. Sin embargo, la evidencia de que disponemos en nuestro país parece apuntar en la dirección opuesta: incluso administrada en pequeñas dosis, la educación financiera incrementa la cultura, la responsabilidad y la madurez financiera de los alumnos… Sobre todo en aquellos con un origen económico más humilde.
De hecho, el Banco de España acaba de publicar los resultados del experimento realizado con la colaboración de 3.000 estudiantes de 3º de ESO a los que se les impartió un módulo de únicamente 10 horas sobre educación financiera. ¿Y cuáles fueron los efectos de haber aprehendido algunas ideas elementales sobre esta materia? Pues que los estudiantes no solo obtuvieron mejores notas en los exámenes financieros estandarizados, sino que además se mostraron más propensos a involucrarse en los asuntos financieros del hogar y también exhibieron una mayor inclinación hacia el ahorro. La mejoría fue, a su vez, más intensa entre los alumnos de las escuelas públicas con orígenes familiares más humildes y con menor interés en los estudios (repetidores o alumnos que planean abandonar el circuito educativo de manera inminente): probablemente porque los alumnos procedentes de hogares más pudientes ya habían recibido algo de formación financiera en casa, de modo que el módulo escolar fue más novedoso y aprovechable para quienes carecían de ese bagaje en el seno familiar.
O dicho con otras palabras, los alumnos incrementan marginalmente tanto su propensión a ahorrar como su conocimiento para hacerlo meced a tan solo 10 horas de aprendizaje financiero. La formación, además, resulta especialmente útil a los estudiantes de orígenes más modestos: aquellos que corren un mayor riesgo de perpetuarse en la trampa de la pobreza si no adquieren aquellos hábitos y habilidades necesarios para escapar de ella. ¿Por qué entonces nuestros gobernantes se obstinan en excluirla de los planes de estudio? Una de dos: o por ignorancia o por mala fe.
La de la ignorancia es una hipótesis cada vez menos sostenible, sobre todo conforme se acumulan las evidencias —incluso por parte de organismos oficiales como el Banco de España— de los efectos beneficiosos de la educación financiera. Y si no es ignorancia, tendrá que ser mala fe. ¿Mala fe derivada de qué?
Una primera posibilidad es que los políticos traten de evitar que los ciudadanos aprendan a planificar financieramente su vida, dado que, en ese caso, irían perdiendo atractivo muchos de los esquemas de aseguramiento proporcionados en régimen coactivo y cuasi monopolístico por el Estado (seguro de pensiones, seguro sanitario, seguro contra el desempleo, seguro por discapacidad, etc.). O expresado de otra forma: la independencia financiera de los ciudadanos atenta contra la pretensión de muchos políticos de volverlos financieramente dependientes del Estado.
Una segunda posibilidad es que los políticos aborrezcan, por meros prejuicios ideológicos, las finanzas: desde una izquierda anticapitalista que lucha por evitar que los ciudadanos sean alienados por las instituciones financieras a una derecha tradicionalista que propugna un modelo de educación de carácter exclusivamente humanístico-religioso y no crematístico-materialista.
Y una tercera posibilidad es que los políticos traten de rehuir cualquier enfrentamiento con una burocracia educativa que probablemente se oponga a la implantación de contenidos financieros, ora por motivos ideológicos (anticapitalismo o tradicionalismo), ora por motivos laborales (preservación del 'statu quo' curricular).
Sea como fuere, todas las razones que podrían explicar la exclusión de la educación financiera del sistema de enseñanza controlado por el Estado son solo buenas razones para arrebatarles a políticos y burócratas la potestad de planificar ese sistema de enseñanza y de imponérselo a nuestros hijos: no velan por el interés de los menores, sino por el suyo propio.
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