Juan Rallo analiza y refuta la declaración previa (por la que supuestamente debiera dimitir hace tiempo, y desde luego, en su hipocresía no lo hará) de que un buen gobernante no puede ser rico.
Artículo de El Confidencial:
El líder de Podemos, Pablo Iglesias (d), y la portavoz parlamentaria de Unidos Podemos, Irene Montero. (EFE)
Pablo Iglesias e Irene Montero se han convertido en propietarios de un chalet de 660.000 euros en La Navata gracias al otorgamiento de una hipoteca de 540.000 euros por parte del sistema financiero. Los hay que han criticado duramente al dirigente de izquierdas por la aparente contradicción entre, por un lado, su discurso igualitarista y, por otro, sus prácticas de acumulación patrimonial. Aunque la coherencia entre palabras y hechos sea una cuestión filosófica interesante —que incluso ha sido estudiada por destacados pensadores de izquierdas—, mi objetivo en este artículo no es reflexionar sobre ello, sino sobre otro asunto adyacente: la interacción entre las ideas y los intereses materiales.
El asunto, de hecho, fue resaltado por el propio Pablo Iglesias cuando, allá por 2012 —apenas ha llovido desde entonces—, denunció la adquisición de un ático de 600.000 euros por el exministro de Economía Luis de Guindos: “Que la política económica la dirija un millonario es como entregar a un pirómano el Ministerio de medio ambiente”. Acaso algunos piensen que Iglesias únicamente estaba recurriendo a la demagogia más oportunista para criticar al Gobierno del PP, pero lo cierto es que se trataba de una objeción del todo lógica en alguien que se había criado intelectualmente dentro de la tradición marxista: a la postre, el materialismo histórico de Marx nos termina conduciendo a la hipótesis de que nuestra superestructura ideológica viene determinada por las condiciones productivas de la sociedad, incluyendo los intereses materiales de las clases dominantes.
O dicho de otra manera, nuestras ideas son sólo una forma de engañar a los demás (y de engañarnos a nosotros mismos) para, en última instancia, defender lo que nos interesa egoístamente. Detrás de los grandes ideales no se ocultarían principios firmes e inquebrantables, sino sólo lucro en un sentido restrictivo del término. Por eso —amén de como eficaz herramienta para la captación de votos—, los dirigentes de Podemos han repetido hasta la saciedad que ellos forman parte del pueblo: que residen en barrios obreros, que usan el transporte público o que no cobran más del triple del salario mínimo y que, en consecuencia, comparten los intereses, los problemas y las preocupaciones del ciudadano raso; frente a ellos, se encuentran el resto de políticos, los cuales forman parte de “la casta”: una oligarquía extractiva que no sólo ignora los auténticos quebraderos de cabeza del común de los mortales, sino que también perpetúa sus privilegios parasitando al conjunto de la población.
El argumento marxista es sin duda exagerado —si no restringimos la noción de interés a lo meramente material, el determinismo ideológico se desmorona—, pero sí posee un ápice de verdad: nuestros intereses pueden condicionar nuestro comportamiento. Así lo pensaba Pablo Iglesias hace unos años y así debería seguir pensándolo en la actualidad salvo que haya apostatado de la cosmovisión marxista. En principio, claro, esto debería constituir una muy mala noticia para el dirigente de Podemos: si los ricos no son aptos para gobernar al pueblo y él se va integrando progresivamente en la categoría de “los ricos” —ya forma parte del top 1% de la distribución de la renta—, entonces él mismo va autoexcluyéndose del grupo de personas aptas para dirigir el país.
Ahora bien, en realidad, si abandonamos la perspectiva dialéctica y de enfrentamiento interclasista propia del marxismo, que los gobernantes sean ricos —al estilo Pablo Iglesias— no es necesariamente una mala noticia para el conjunto de la población. De entrada porque no existe una incompatibilidad radical entre los intereses de los ricos y los intereses de los no ricos: si el objetivo de todos ellos es prosperar cooperando pacíficamente con los demás —en lugar de extrayéndoles coactivamente renta—, todos pueden mejorar simultáneamente (la economía no es un juego de suma cero). Por tanto, los políticos no necesitan mimetizarse con las consignas sectarias de ningún grupo (mayoritario o minoritario) de la población: basta con que busquen crear el marco institucional dentro del que toda persona pueda prosperar individual o asociativamente.
Pero, a su vez, hay al menos tres razones por las que un gobernante rico puede ser un mejor gobernante. Primero, existe una asentada correlación entre, por un lado, el nivel de ingresos y, por otro, la inteligencia y la formación: la riqueza es en muchas ocasiones un síntoma del grado de habilidad de una persona (idealmente, habilidad para satisfacer necesidades ajenas; tristemente, habilidad para parasitar a otros), y para ser un buen gobernante es necesario —aunque no suficiente— ser inteligente y estar bien formado.
Segundo, la suficiencia financiera le otorga a una persona un mayor grado de independencia frente a las presiones y tentaciones que le planteen los poderes económicos (de hecho, una de las justificaciones de la renta básica por parte del republicanismo de izquierdas es proteger la autonomía ideológica y política de cada ciudadano al eliminar sus dependencias económicas).
Y tercero, contar con riqueza alinea parte de los intereses personales del gobernante con el interés general del conjunto de los ciudadanos (permitir la creación y el florecimiento de la riqueza dentro de la economía): por ejemplo, un político con patrimonio será menos propenso a gravar brutalmente el ahorro que uno sin él.
Ahora bien, y en contraposición a lo anterior, ser rico y político también supone ejercer un gigantesco poder regulatorio sobre aquellos sectores en los que uno cuenta con intereses económicos directos y, consecuentemente, la tentación a torcer esa regulación para lucrarse a costa del resto de la población puede devenir irresistible. Por ejemplo, si el presidente del Gobierno es un gran empresario hotelero, probablemente se verá empujado a prohibir Airbnb para así proteger su negociado.
En definitiva, el progresivo ascenso de Pablo Iglesias a la élite económica de España (al top 1% con progresiva acumulación patrimonial) no lo inhabilita para ser un buen gobernante. En su caso, las malas ideas sobre cómo funciona el mundo —extrema izquierda— resultan mucho más peligrosas para el bienestar de la ciudadanía que las malas intenciones que podrían derivarse de su incrementado estatus financiero.
Lo anterior, claro, no quita para que, en un Estado con un poder tan gigantesco sobre toda la economía como es el español, los gobernantes acaudalados necesariamente vayan a enfrentarse a un fortísimo conflicto de intereses cada vez que tomen cualquier decisión; pero, en tal caso, la solución pasa por lo que siempre reclamamos los liberales: que el Estado tenga competencias para decidir sobre cada vez menos asuntos.
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