Fernando Díaz Villanueva analiza las negativas consecuencias de toda ley de la memoria, centrándose en el caso de la reciente ley en Polonia, con la que toda persona que afirme u opine que los polacos colaboraron con los nazis caerá en delito.
Artículo de Disidentia:
Desde la semana pasada cualquiera que en Polonia afirme de viva voz o por escrito que los polacos colaboraron con los nazis durante la guerra incurrirá en un delito castigado con hasta tres años de prisión. Una pena extraordinariamente dura para tratarse de una simple opinión y por un delito que no debería ser tal. Por dos razones: la primera porque sí hubo polacos que cooperaron de buen grado con los invasores. La segunda porque una opinión, por muy inexacta o malintencionada que sea, jamás debe ser constitutiva de delito.
Pero, volvamos al principio. ¿Por qué surge ahora, más de siete décadas después del final de la guerra, este asunto?, ¿por qué ahora y no hace treinta o cuarenta años? Simple, que sea ahora tiene cierta lógica. La memoria viva de aquella época se desvanece. Los que en el momento de la invasión cumplieron veinte años hoy ya son prácticamente centenarios. Y centenarios no quedan muchos, ni en Polonia ni en ninguna otra parte del mundo. Hay gente que aún recuerda la guerra, pero en la mayor parte de los casos son recuerdos infantiles o de adolescencia. Se trata, además, de personas muy mayores que, por ley de vida, no tardarán mucho en dejarnos.
Cuando la memoria viva desaparece es cuando florecen los fabricantes del pasado, los que confeccionan a gusto del poder la verdad oficial y la fijan mediante leyes de memoria como las que proliferan por doquier de un tiempo a esta parte. En Polonia no es algo nuevo. Durante los cuarenta años de dictadura comunista la verdad oficial, impuesta entre quienes sí recordaban pero hubieran preferido no hacerlo, era que los polacos no habían tenido nada que ver en el Holocausto. Fueron simples víctimas de la barbarie nazi que incluso habían ayudado a los judíos, la mayor parte de ellos exterminados en lo que hoy es territorio polaco.
La Solución Final se llevó a cabo básicamente en Polonia. Himmler y sus SS la convirtieron en su matadero privado. Seis de los siete campos de exterminio nazis (Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Majdanek, Sobibor, Belzec y Chelmno) estaban en Polonia. Por eso muchos hablan de los “campos polacos”. No tanto porque fuesen administrados por polacos como por el hecho de que se levantaron en Polonia. Bien, decir “campos de exterminio polacos” también está prohibido en Polonia desde hace una semana.
Pero aunque lo hayan prohibido, que los campos están en Polonia es un hecho histórico que no admite el menor matiz. Las ruinas de Auschwitz están ahí para quien quiera ir a verlas, junto a la ciudad polaca de Oświęcim a sólo 60 kilómetros de Cracovia. El debate, por lo tanto, se desplaza a la colaboración que los polacos de la época prestaron a quienes construyeron y operaron esos campos de la muerte. Resumiendo, ¿hubo polacos colaborando con el enemigo? o, mentando la palabra maldita, ¿participaron los polacos del Holocausto?
Si, los hubo. No fueron muchos eso sí. El colaboracionismo en Polonia fue menor que en Francia, en Holanda y, no digamos ya, que en Noruega, pero existió. Tampoco es extraño que así fuese. Los nazis veían a los polacos como un pueblo étnicamente inferior. Tras la derrota los trataron con gran crueldad. Para el pueblo polaco el führer reservaba, como para el resto de naciones eslavas, un papel de meros vasallos al servicio de los nuevos amos germánicos.
Las órdenes eran tajantes. Los polacos, como posteriormente los rusos o los ucranianos, estaban ahí para servir. Eso implicaba, por ejemplo, que las generaciones más jóvenes tendrían un acceso limitado a la educación. Con las primeras letras bastaría. No les haría falta más. Los jerarcas nazis no ocultaban su plan maestro, lo dejaron por escrito y actuaron en consecuencia. Desplazaron población polaca arrebatándole sus casas y ejecutaron a miles de intelectuales, sacerdotes, profesores y líderes comunitarios. Hasta un millón y medio de polacos no judíos fueron deportados a campos de trabajo durante la guerra.
Todo esto es cierto, pero también lo es que cuando la maquinaria asesina de los nazis se puso en marcha lo hizo sobre estructuras polacas preexistentes como la policía o los ferrocarriles. También se dieron casos de polacos que participaron en la denuncia y persecución de los judíos locales. Esos pogromos están perfectamente documentados.
Aquello se hizo sobre un sentimiento antijudío que ya existía en la Polonia de antes de la guerra. Las autoridades polacas habían tratado de excluir a los judíos de ciertos ámbitos de la vida pública y bullían los movimientos antisemitas. En esto Polonia no era una excepción, la judeofobia era algo muy común en el este de Europa.
Esta es la parte de la historia que no gusta al Gobierno polaco actual. Es natural que así sea. Que fuesen policías polacos los que custodiaban los guetos, que fuese personal polaco el que embarcase a los judíos en los trenes, o que se produjesen matanzas como la de Jedwabne, en la que 340 judíos polacos fueron asesinados a manos de sus vecinos católicos, no gusta a nadie. Pero es lo que sucedió y contra eso poco se puede hacer. La historia, en definitiva, no está ahí para que nos guste, para que nos regodeemos mirándonos en ella, está para que extraigamos valiosas enseñanzas.
Estos nos conduce directos al quid de la cuestión. ¿Se puede reinventar la historia mediante leyes? No. No puede hacerse. Puede, eso sí, crearse un clima opresivo de verdad oficial como la que fraguaron los comunistas hasta 1990, pero la historia una vez desvelada no se puede ocultar, menos aún en el mundo en el que vivimos. Todo tras coacciones crecientes que liquidan libertades fundamentales como la de expresión o la de prensa. Se da así la paradoja de que, tratando de borrar un mal recuerdo, se crea otro peor.
Ni la verdad ni la mentira histórica pueden imponerse por ley. Cuando se intenta hacer, por muy bien intencionada que sea esa ley, brotan los monstruos. La ley está concebida para ampararnos de las agresiones presentes de terceros, no para protegernos de lo que hicieron nuestros antepasados. Las llamadas “leyes de memoria” sólo sirven para perpetrar atropellos y secar el debate manu militari castigando a los discrepantes. Pero, a cambio, son muy útiles a los que mandan, que con ellas se atornillan al poder justificando su propia existencia. Por eso todas las dictaduras las hacen. Por eso las seguirán haciendo.
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