Juan Rallo analiza la cuestión del adoctrinamiento político por medio de la educación, a raíz de la polémica entre gobierno central y autonómico sobre la lengua vehicular, exponiendo las razones del uso de la educación para objetivos políticos propios, la mala solución que se plantea hoy y cuáles serían las soluciones ideales.
Artículo de El Confidencial:
Una profesora, en un colegio público de El Masnou, Barcelona. (Reuters)
La educación pública puede ser analizada como un instrumento tanto para la transmisión de conocimiento cuanto para la manipulación y el adoctrinamiento por parte del poder político. Ni siquiera los más fanatizados defensores del control estatal de la enseñanza podrán negar que el riesgo de politización se halla siempre presente y que, de hecho, en demasiadas ocasiones predomina sobre la estricta instrucción del alumnado. No es de extrañar: el apoyo popular a un determinado proyecto ideológico depende en buena medida de los valores que abracen los votantes, de modo que la inmensa mayoría de gobernantes estarán deseosos de aprovecharse de la educación pública para inculcar a los estudiantes aquellos valores que se alineen con su propio proyecto ideológico.
Uno de esos valores-yugo que típicamente tratan de inyectar los políticos entre el alumnado forzosamente escolarizado es el de la identidad nacional o, más en concreto, el de la lealtad hacia aquel grupo más étnicamente cercano. Una vez logramos trazar una línea divisoria entre 'nosotros' y 'ellos' según parámetros que deberían resultarnos moralmente irrelevantes (en este caso, el trasfondo cultural; en otros, la religión, la orientación sexual, el 'género', la raza, etc.), el político que consigue erigirse en representante del 'nosotros' cosechará un plus de votos y de apoyos tan solo por el mero hecho de ser miembro de ese grupo: a la postre, si lo que prima es la lealtad hacia la tribu, también prima en definitiva la lealtad hacia el representante de esa tribu.
¿Cómo construyen nuestros políticos el sentimiento de 'identidad nacional' desde la educación pública? Pues desarrollando la narrativa de una historia unificada y trascendente (compartimos ancestros), de un arte propio y diferenciado del resto (compartimos cultura), de fronteras nacionales (compartimos territorio) y, también, de una lengua común (compartimos lenguaje). Justamente porque la lengua es un instrumento tan poderoso para crear identidades y, por tanto, para generar lealtades, termina convirtiéndose en un arma arrojadiza entre las distintas formaciones políticas. Y, a este último respecto, la más reciente polémica ha sido avivada por los presuntos planes del Gobierno central por abrir una pequeña brecha dentro del modelo de inmersión lingüística de la escuela pública catalana: esto es, por permitir alguna salida a aquellos padres que no quieran emplear el catalán como lengua vehicular para la escolarización de sus hijos.
El nacionalismo catalán ha cargado inmediatamente contra la injerencia del Estado español en su modelo educativo: alegan que la inmersión ha sido uno de los pilares de la enseñanza catalana durante las últimas décadas y que limitarla constituye una limitación abierta de la autonomía competencial de la Generalitat. Y, ciertamente, así es. Ahora bien, olvida mencionar el nacionalismo catalán que la inmersión lingüística también constituye una injerencia estatal en la autonomía de otros sujetos mucho más relevantes que la Generalitat: a saber, los tutores de cada menor escolarizado en Cataluña. Desde una perspectiva descentralizadora —e incluso secesionista—, la intervención del Gobierno español sobre la educación catalana es inapropiada y criticable: pero, por las mismas razones, la intervención de la Generalitat sobre la educación de cada ciudadano catalán es tanto más inapropiada y criticable.
La elección de la lengua vehicular en la instrucción de los menores no debería realizarla ningún político con vocación de arquitecto nacional: el objetivo de un sistema educativo no puede ser catalanizar o españolizar a un colectivo de ciudadanos; es decir, no puede ser adoctrinar en unas determinadas directrices comunitaristas al conjunto de la población. A este respecto, de nada sirve alegar que la inmersión lingüística en una determinada lengua favorece la cohesión social entre todos los usuarios de esa lengua: aunque así sucediera, la implicación lógica de este argumento sería que la inmersión en una determinada lengua reduce la cohesión con los usuarios de otras lenguas, y desde luego no han de ser los políticos quienes determinen las filiaciones sociales de cada persona.
Por ejemplo, ¿por qué un ciudadano que se escolarice en la escuela pública catalana ha de ser políticamente inducido a cohesionarse social y culturalmente con los catalanohablantes y no con los castellanohablantes o los hindiparlantes? En sociedades cada vez más globalizadas y diversas, no puede adscribirse coactivamente a un grupo arbitrario de personas a una identidad nacional idealizada. Corresponde a los padres, y no a los políticos, escoger la lengua vehicular de sus hijos: lo que corresponde a los políticos es simplemente respetar las decisiones de los padres.
Ahora bien, ¿cómo implementar este principio moral en la educación pública, esto es, en una educación pagada con el dinero de todos los contribuyentes? ¿Acaso basta con que un ciudadano reclame utilizar el suajili como lengua vehicular para que las distintas administraciones se vean obligadas a proporcionárselo? No, desde luego que no. Primero, la solución óptima sería —desde luego— privatizar y liberalizar la educación, de tal manera que cada cual pudiera escoger aquella escuela que, por diversas de razones (entre ellas, la lengua vehicular), mejor se adapte a las necesidades del menor. Segundo, en ausencia de esta solución óptima, la segunda mejor alternativa sería liberalizar la educación y organizar su demanda a través de un sistema de cheques escolares, de tal modo que los tutores de un menor puedan escoger aquel centro de enseñanza que juzguen más apropiado —pagándolo a través del subsidio recibido de parte del conjunto de los contribuyentes—.
Y tercero, a falta de cheque escolar y en caso de mantener 'grosso modo' el actual modelo de educación pública, deberíamos, por un lado, aumentar la capacidad de los padres para escoger escuela y, por otro, incrementar la autonomía de cada centro para diferenciarse del resto en asuntos como la lengua vehicular. De este modo, cada escuela podría especializarse en ofrecer solo enseñanza en catalán, solo enseñanza en castellano, enseñanza mixta en ambas lenguas o, incluso, enseñanza vehicular en cualquier otro idioma, siendo cada padre el encargado de escoger para su hijo entre las distintas opciones disponibles.
En definitiva, la inmersión lingüística forzosa constituye un ataque frontal a la libertad educativa de las personas: pero la respuesta a ese ataque no puede pasar por recentralizar la planificación de la educación hasta el Gobierno central, sino por descentralizarla hacia cada ciudadano. Sumerjámonos en libertad lingüística.
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