George Pickering analiza el decayente y desastroso sistema de salud público británico, algunos mitos sobre el sistema, y su solución.
Artículo del Instituto Mises:
“Pacientes muriendo en los pasillos de los hospitales”. Ese era el titular que aparecía en el sitio web de la BBC la pasada semana, detallando las últimas atrocidades que han aparecido en el sistema sanitario público británico acosado por la crisis. La revelación más reciente se produjo como consecuencia de una carta abierta enviada a la primera ministra por 68 doctores jefes, ofreciendo detalles de las condiciones inhumanas que se han convertido en comunes en los hospitales del National Health Service.
La carta, que recoge estadísticas de hospitales del NHS en Inglaterra y Gales, indica que solo en diciembre a más de 300.000 pacientes se les hizo esperar en centros de urgencias durante más de cuatro horas antes de verlos, con miles más sufriendo largas esperas en ambulancias antes incluso de que se les permitiera acceder al centro de emergencia. La carta señala además que se ha convertido en “rutinario” dejar a los pacientes en camillas en pasillos hasta 12 horas antes de que se les proporcionen camas apropiadas, acabando muchos de ellos en espacios provisionales preparados apresuradamente en pequeños espacios. Además de todo esto, se revela que unos 120 pacientes diarios son atendidos en pasillos y zonas de espera, sufriendo muchos tratamientos humillantes en las áreas públicas de los hospitales e incluso algunos muriendo prematuramente como consecuencia de ello. Una paciente decía que, habiendo acudido al centro de urgencias con un problema ginecológico que le había dejado un fuerte dolor y hemorragia, la falta de salas de tratamiento llevó al personal del hospital a examinarla en un pasillo atestado, completamente a la vista de otros pacientes.
Aunque resulta tentador creer que estos casos extremos deben ser algo raro, el hecho es que esas historias de horror se han ido convirtiendo cada vez más en la norma para un sistema sanitario socializado que parece estar en un estado permanente de crisis. De hecho, al empezar la primera semana de 2018, más del 98% de sus consorcios en Inglaterra estaban reportando niveles de saturación tan graves como para ser “nocivos”.
Casi tan predecible como la aparición constante de nuevas historias de este tipo es el igualmente inquebrantable rechazo de los comentaristas británicos a considerar que podría culparse a la estructura de monopolio gestionado por el estado del propio sistema. Muchos, incluyendo la propia primera ministra, han señalado el repunte de enfermedades estacionales como la gripe en esta época del año, para desviar la atención de los defectos más esenciales del sistema. Sin embargo, recientemente funcionarios de Public Health England llegaron a rechazar abiertamente que esto sea una causa importante de la actual crisis sanitaria, aclarando que los niveles actuales de admisiones hospitalarias debidas a la gripe “indudablemente tienen precedentes”. También se ha culpado al envejecimiento de la población y el fracaso de los municipios a la hora de proporcionar más atención hospitalaria.
Con mucho, el remedio más comúnmente sugerido es sin embargo simplemente inyectar más dinero del contribuyente en este sistema fracasado. En realidad, la creencia de que la perpetua crisis sanitaria británica es únicamente de recortes financieros por miserables políticos conservadores está tan extendida que casi nadie nunca se discute, y menos por los expertos dentro del propio sistema, muchos de los cuales buscan beneficiarse de una mayor financiación.
Sin embargo, la caricatura popular del NHS sufriendo una infrafinanciación crónica es sencillamente un mito. De hecho, incluso cuando se ajusta a la inflación, está claro que la financiación pública del NHS ha estado aumentando a un ritmo extraordinario desde el principio del milenio, mucho más rápidamente que durante los años tempranos a los que sus defensores miran con tanto cariño.
De hecho, bajo el gobierno conservador de 2015-16, casi el 30% del presupuesto de los servicios públicos británicos se gastó en su monopolio del sistema sanitario, comparado con aproximadamente un 11% en la primera década del NHS.
Algo que se suele oír a los defensores del sistema actual es que los conservadores han dejado que el gasto sanitario se desplome hasta niveles históricamente mínimos; lo único que haría falta para devolver al NHS a los niveles de éxito de los que supuestamente disfrutaba previamente sería aumentar su financiación hasta el nivel del que disfrutaba previamente, o eso dicen. Sin embargo, para creerse eso habría que hacer dos interpretaciones erróneas distintas de las estadísticas, ambas tan básicas que resultarían lamentables incluso para los peores alumnos de matemáticas del instituto: en primer lugar, no es la cantidad absoluta de gasto en el NHS lo que ha caído bajo los gobiernos conservadores de 2010-18, sino solo el ritmo al que continúa creciendo el gasto, incluso si se ajusta a la inflación. Segundo, la única razón por la que parece haber caído el ritmo de aumento es por desproporcionadamente alto que había sido bajo los infames gobiernos derrochadores laboristas de 1997-2010.
El NHS no solo no tiene una baja financiación, sino que sufre de una eficacia lamentablemente baja en términos de atención sanitaria por libra comparado con otros países desarrollados similares. Esto sugiere que no importa cuánto se aumente la financiación, la disposición actual es propensa a desperdiciar crónicamente ese dinero.
Para superar estos problemas, se necesitan desesperadamente reformas en la naturaleza esencial del propio sistema para aumentar la libertad económica de los proveedores de atención sanitaria en Reino Unido, así como la libertad de elección de los consumidores. En resumen, mientras la atención sanitaria británica se organice como un monopolio estatal financiado por el contribuyente continuará fracasando, igual que fracasaron otros monopolios nacionalizados de la década de 1970. Sin embargo, llegar a un punto en el que el público británico incluso considere reformas de ese tipo requeriría romper un tabú que ha definido los últimos 70 años de política británica.
El artículo original se encuentra aquí.
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