J. Benegas y JM Blanco analizan la situación del sistema de pensiones y cómo y por qué hemos llegado a este punto (cuando ya se sabía desde hace décadas), así como el único camino posible a tomar, especialmente por el bien de los actuales jóvenes y no tan jóvenes.
Artículo de Disidentia:
De repente, para sorpresa de muchos, miles de jubilados han salido a las calles de distintas ciudades españolas a protestar. Movilizados por lo que se ha dado en llamar Coordinadora Estatal en Defensa del Sistema Público de Pensiones, reclaman “pensiones dignas”; es decir, un incremento de las pensiones acorde con el ritmo de la inflación, derogando el actual índice de revalorización.
Existe la opinión de que precisamente los jubilados actuales forman parte de uno de los grupos menos perjudicados por la Gran Recesión, que la crisis golpeó con más violencia a autónomos, asalariados y desempleados, tal como reflejan los datos agregados. En cualquier caso, lo importante sería conocer qué fórmula mágica podría aplicar una Administración extraordinariamente deficitaria y endeudada para elevar sensiblemente las pensiones. Tal vez, como proponen algunos, creando un impuesto especial, a pesar de que la presión fiscal es ya muy elevada; o tal vez recolectando todo lo que la corrupción ha ido drenando de nuestros recursos.
Lamentablemente, el problema es de tal magnitud que ambas vías apenas representarían una gota de agua en el inmenso océano de recursos que requeriría el sistema actual para que las pensiones pudieran aumentar en la cuantía de dinero en la que los promotores de las protestas miden la “dignidad”.
Con todo, la indignación de estos manifestantes será liviana en comparación con la de quienes se jubilen en el plazo de 10 o 20 años. Y es que el problema se encuentra en su raíz, precisamente en el Sistema Público de Pensiones, gestionado por los gobernantes. Para comprenderlo, vale la pena volver la mirada hacia quienes hace ya algunas décadas afrontaron la inminente quiebra de su sistema de reparto. Nos referimos a Suecia.
No es que Suecia sea un país con una política especialmente racional; de hecho, en lo que se refiere a ingeniería social, los suecos son líderes mundiales en corrección política, algo que les genera enormes problemas sociales, depresiones y suicidios. Sin embargo, aunque en algunos aspectos Suecia parezca haber perdido la cordura, en otros es un modelo a seguir. Una de sus fortalezas es la especial capacidad de sus clases dirigentes para identificar y prever los riesgos para la estabilidad del sistema y su diligencia para atajarlos con suficiente antelación.
Incluso para los delirantes ingenieros sociales suecos, existe una regla inviolable: con las cosas de comer no se juega. Después de todo, para poder complicar la vida a la gente con una creciente ingeniería social y con la incordiante monserga de la corrección política, hacen falta también recursos crecientes. Desgraciadamente, nuestros ingenieros sociales tienen la fea costumbre de copiar… solo lo pésimo.
Suecia: agarrar el toro por los cuernos… cuando aún queda tiempo
La reforma del sistema de pensiones sueco de los años 90 es un buen ejemplo de política racional, valiente y decidida, aunque el camino no fuera sencillo. La tasa de natalidad en Suecia alcanzaba un mínimo histórico en los años 80 mientras la esperanza de vida seguía incrementándose. El peligro para el sistema de pensiones se presentaría, por tanto, unos 40 años más tarde: pero era necesario atajarlo rápidamente. Aun así, hubo que esperar a 1991, en el marco de una profunda crisis económica y financiera, para que la reforma tomara impulso de la mano de un gobierno de centro-derecha. El consenso no fue total pero, al final, la alianza de conservadores, liberales, democristianos y socialdemócratas proporcionó la mayoría suficiente para cambiar el sistema.
El nuevo modelo de pensiones constaba de dos partes, una de reparto, como antaño, y otra de capitalización: parte de la cotización iría a cuentas individuales de cada trabajador, que decidiría el fondo donde depositar sus ahorros. El sistema incluyó mecanismos para garantizar la estabilidad a largo plazo entre ingresos y gastos. En las etapas de superávit, los ingresos extra no se gastarían: se ahorraría y los fondos serían invertidos para compensar futuras etapas de déficit.
La reforma sueca cambió el paradigma y mostró el camino para aquellos países que, inmersos en una curva demográfica negativa, necesitaban cambiar urgentemente sus sistemas. Y señaló una importante advertencia: las reformas deben llevarse a cabo mucho antes de que el problema se manifieste.
En los sistemas de pensiones de reparto cada generación mantiene a la anterior; por eso tienen un flanco muy vulnerable: su sostenibilidad depende de la proporción entre trabajadores y pensionistas. Una caída de la natalidad o un incremento en la esperanza de vida, sin cambiar la edad de jubilación, puede llevar al sistema al borde de la quiebra. Por esta razón, su gestión debe realizarse con una perspectiva de muy largo plazo, a unos 35 o 40 años vista. Naturalmente, esto entra en flagrante contradicción con la gestión política convencional, centrada en el corto plazo, en la maximización de la popularidad y el oportunismo electoral.
El caso español: el que venga detrás… que arree
La historia de la reforma de las pensiones en España fue muy distinta. Tras un periodo de elevada natalidad, los nacimientos comenzaron a caer abruptamente a partir de 1975. Poco después, entre 1985 y 1990, se comprobó que el hundimiento de la natalidad y el consiguiente envejecimiento de la población, no eran fenómenos pasajeros sino permanentes. Es decir, se sabía entonces que, sin tomar las medidas adecuadas, el sistema de pensiones entraría en un desfase colosal hacia 2025.
La bomba era devastadora pero una mecha tan larga, 35 años, proporcionaba un margen de maniobra suficiente para generar ahorro público extra e introducir paulatinamente elementos de capitalización.
Sin embargo, el tiempo pasó y ningún gobierno hizo nada. ¿Por qué? Es sencillo. Cuando las enormes generaciones nacidas entre 1960 y 1975 comenzaron a trabajar, la elevada recaudación supuso una tentación irresistible para los políticos: en lugar de ahorrar los cuantiosos recursos de esa etapa de bonanza, los utilizaron para favorecer a ciertos grupos, para comprar voluntades y votos. Permitieron, por ejemplo, demasiadas jubilaciones anticipadas en favor de colectivos muy influyentes. Para su miope visión, treinta y cinco años constituían una eternidad. Así pues, se aplicaron con gran entusiasmo al corto plazo, a generar déficits públicos en lugar de superávits. Y ya resolvería el problema quien viniera detrás.
Se nos acabó el tiempo
Fue la Unión Europea, en el marco de una prima de riesgo disparada, quien advirtió en 2012 que la mecha de la bomba era ya alarmantemente corta. Entonces, y sólo entonces, se alumbró la reforma de las pensiones de 2013, que entrará en vigor en 2019. Un apaño, más que reforma, con enorme autobombo para políticos y ciertos expertos, cuya filosofía consiste básicamente en que el importe de las pensiones no sólo se reducirá con el aumento de la esperanza de vida; también se adaptará al ciclo demográfico: a más pensionistas, menos pensión. Así, se prevé que los nacidos entre 1960 y 1980 percibirán ingresos inferiores en un 40% a lo que les habría correspondido antes de la reforma.
El engaño, pregonado durante décadas, de que las pensiones consistirían siempre en una prestación definida, condujo a muchas personas a ahorrar insuficientemente para su jubilación. Dentro de dos décadas, los jubilados españoles que no dispongan de ahorros alcanzarán un nivel de vida más bien modesto. Ya no serán esa proverbial salvaguardia de las familias en las grandes recesiones, como sucedió en la pasada crisis, sino una carga adicional.
Sólo queda una salida: el ahorro privado. Pero hoy no resulta tan fácil por el elevado desempleo, la caída de los salarios, la precariedad laboral y la creciente presión fiscal. Es el precio que toca pagar por haber dilapidado 30 años.
Las pensiones: un problema político, no económico
Pero el problema fundamental del sistema pensiones de reparto es que, por su inmersión en el proceso político, resulta fácilmente capturado por grupos de presión que intentan conseguir ventajas y privilegios a costa del resto de cotizantes. Y también su control por parte de los políticos que, en demasiados países, lo convierte en una pieza del sistema clientelar, en moneda para comprar votos a través de promesas de mejora de pensiones.
Debido a los problemas que genera este sistema, algunos países pusieron en marcha sistema de capitalización en cuentas individuales, un modelo que ofrece ciertas mejoras económicas. Pero su principal ventaja es política: las pensiones quedan fuera del control de los gobernantes y de los grupos de presión.
Es cierto que la transición de un sistema de reparto a otro de capitalización es costosa y debe llevarse a cabo en una etapa de prosperidad económica, bajo endeudamiento y, sobre todo, en un entorno de contención del gasto público favorecedor del superávit. Pero es fundamental manifestar la voluntad política de acometer esta reforma comenzando, tal como hicieron en Suecia hace 25 años, con un sistema mixto que incluya reparto y capitalización individual.
Lo que debe impedirse a toda costa que las pensiones sean un arma política para convertir a millones de jubilados en votantes cautivos o una trampa legal para el cotizante actual. Pero este es otro de los tabúes que constriñen el debate a un conjunto de creencias inviolables, de puras consignas. O de falsedades tales como que sólo el Sistema Público puede garantizar siempre jubilaciones dignas. A la vista está que no es así. Y ahora toca buscarse la vida.
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