viernes, 20 de abril de 2018

Si Podemos lucha por el pueblo, ¿por qué se matan entre ellos?

Juan R. Rallo analiza las luchas de poder interna en Podemos, que está lejos de casar con su narrativa simplista de buenos y malos.  

Artículo de El Confidencial: 
Foto: El líder de Podemos, Pablo Iglesias, en rueda de prensa junto a Íñigo Errejón y Ramón Espinar. (EFE) El líder de Podemos, Pablo Iglesias, en rueda de prensa junto a Íñigo Errejón y Ramón Espinar. (EFE)
Podemos irrumpió en la política española con un mensaje populista muy claro y contundente: si cada vez más gente vive peor en España es porque el país ha sido tomado por una “casta” extractiva que se enriquece a costa de empobrecer a “la gente”. Las dificultades sociales, económicas y políticas no se debían a ninguna fatalidad insuperable, como pudiera ser la más brutal crisis económica de las últimas décadas, sino a la falta de voluntad política para solventar los problemas del conjunto de la ciudadanía a costa de recortar los privilegios parasitarios de la oligarquía dominante. De ahí el “si queremos, podemos”: nuestras cadenas eran autoimpuestas por la falta de voluntad política para desembarazarnos de ellas.
La narrativa dividía a la sociedad entre un pueblo maltratado y una élite maltratadora, dentro de la que Podemos emergía como el representante de los intereses del pueblo y de todos los distintos colectivos que lo integraban: desahuciados, parados, trabajadores temporales, autónomos, pensionistas, mujeres, dependientes, profesores, médicos, taxistas, estudiantes, investigadores, etc. Frente a ellos, la partitocracia popular-socialista únicamente estaba preocupada por salvaguardar los intereses de las clases dominantes: los ricos, el Ibex 35, los mercados, la Troika, los inversores internacionales, la banca, las eléctricas, EEUU, los empresarios, las multinacionales extranjeras, etc.
Si la historia fuera tan simple, si los protagonistas y los antagonistas estuvieran tan claramente determinados, nos hallaríamos ante una mera batalla entre el bien y el mal dentro de la que los afiliados y dirigentes de Podemos cooperarían todos a una para luchar y derrocar a los malos: asaltar los cielos mediante un ejército leal, coordinado y engrasado. Ahora bien, prácticamente desde sus orígenes, Podemos ha estado caracterizado por divisiones internas entre corrientes muy marcadas y por feroces luchas intestinas entre ellas: en Vistalegre-I, el pablismo se enfrentó al anticapitalismo; más adelante, Monedero fue apartado de la dirección por presiones del errejonismo; después, el pablismo purgó al errejonista secretario general Sergio Pascual para retomar el control de la organización; ulteriormente, el pablismo se alió con el anticapitalismo para liquidar al errejonismo en Vistalegre-II, así como a una posible tercera vía representada por Carolina Bescansa y Nacho Álvarez; y, en la actualidad, los reductos del errejonismo concentrados en Madrid han conspirado junto con Bescansa para dar un golpe interno en Podemos y derrocar al pablismo, el cual finalmente se ha defendido forzando una lista unitaria que ponga fin, de momento, a las luchas de poder.
El relato podemita no casa con la vida interna del partido: si los malos son los otros (la casta o la trama), ¿a qué viene tanto enfrentamiento interior? ¿Por qué no se mantienen todos coaligados y bien avenidos para hacer frente a los enemigos del pueblo? Una de dos: o Podemos ha sido infiltrado por los malos (es decir, y según la historia que se crea cada cual, o Pablo Iglesias o Íñigo Errejón o Carolina Bescana son submarinos de las oligarquías patrias para dinamitar internamente Podemos) o existen divergencias irreconciliables entre las distintas concepciones sobre qué significa defender los intereses del pueblo.
No estamos ante una disyuntiva novedosa: el socialismo real siempre se resistió a admitir que los “intereses de clase” pudieran no ser totalmente objetivos y que, por tanto, pudiera haber muy distintos intereses de clase en función de las sectarias intracoaliciones de proletarios que se fueran conformando. De ahí que la táctica habitual de los regímenes socialistas para hacer frente a las discrepancias internas (a las luchas de poder por erigirse en la vanguardia del proletariado) fuera acusar a los rivales de contrarrevolucionarios o pequeñoburgueses para, acto seguido, proceder a purgarlos.
Y, ciertamente, la política es una arena donde se entremezclan los peores instintos del ser humano: la ambición desmedida por el poder, la mentira propagandística, la envidia, la desconfianza o la deslealtad. Pero, más allá de los comportamientos psicopáticos que desde luego allí tienden a predominar, lo que estos enfrentamientos internos desde luego ponen de manifiesto es que no existe nada similar a un consenso acerca de cuál es el “interés del pueblo” entre los presuntos defensores del pueblo: al contrario, cada persona posee una visión particular de cuál es el bien común que, en mayor o menor medida, entra en contradicción con las de otros.
El simplismo maniqueísta de buenos y malos, de redentores y redimidos, de mesías y grey puede ser eficaz a la hora de movilizar a ciertas masas y obtener su apoyo electoral, pero constituye una mala e incompleta descripción de las dinámicas sociales y de los dispares intereses individuales (y grupales) que se hallan presentes dentro de cualquier comunidad. El conflicto por tomar el poder e imponer al conjunto de la población una jerarquía personalista de valores y objetivos es inevitable y no se agota una vez se haya derrocado a la casta: una vez tumbada la primera línea de enemigos, tocará eliminar a la segunda hasta llegar a las depuraciones internas. Pura ley de hierro de las oligarquías.
En suma, siempre que algunos traten de imponer a otros una visión muy exhaustiva y completa sobre lo que debe ser la sociedad se generará malestar y enfrentamiento. Frente a visiones tan plurales e irreconciliables sobre el bien común, el liberalismo siempre ha defendido el respeto mutuo como base para la coexistencia pacífica. Que dentro del bando de los “buenos” no hayan dejado de matarse en sus breves cuatro años de existencia debería ser la prueba más flagrante de que el problema a resolver no es quién gobierne, sino con qué límites se gobierna: los máximos límites posibles a la acción estatal para que sea cada individuo quien decida el rumbo de su propia vida.

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