lunes, 16 de abril de 2018

1968: el año I de nuestra Era

Jorge Vilches analiza la habilidad y estrategia seguida por la izquierda para cambiar el paradigma político, hacer una revolución sutil, retomando el utopismo y hacerse ideológicamente hegemónica (incluso de manera inconsciente por la sociedad) a través de la ingeniería social. 
Artículo de Disidentia: 
Una de las grandes habilidades de la izquierda consiste en convertir en victoria lo que fue una derrota. En eso se ha convertido Mayo del 68. El fracaso de las movilizaciones de aquel año, trufadas de utopismo burgués, se saldaron con más épica que realidad. El triunfo no se produjo en marzo, cuando apareció el Movimiento en Nanterre, ni en mayo, con los situacionistas de Daniel Cohn-Bendit, sino después. Fracasaron cuando a la manifestación de lealtad institucional del 30 de mayo, y el pacto entre Gobierno y la CGT, le siguieron las elecciones de junio en las que volvió a ganar De Gaulle.
Aquel episodio del 68, en apariencia tan infantil dio comienzo a una Era nueva, como en 1789 y 1848, en la que cambió el paradigma de la política, y con él el ethos y el Zeitgeist; esto es, el contenido de la vida pública, la tradición, la costumbre y el espíritu. El papel de los sexos cambió, así como el de las organizaciones nacionales e internacionales, el sentido de la educación y de la cultura, y la visión del hombre y su mundo. Tras el aparente fracaso, Marcuse, el guía de la rebelión en norteamérica publicó Contrarrevolución y rebeldía, en 1972. La idea era clara: sembrar.
Mientras los liberalesconservadores y democristianos armaban sus argumentos contra el comunismo soviético y el chino, la generación del 68 ponía en marcha una revolución mucho más sutil para cambiar el Hombre y la Sociedad. Nada de Guerra Fría ni de sólidas jerarquías de Partido Comunista, y menos esos sindicatos “amarillos” que acaban pactando reformas. Aquellos izquierdistas retomaron el utopismo socialista del XIX, inventaron a un joven Marx, tradujeron a Mao y filtraron a Trotsky. Construyeron una Internacional Situacionista entre intelectuales y periodistas, fundada en convertir cada situación en una batalla política, y crear un nuevo lenguaje. Tomaron de Gramsci la hegemonía cultural para ir ganando las generaciones, como señalaba el austromarxista Max Adler, y lo pasaron por la Revolución Cultural de Mao.
Era toda una teoría social y del poder, un entendimiento del mundo y de los mecanismos para asumir el gobierno, no necesariamente en esta generación, como indicaba Marcuse.
Y lo consiguieron. El pilar de la sociedad capitalista, entendida por esa Nueva Izquierda como alienante y cosificadora, sujeta al consumismo y la apariencia, a la “sociedad del espectáculo” como escribió Guy Debord en 1967, era la familia. Precisamente la burguesía del XIX había construido la propiedad, la libertad y la intimidad en torno a la unidad familiar, pero también los géneros, el concepto de trabajo y la educación -que no la instrucción-. Esto había determinado los derechos individuales y, por ende, la política. El éxito del modelo estaba en el deseo individual por la toma de conciencia y la espontaneidad. La única manera de contrarrestarlo era cambiar el deseo a través de las emociones y generar una nueva conciencia.
1968: el año I de nuestra Era
Lo primero fue el papel de la sexualidad, la “liberación de la mujer” a través de unas relaciones sin ataduras, simplemente por placer o amor, y la extensión de la píldora anticonceptiva. La defensa de un género distinto para la mujer, así, como sujeto colectivo uniforme, fue decisiva. Sobre ella descansaba la familia, el matrimonio, el hogar, la maternidad, la educación, la reproducción de los roles y valores, incluidos los religiosos. Esto transformaba también otros ámbitos: el laboral, el político, el cultural y el educativo. Cuatro campos con enorme visibilidad social. La modernidad y el progreso; es decir, el apartamiento de lo viejo y arcaizante, de lo molesto, se identificó con esa “liberación” y con todas sus consecuencias. El capitalismo, decía la Nueva Izquierda, era machista y, por tanto, represor, frente a la nueva utopía, el nuevo mundo posible, en el que las personas serían iguales. Su crítica al comunismo soviético les libraba de incómodas comparaciones. Era el Eros y revolución de Marcuse, en el que combinaba el marxismo con Freud.
El feminismo se convirtió así en uno de los pilares revolucionarios de la nueva Era. La lucha de clases se fue sustituyendo poco a poco por la lucha de géneros según las organizaciones izquierdistas fueron asumiendo la “buena nueva”. Convirtieron la defensa de los derechos de la mujer en algo exclusivo de la izquierda porque la igualdad pasaba por la eliminación o disolución del capitalismo.
1968: el año I de nuestra Era
Otro tanto ocurrió con el ecologismo, en un culto a la naturaleza de honda raíz nacionalsocialista-. Se presentó como una forma de combatir las consecuencias del desarrollo tecnológico y capitalista. A menor implantación de las nuevas técnicas de explotación y mayor conservación de las formas tradicionales, más felicidad y “conciencia de planeta”. Esto se hizo acompañar del tercermundismo, con su buena dosis de violencia, tal y como defendieron intelectuales reverenciados por la izquierda como Sartre, Beauvoir, Toni Negri o Althusser. Occidente era culpable de la pobreza en todo el mundo, de las guerras imperialistas y de las de independencia. Nació así el movimiento antiglobalización y el altermundismo que explotó en Porto Alegre en 2001.
El comienzo del siglo XXI mostraba así que la siembra había dado su fruto porque los objetivos del 68 fueron asumidos de forma inconsciente y luego interesada por las dos generaciones posteriores. Marcados el deseo y la felicidad en torno al igualitarismo, el feminismo, el ecologismo y el altermundismo, el coste está siendo evidente: las libertades se han ido reduciendo en aras a la ingeniería social del “otro mundo es posible”. 1968 fue así el Año I de la nueva Era. “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, decían los sesentayochistas. En eso estamos.

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