Murray N. Rothbard analiza la cuestión del capitalismo y su término, dada su impresión actual, diferenciando ampliamente entre capitalismo de libre mercado y el actual y vigente capitalismo de Estado, generador de los muchos problemas actuales, y que se tratan de corregir en la dirección equivocada.
Artículo de Mises.org:
[Este artículo se escribió originalmente en Outside Looking In: Critiques of American Policies and Institutions, Left and Right, Nueva York: Harper and Row, 1972, pp. 60-74. Reimpreso en The Logic of Action Two: Applications and Criticism from the Austrian School. Glos, UK: Edward Elgar publishing Ltd., 1997, pp. 185-199.]
Desde el mismo principio tenemos graves problemas con el término «capitalismo». Cuando nos damos cuenta de que la palabra la acuñó su más famoso enemigo, Karl Marx, no resulta sorprendente que un analista neutral o pro-»capitalista» pueda encontrar impreciso el término. Pues capitalismo tiende a ser un cajón de sastre, un concepto baúl que los marxistas aplican prácticamente a cualquier sociedad del globo, con la excepción de unos pocos posibles países «feudalistas» y las naciones comunistas (aunque, por supuesto, los chinos consideran a Yugoslavia y Rusia como «capitalistas», mientras que muchos trotskistas incluirían también a China). Los marxistas, por ejemplo, consideran a la India un país «capitalista», pero la India atormentada por una red vasta y monstruosa de restricciones, castas, regulaciones estatales y privilegios monopolísticos está tan lejos del libre mercado como pueda imaginarse.1
Si vamos a mantener el término «capitalismo», debemos distinguir entre «capitalismo de libre mercado» por un lado y «capitalismo de Estado» por otro. Los dos son tan diferentes como la noche y el día en su naturaleza y consecuencias. El capitalismo de libre mercado es una red de intercambios libres y voluntarios en la que los productores trabajan, fabrican e intercambian sus productos por los productos de otros a través de precios voluntariamente acordados. El capitalismo de Estado consiste en uno o más grupos haciendo uso del aparato coercitivo del gobierno (el Estado) para acumular capital para sí mismos expropiando la producción de otros mediante la fuerza y la violencia.2
A través de la historia, los Estados han existido como instrumentos para la depredación y explotación organizadas. No importa demasiado qué grupo de gente controle el Estado en un momento dado, sean déspotas orientales, reyes, terratenientes, comerciantes privilegiados, oficiales del ejército o partidos comunistas. El resultado es siempre y en todo lugar la privación coactiva de la masa de los productores (durante muchos siglos, naturalmente, los campesinos) por una clase dirigente de gobernantes dominantes y su burocracia profesional contratada. Generalmente el Estado tiene su origen en el simple bandidaje y la conquista, después de la cual los conquistadores establecen a la población sometida un tributo permanente, exacto y continuo en forma de «impuestos» y a parcelar la tierra de los campesinos en grandes parcelas para los guerreros conquistadores, que luego proceden a cobrar sus «rentas». Un paradigma moderno es la conquista española de Latinoamérica, cuando la conquista militar del campesinado indio nativo llevó a la parcelación de las tierras indias para entregarlas a las familias españolas y el establecimiento de los españoles como la clase dirigente permanente sobre el campesinado nativo.
Para hacer su gobierno permanente, los dirigentes del Estado necesitan inducir a las masas sometidas a aceptar al menos la legitimidad de su gobierno. Para este fin, el Estado siempre ha tenido un cuerpo de intelectuales para hacer apología de la inteligencia y necesidad del sistema existente. La apología varía con los siglos, a veces es el clero utilizando misterios y rituales para decir a los súbditos que el rey es divino y debe ser obedecido, a veces son los progresistas keynesianos utilizando su propia forma de misterio para decir al público que el gasto gubernamental, aunque parezca improductivo ayuda a todos aumentando el PIB y potenciando el «multiplicador» keynesiano. Pero en todas partes el propósito es el mismo: justificar el sistema existente de regulación y explotación de la población sometida, y en todas partes los medios son los mismos: los dirigentes estatales compartiendo su poder y una porción del botín con sus intelectuales. En el siglo XIX los intelectuales, los «socialistas monárquicos» de la Universidad de Berlín, declaraban orgullosamente que su tarea principal era servir como «guardaespaldas intelectuales de la Casa de los Hohenzollern». Siempre ha sido esta la función de los intelectuales de corte, pasados y presentes, servir como guardaespaldas intelectuales de su clase particular de dirigentes.
«En un sentido profundo, el libre mercado es el método y la sociedad «natural» para el hombre: Puede aparecer y de hecho aparece «naturalmente» sin un sistema intelectual elaborado para explicarlo y defenderlo».
El campesino sin formación sabe por sí solo la diferencia entre trabajo duro y producción por un lado, y depredación y expropiación por otro. Así que si no se le molesta, tiende a crecer una sociedad de agricultura y comercio donde cada hombre trabaja en la tarea para la que está mejor dotado en las condiciones de su tiempo y luego intercambia su producto con el de otros. Los campesinos cultivan trigo y los intercambian por la sal de otros productores o los zapatos del artesano local. Si aparecen disputas sobre propiedad o contratos, el campesino y los villanos llevan su problema a los hombres más respetables de la zona, a veces los viejos de la tribu, para resolver su disputa.
Hay numerosos ejemplos históricos del crecimiento y desarrollo de esta sociedad de puro libre mercado. Podemos ahora mencionar dos. Uno es la feria de Champaña, que por cientos de años en la Edad Media fue el principal centro de comercio internacional en Europa. A la vista de la importancia de las ferias, los reyes y barones las dejaban tranquilas, sin impuestos ni regulaciones y las disputas que aparecían en las ferias las resolvían en alguna de las muchas cortes voluntarias en competencia, mantenidas por la iglesia, los nobles o los propios mercaderes. Un caso más radical y menos conocido es la Irlanda celta, que durante un milenio mantuvo una floreciente sociedad de libre mercado sin Estado. Irlanda acabó siendo conquistada por el Estado Inglés en el siglo XVII, pero la falta de Estado en Irlanda, la falta de un canal gubernamental para transmitir y hacer cumplir las órdenes y dictados de los conquistadores demoró la conquista por siglos.
Las colonias americanas tuvieron la suerte de tener una especie de pensamiento individualista libertario que se las arregló para reemplazar al autoritarismo calvinista, una rama del pensamiento heredada de los radicales libertarios y antiestatistas de la Revolución Inglesa del siglo XVII. Estas ideas fueron capaces de reafirmarse mejor en los Estados Unidos que en su país natal debido al hecho de que la colonias americanas estaban en buena medida libres del monopolio feudal de la tierra que había en Gran Bretaña.3 Pero además de esta ideología, la ausencia de un gobierno central efectivo en muchas de las colonias permitió la aparición en una sociedad de libre mercado «natural» e inconsciente, desprovista de cualquier gobierno político. Esto fue particularmente cierto en tres colonias. Una fue Albemarle, en lo que posteriormente fue el nordeste de Carolina del Norte, donde no existió gobierno durante décadas hasta que la Corona Inglesa hizo el enorme otorgamiento de tierras de Carolina en 1663. Otro ejemplo, más prominente es el de Rhode Island, originariamente una serie de asentamientos anarquistas fundados por refugiados de la autocracia de la Bahía de Massachusetts. Por fin, una serie peculiar de circunstancias trajeron un anarquismo individualista efectivo a Pennsylvania durante unos diez años en los 1680-1690.4
Mientras que la sociedad libre y de laissez-faire aparece inconscientemente donde se da al pueblo rienda suelta para ejercitar sus energías creativas, el estatismo ha sido el principio dominante a lo largo de la historia. Donde ya existe el despotismo del Estado, la libertad sólo puede aparecer por un movimiento ideológico consciente que lleve a cabo una lucha prolongada contra el estatismo y revele a las masas el grave error de su aceptación de la propaganda de las clases dirigentes. El papel de este movimiento «revolucionario» es movilizar los distintos niveles de masas oprimidas y desmitificar y deslegitimizar a sus ojos el poder del Estado.
Es una gloria para la civilización occidental que fuera en Europa Occidental, en los siglos XVII y XVIII, donde, por primera vez en la historia un movimiento a gran escala consciente, determinado y al menos parcialmente exitoso apareció para liberar a los hombres de los restrictivos grilletes del estatismo. Al estar Europa Occidental organizada en una red de coerción de restricciones feudales y gremiales y de monopolios y privilegios estatales con el rey actuando de señor supremo feudal, el movimiento de liberación apareció con el objetivo consciente de liberar las energías creativas del individuo, de crear una sociedad de hombres libres que reemplazara a la represión del viejo orden. Los Niveladores y los Commonwealth men y John Locke en Inglaterra, los philosophes y los fisiócratas en Francia, inauguraron la Revolución Moderna en pensamiento y acción que finalmente culminó en la Revoluciones Americana y Francesa a fines del siglo XVIII.
Esta Revolución fue un movimiento a favor de la libertad individual y todas sus facetas fueron esencialmente derivaciones de este axioma fundamental. En religión, el movimiento propugnaba la separación de Iglesia y Estado, en otras palabras, el fin de la tiranía teocrática y la llegada de la libertad religiosa. En asuntos exteriores, fue una revolución a favor de la paz internacional y el fin de las incesantes guerras para la conquista de Estados y gloria de la élite gobernante. Políticamente, fue un movimiento para despojar a la clase dirigente de su poder absoluto, para reducir el ámbito general del gobierno y para poner al gobierno que quedara bajo los controles de la elección democrática y las elecciones frecuentes, de forma que pudiera permitirse a los hombres trabajar, invertir, producir y comerciar donde quisieran. El famoso lema para el poder era laissez-faire: dejadnos ser, dejadnos trabajar, producir, comerciar, movernos de una jurisdicción o país a otro. Dejadnos vivir y trabajar y producir sin trabas fiscales, controles, regulaciones o privilegios de monopolio. Adam Smith y los economistas clásicos sólo fueron el grupo más especializado en economía de este amplio movimiento liberador.
Fue el éxito parcial de este movimiento lo que liberó la economía de mercado y así dio lugar a la Revolución Industrial, probablemente el evento más decisivo y liberador de los tiempos modernos. No fue accidental que la Revolución Industrial se iniciara en Inglaterra, no en el Londres controlado por gremios y el Estado, sino en nuevas poblaciones y áreas industriales que aparecieron en el anteriormente rural y por tanto no regulado norte de Inglaterra. La Revolución Industrial no pudo llegar a Francia hasta que la Revolución Francesa no liberó la economía de las trabas de los señoríos feudales y las innumerables restricciones locales al comercio y la producción. La Revolución Industrial liberó a las masas de hombres de su abyecta pobreza y desesperanza (una pobreza agravada por una población creciente que no podía encontrar trabajo en la economía estancada de la Europa preindustrial). La Revolución Industrial, la consecución del capitalismo de libre mercado, significó una constante y rápida mejora en las condiciones y la calidad de vida para amplias masas del pueblo, tanto para trabajadores como para consumidores, allá donde se sentía el impacto del mercado.
Originalmente subdesarrollados y poco poblados, los Estados Unidos no comenzaron siendo el principal país capitalista. Pero después de un siglo de independencia llegó a esta posición ¿por qué? No, como dice el mito común, por sus mayores recursos naturales. Los recursos de Brasil, de África, de Asia son al menos igual de grandes. La diferencia proviene de la relativa libertad de los Estados Unidos, porque fue éste el país donde más se permitió desarrollar la economía de libre mercado. Empezamos libre de una clase señorial feudal o monopolista y empezamos con una ideología fuertemente individualista que permeaba buena parte de la población. Evidentemente, el mercado en los Estados Unidos nunca fue completamente libre o sin estorbos, pero su relativa mayor libertad (relativa con otros países o siglos) generó una enorme liberación de energías productivas, un masivo equipamiento de capital y los altos niveles de vida sin precedentes que la masa de los estadounidenses no sólo disfrutaba sino que consideraban alegremente garantizados. Viviendo en el regazo de un lujo que no podía haber soñado el más rico emperador del pasado, estamos actuando cada vez más como el hombre que mató a la gallina de los huevos de oro.
Así que tenemos una masa de intelectuales que normalmente desdeña el «materialismo» y los «valores materiales», que proclama absurdamente que estamos viviendo en una «era de postescasez» que permite una cornucopia ilimitada de producción sin requerir que nadie trabaje para producir, que ataca nuestra excesiva riqueza como algo pecaminoso en una recreación perversa de una nueva forma de puritanismo. La idea de que nuestra máquina de capital es automática y autoperpetuante, que sea lo que sea lo que se haga o no por ella no tiene importancia, porque funcionará perpetuamente… es el granjero que ciegamente destruye la gallina de los huevos de oro. Ya estamos empezando a sufrir el deterioro de los equipos de capital, las restricciones e impuestos y privilegios especiales que se han ido imponiendo progresivamente en la máquina industrial en las décadas recientes.
Desgraciadamente estamos haciendo más relevante la seria advertencia del filósofo español Ortega y Gasset, que analizaba al hombre moderno como:
«al encontrarse con ese mundo técnica y socialmente tan perfecto, cree que lo ha producido la naturaleza, y no piensa nunca en los esfuerzos geniales de individuos excelentes que supone su creación. Menos todavía admitirá la idea de que todas estas facilidades siguen apoyándose en ciertas difíciles virtudes de los hombres, el menor fallo de los cuales volatilizaría rápidamente la magnífica construcción».
Ortega sostenía que el «hombre masa» tiene un rasgo fundamental: «la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia». Esta ingratitud es el ingrediente básico de la «psicología del niño mimado». Como indica Ortega:
«Heredero de un pasado larguísimo y genial (…) el nuevo vulgo ha sido mimado por el mundo en torno. (…) las nuevas masas se encuentran con un paisaje lleno de posibilidades y, además, seguro, y todo ello presto, a su disposición, sin depender de su previo esfuerzo, como hallamos el sol en lo alto (…) Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen, ya que tampoco falla, al parecer, y es casi tan perfecta como la natural (…)
Como no ven en las ventajas de la civilización un invento y construcción prodigiosos, que sólo con grandes esfuerzos y cautelas se pueden sostener, creen que su papel se reduce a exigirlas perentoriamente, cual si fuesen derechos nativos. En los motines que la escasez provoca suelen las masas populares buscar pan, y el medio que emplean suele ser destruir las panaderías. Esto puede servir como símbolo del comportamiento que, en más vastas y sutiles proporciones, usan las masas actuales frente a la civilización que las nutre».5
En una era en que incontables intelectuales irresponsables llaman a la destrucción de la tecnología y el retorno a la «naturaleza» primitiva que sólo podría ocasionar la muerte por hambre de la inmensa mayoría de la población mundial, es instructivo recordar la conclusión de Ortega:
«La civilización no está «simplemente ahí», no se autosustenta. Es artificial y requiere al artista o al artesano. Si queremos aprovechar las ventajas de la civilización pero no estamos preparados para colaborar en su sostenimiento, estamos acabados. En un abrir y cerrar de ojos nos encontraremos sin civilización. El bosque primitivo aparece en su estado original, como si se hubieran apartado las cortinas que cubrían la naturaleza».6
El constante declinar de los puntales de nuestra civilización empezó a finales del siglo XIX y se aceleró durante las guerras mundiales y los años treinta. El declinar consistió en una vuelta atrás acelerada desde la Revolución y un cambio atrás al antiguo orden del mercantilismo, el estatismo y la guerra internacional. En Inglaterra, el capitalismo del laissez-faire de Price y Priestly, de los Radicales y de Cobden y Bright y la escuela de Manchester se vio reemplazado por el estatismo Tory dirigiéndose hacia un imperio agresivo y a la guerra contra otros poderes imperiales. En los Estados Unidos, la historia fue igual, pues los empresarios interfirieron cada vez más con el gobierno para imponer cárteles, monopolios, subsidios y privilegios especiales. Aquí, al igual que en Europa Occidental, la llegada de la Primera Guerra Mundial fue el gran cambio de sentido, agravando la imposición del militarismo y la planificación local de la economía de gobiernos y empresas, y la expansión imperial y la intervención en otros continentes. Los gremios medievales reaparecieron con una forma distinta: los sindicatos, con sus redes de restricciones y su papel como colaboradores menores del gobierno y la industria en el nuevo mercantilismo. Todas las trampas despóticas del viejo orden han vuelto bajo nuevas formas. En lugar de un monarca absoluto, tenemos al presidente de los Estados Unidos, ostentando mucho más poder que cualquier monarca en el pasado. En lugar de una nobleza constituida, tenemos un establishment de riqueza y poder que continúa gobernándonos independientemente de qué partido político esté técnicamente en el poder. El desarrollo de un servicio civil bipartidista, de una política doméstica e internacional bipartidista, la llegada de fríos técnicos del poder que parecen ocupar posiciones de mando independientemente de cómo votemos (los Acheson, Bundy, Baruch, McCloy, J. Edgar Hoover), todos subrayan nuestra mayor dominación por una élite que se hace cada vez más gruesa y más privilegiada en los impuestos que son capaces de extraer de la piel del contribuyente.
El resultado de la agravada red de cargas y restricciones mercantilistas ha sido someter a nuestra economía a tensiones cada vez mayores. Los altos impuestos nos afectan a todos y el complejo militar industrial significa una enorme diversión de recursos, capital, tecnología, científicos e ingenieros de usos productivos al desperdicio exagerado de la máquina militar. Sector tras sector han sido regulados y cartelizados para declinar: ferrocarriles, energía eléctrica, gas natural y telefonía son los ejemplos más obvios. La vivienda y la construcción han sido encorsetadas con las plagas de altos impuestos a la propiedad, leyes urbanísticas, códigos de construcción, controles de rentas e inactividad sindical. Como el capitalismo de libre mercado se ha visto reemplazado por el capitalismo de Estado, cada vez más partes de nuestra economía han empezado a decaer y nuestras libertades a erosionarse.
De hecho, es instructivo hacer una lista de las áreas problemáticas universalmente reconocidas de nuestra economía y sociedad y nos encontraremos siguiendo en esa lista un leitmotiv común evidente: el gobierno. En todas las áreas de grandes problemas, la operación o control del gobierno ha sido especialmente importante.
Consideremos:
• Política exterior y guerra: Exclusivamente gubernamental.
• Reclutamiento militar: Exclusivamente gubernamental.
• Crimen en las calles: Policía y jueces son monopolio del gobierno y lo mismo pasa con las calles.
• Sistema de bienestar: El problema es gubernamental: no hay problemas en las agencias privadas.
• Contaminación del agua: La basura propiedad del municipio se vierte en ríos y océanos propiedad del gobierno.
• Servicio postal: Los fallos están en la Oficina Postal del gobierno, no, por ejemplo, entre sus competidores con gran éxito como paquetes enviados por autobús y el Independent Postal System of America, para correo de tercera clase.
• El complejo industrial militar: Se basa completamente en contratos con el gobierno.
• Ferrocarriles: Subvencionados y regulados duramente por el gobierno durante un siglo.
• Telefonía: Un monopolio privilegiado por el gobierno.
• Gas y electricidad: Un monopolio privilegiado por el gobierno.
• Vivienda: Aquejada de controles de rentas, impuestos a la propiedad, leyes urbanísticas y programas de renovación urbana (todo gubernamental).
• Exceso de carreteras: Todas construidas y propiedad del gobierno.
• Restricciones sindicales y huelgas: Resultado de privilegios del gobierno, principalmente la Wagner Act de 1935.
• Impuestos altos: Exclusivamente gubernamental.
• Escuelas: Casi todas gubernamentales, o si no, muy subsidiadas y reguladas por el gobierno.
• Escuchas telefónicas e invasión de libertades civiles: Casi todas realizadas por el gobierno.
• Dinero e inflación: El dinero y el sistema bancario están totalmente bajo el control y la manipulación del gobierno.
Examinamos las áreas problemáticas y en todas, como un hilo rojo, aparece la arrogante mancha del gobierno. Por el contrario, consideremos la industria del frisbee. Los frisbees se fabrican, venden y compran sin problemas, sin trastornos, sin interrupciones ni protestas. Como industria relativamente libre, el negocio pacífico y productivo del frisbee es un modelo del que fue una vez la economía estadounidense y puede volver a serlo, si se le libera de las trabas represivas del gran gobierno.
En La sociedad opulenta, escrita a finales de los cincuenta, John Kenneth Galbraith apuntaba el hecho de que las áreas gubernamentales son nuestras áreas problemáticas. Pero su explicación era que había «famelizado» el sector público y que por tanto deberíamos pagar más impuestos con el fin de agrandarlo aún más a expensas del privado. Pero Galbraith pasaba por alto el hecho evidente de que la proporción de renta nacional y recursos dedicados al gobierno ha venido aumentando enormemente desde el cambio de siglo. Si los problemas no aparecían antes y han aparecido aumentando precisamente en el sector gubernamental expandido, lo juicioso sería concluir que quizá el problema esté en el propio sector público. Y esa es precisamente la opinión del libertario del libre mercado. Los problemas y trastornos en general forman parte de las operaciones del sector público y el gobierno. Ausente una prueba de pérdidas y ganancias para evaluar la productividad y eficiencia, la esfera del gobierno quita el poder de tomar decisiones de las manos de cada individuo y grupo cooperativo y las pone en las de una máquina gubernamental global. Esa máquina no sólo es coactiva e ineficiente: es necesariamente dictatorial, porque cualquiera que sea la decisión que tome, siempre hay minorías o mayorías cuyos deseos y elecciones se vean frustrados. Una escuela pública debe tomar una decisión en cada área: debe decidir si es disciplinada o progresiva o una mezcla de ambas cosas, si debe ser procapitalista o prosocialista o neutral, si debe integrar o segregar, elitista o igualitaria, etc. Sea lo que sea lo que decida, habrá ciudadanos permanentemente frustrados. Pero en el libre mercado, los padres son libres de acudir a las escuelas privadas o voluntarias que deseen y diferentes grupos de padres serán capaces de tomar sus decisiones sin trabas. El libre mercado permite a cada individuo y grupo maximizar su rango de alternativas, tomar sus propias decisiones y ponerlas en efecto.
Es irónico que el Profesor Galbraith no parezca muy feliz acerca del sector público como ha venido manifestándolo últimamente: en el complejo militar industrial, en la guerra de Vietnam, en lo que el propio Galbraith ha ridiculizado apropiadamente como el «socialismo de las grandes empresas» del Presidente Nixon. Pero si el glorioso sector público, si el gobierno extenso nos ha llevado a esta situación crítica, quizá la respuesta sea retirar al gobierno para volver al camino verdaderamente revolucionario de desmantelar el Gran Estado.
De hecho, los progresistas estadounidenses (quienes, durante décadas han sido los principales heraldos y apologistas del gran Estado y el Estado del bienestar) cada vez se muestran más descontentos con los resultados de sus esfuerzos. Pues igual que en los días del despotismo oriental, el poder del Estado no puede durar mucho sin un cuerpo de intelectuales para explicar los argumentos y las razones para obtener el apoyo y el sentido de legitimidad entre el público, y los progresistas (la abrumadora mayoría de los intelectuales estadounidenses) han servido desde el New Deal como sacerdotes del gran gobierno y el Estado del bienestar. Pero muchos progresistas están empezando a darse cuenta de que han estado en el poder, han moldeado la sociedad estadounidense durante cuatro décadas y es evidente que algo ha ido radicalmente mal. Después de cuatro décadas de Estado del bienestar interior y «seguridad colectiva» en el exterior, las consecuencias del progresismo del New Deal han mostrado claramente fracasos y conflictos agravados internamente y guerras e intervenciones perpetuas en el exterior. Lyndon Jonson, con quien los progresistas se muestran extremadamente descontentos, se refería a Franklin Roosevelt como su «Gran Papá» y el parentesco en todos los frentes domésticos y exteriores es bastante claro. Richard Nixon es apenas distinguible de su predecesor. Si muchos progresistas se sienten extraños y atemorizados en el mundo que ellos han creado, quizá el fallo esté precisamente en el propio progresismo.
Luego, si tiene que abandonarse el estatismo, tendrá que haber otra revolución ideológica que coincida con la recuperación de los radicales clásicos de los siglos XVII y XVIII. Los intelectuales tendrán, en gran medida, que volver de su papel de apologistas del Estado a reasumir su función de defensores de la verdad y la razón y contra el status quo. En los últimos años ha habido signos de desencanto de los intelectuales, pero el cambio ha sido en buena parte en la dirección incorrecta. Como consecuencia, en la actual división entre progresistas y radicales entre la intelligentsia, ningún bando nos ofrece los requisitos de la civilización, con los requisitos para mantener un orden industrial próspero y libre. Los progresistas nos han ofrecido la falsa racionalidad de un servicio tecnocrático al Estado Leviatán de ajustados como ruedas dentadas manipuladas en la maquinaria industrial-gubernamental burocrática. La solución progresista a cualquier problema doméstico es aumentar impuestos e inflación y asignar más fondos públicos; su solución a las crisis exteriores es «enviar a los marines» (acompañada, por supuesto, de planificadores político-económicos para aliviar al destrucción que causan los marines). Sin duda no podemos continuar aceptando las soluciones ofrecidas por un progresismo que ha fracasado manifiestamente. Pero lo trágico es que los radicales han tomado en serio a los progresistas: identificando la razón, la tecnología y la industria con el actual orden progresista-mercantilista, los radicales, a la hora de rechazar el sistema actual, han dado la espalda igualmente a las antiguas y necesarias virtudes.
Resumiendo, los radicales, sintiéndose obligados a un rechazo visceral del mundo liberal, de Vietnam y del sistema de escuelas públicas, han adoptado la misma identificación que los progresistas con la razón, la industria y la tecnología. De ahí que los radicales alcen la voz por el rechazo de la razón en nombre de las emociones y un vago misticismo, de la racionalidad ante una espontaneidad incipiente y caprichosa, del trabajo y la previsión frente la hedonismo y el abandono, de la tecnología y la industria frente al retorno a la «naturaleza» y la tribu primitiva. Al hacerlo, al adoptar este nihilismo dominante, los radicales nos ofrecen una solución aún menos viable que sus enemigos progresistas. Porque la muerte de millones en Vietnam la sustituirían por la muerte por inanición de la mayoría del planeta. La visión de los radicales no puede ser aceptada por gente sensata y la mayoría de los estadounidenses, independientemente de su ignorancia y sus errores, son lo suficientemente inteligentes para entender esto y mostrar alto, claro y a veces brutalmente su rechazo a los radicales y sus alternativas éticas, sociales y de forma de vida.
Lo que intenta demostrar este ensayo es que la gente no está forzada a elegir entre la alternativa del progresista monopolio de un Estado represivo y agobiante de asistencia social y guerra por un lado, o el irracional y nihilista retorno al primitivismo tribal, por otro. La alternativa radical evidentemente no es compatible con una vida próspera y una civilización industrial, está claro. Pero está menos claro que un progresismo de Estado corporativo a largo plazo tampoco es compatible con una civilización industrial. La primera ruta ofrece a nuestra sociedad un suicidio rápido; la segunda una muerte lenta y prolongada.
Hay, por tanto, una tercera alternativa, una que sigue siendo ignorada en el gran debate entre progresistas y radicales. La alternativa es volver a los ideales y la estructura que generó nuestro orden industrial y que es necesaria para que dicho orden sobreviva a largo plazo, la vuelta al sistema que nos proporcionó industria, tecnología y un rápido avance hacia la prosperidad sin guerras, militarismo o agobiante burocracia gubernamental. El sistema de capitalismo de laissez-faire, lo que Adam Smith llamó «el sistema natural de libertad», un sistema que se base en una ética que apoye la razón, la determinación y los logros individuales. Los teóricos libertarios del siglo XIX (hombres como los franceses de la era de Restauración, Charles Comte y Charles Dunoyer y el inglés Herbert Spencer) mostraron claramente que el militarismo y el estatismo son reliquias y atavismos del pasado, que son incompatibles con el funcionamiento de una civilización industrial. Por eso Spencer y los demás contrastaron el principio «militar» con el «industrial», y juzgaron que tenía que prevalecer uno u otro.
Lo que estoy sugiriendo, en resumen, en las categorías muy simplificadas popularizadas por Charles Reich es un retorno a «Conocimiento I», un Conocimiento que es bruscamente rechazado por Reich y sus lectores mientras proceden a tomar partido en el gran debate entre Conocimientos II y III. Para Reich, el Conocimiento I ha quedado obsoleto por el crecimiento de la tecnología moderna y la producción en masa, lo que hace inevitable el turno del Estado corporativo. Pero aquí Reich no está siendo suficientemente radical: simplemente está adoptando la historiografía progresista convencional de que el gobierno grande es necesario por el crecimiento de la industria a gran escala. Si supiera algo de economía, Reich se daría cuenta de que es precisamente la economía industrial avanzada la que necesita un libre mercado para sobrevivir y florecer; por el contrario, una sociedad agrícola puede arrastrarse indefinidamente bajo el despotismo puesto que a los campesinos se les deja de lo que producen lo suficiente para sobrevivir. Los países comunistas del Este de Europa han descubierto este hecho en los últimos años, por lo que cuanto más se industrialicen, mayor y más inexorable será su movimiento del socialismo y la planificación centralizada hacia una economía de libre mercado. El rápido cambio de los países de Europa Oriental hacia el libre mercado es uno de los más alentadores y espectaculares desarrollos de las últimas décadas, aunque la tendencia apenas se ha advertido, pues la izquierda encuentra muy embarazoso el alejamiento del estatismo e igualitarismo en Yugoslavia y otros países de Europa Oriental, mientras que los conservadores son reticentes a conceder que pueda haber algo esperanzador en la naciones comunistas.
Además, Reich claramente desconoce los hallazgos de Gabriel Kolko y otros historiadores recientes que revisan completamente nuestra visión de los orígenes de actual Estado del bienestar y de la guerra. Lejos de que la industria a gran escala fuerce al conocimiento de que la regulación y el gran gobierno sean inevitables, es precisamente la eficacia de la competencia del libre mercado la que lleva a los grandes empresarios a buscar el monopolio dirigiéndose al gobierno para que les otorgue esos privilegios. No hay nada en la economía que requiera objetivamente un cambio de Conocimiento I a Conocimiento II, sólo el viejo deseo de los hombres de subsidios y privilegios especiales creó la «contrarrevolución» del estatismo. De hecho, como hemos visto, este desarrollo solamente paraliza y dificulta el funcionamiento de la industria moderna: la realidad objetiva requeriría un retorno a Conocimiento I. En este mundo de cambios importantes en valores e ideologías, un cambio en el conocimiento no puede considerarse imposible, cosas más raras se han visto.
En cierto sentido, la adopción de los valores e instituciones libertarios sería un retorno; en otro sería un avance profundo y radical. Pues mientras los antiguos libertarios eran esencialmente revolucionarios, se permitieron éxitos parciales al convertirse estratégica y tácticamente en aparentes defensores del status quo, simples resistentes al cambio. Al adoptar esta posición los primeros libertarios perdieron su perspectiva radical, por lo que el libertarismo nunca llegó a desarrollarse completamente. Lo que deben hacer es convertirse de nuevo en «radicales», como Jefferson y Price, y Cobden y Thoreau lo fueron antes que ellos. Para hacerlo deben mantener en alto el estandarte de su objetivo último, el triunfo definitivo de la antigua lógica de los conceptos de libre mercado, libertad y derechos de propiedad privada. El objetivo último es la disolución del Estado en el organismo social, la privatización del sector público.
Al contrario de la visión disfuncional de la Nueva Izquierda, este es un objetivo compatible completamente con el funcionamiento de la sociedad industrial, y también con la paz y la libertad. A demasiados de los antiguos libertarios les faltó el coraje intelectual para presionar (para buscar la victoria total, en lugar de conformarse con triunfos parciales) para aplicar sus principios en los campos del dinero, la policía, los tribunales, el propio Estado. No tuvieron en cuenta la sentencia de William Lloyd Garrison de que «el gradualismo en la teoría es la perpetuidad en la práctica». Pues si la teoría pura nunca se ha sostenido a la vista ¿cómo puede alcanzarse alguna vez?
- 1.Para una mirada de India de parte de economistas de libre mercado, ver a Peter T. Bauer, United States Aid and Indian Economic Development (Washington, D.C.: American Enterprise Association, 1959) y a B.R. Shenoy, Indian Planning and Economic Development (Bombay and New York: Asia Publishing House, 1963).
- 2.De una manera similar, los británicos a finales del siglo XIX tuvieron mucha dificultad en establecer su gobierno sobre la tribu de mercado libro y sin Estado de los Ibos del Oeste africano. Sobre Irlanda, investigar a Joseph R. Peden, «Stateless Societies: Ancient Ireland», The Libertarian Forum (Abril de 1971) y las referencias incluidas allí.
- 3.Sobre la herencia ideológica desde Gran Bretaña, ver a Bernard Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1967).
- 4.Ver a Murray N. Rothbard, «Individualist Anarchism in the United States: The Origins», Libertarian Analysis (Winter 1970): 14–28.
- 5.José Ortega y Gasset, The Revolt of the Masses (New York: W. W. Norton, 1932), pp. 63–65.
- 6.Ibid., p 97.
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