Juan Rallo analiza el ataque del PSOE (y de Unidas Podemos) a la libertad de enseñanza.
Artículo de El Confidencial:
La portavoz del Gobierno en funciones, Isabel Celaá. (EFE)
El derecho a la educación es esencialmente un derecho que los menores poseen frente a sus tutores, generalmente sus padres. O expresado de otra forma: los tutores están obligados a proporcionar educación a sus pupilos (como lo están a proporcionarles alimento, cobijo, vestimenta, etc.) y los pupilos tienen derecho a recibir semejante educación de sus tutores (y no de otras personas). Esta obligación de los tutores a proporcionar educación a sus pupilos es una obligación genérica, esto es, el tipo de conocimientos formativos que vaya a recibir el menor ha de ser especificado por el tutor en atención a lo que juzgue como el interés superior del menor.
Así pues, aunque el tutor está obligado a proporcionar educación a su pupilo, también posee un derecho preferente a modular cómo y qué tipo de educación le proporciona (como también modula cómo y qué tipo de alimento, cobijo o vestimenta le proporciona). Esa potestad para especificar el contenido de la obligación genérica a la educación del menor integra lo que conocemos como patria potestad.
Por supuesto, la patria potestad no puede ser tan absolutamente elástica como para que, en la práctica, el derecho a la educación del menor quede anulado: no olvidemos que tal modulación queda subordinada a la realización del interés superior del menor. Por ejemplo, mantener al menor en el analfabetismo, dentro de una sociedad donde la interacción con otras personas requiere crucialmente de la habilidad de leer y escribir, constituiría un ataque directo a su derecho a la educación. En cambio, no priorizar el aprendizaje de música, de latín o de literatura española frente a materias igualmente útiles para el alumno como matemáticas, filosofía o historia universal no soliviantaría necesariamente el derecho a la educación del menor (en especial, si esa priorización no se ha efectuado en contra de las preferencias o de la curiosidad del propio menor). Asimismo, impartir algún tipo de religión (o ninguna) al alumno tampoco atacaría su derecho a la educación, siempre y cuando no se le privara del acceso intelectual (vía tecnología, libros, relaciones sociales, etc.) a conocimiento contradictorio del anterior (siempre, por tanto, que se permita que el alumno contraste las enseñanzas del tutor). Orientar la educación del menor no debe ser sinónimo de adoctrinarlo.
En este sentido, pues, el papel del Estado en materia educativa debería limitarse, como mucho, a vigilar que el derecho a la educación de todos los menores sea respetado (es decir, que no haya tutores que hagan un mal uso de la patria potestad) y, subsidiariamente, a proporcionar medios materiales a aquellos tutores que, por carecer de ellos, son incapaces de cumplir sus obligaciones para con el menor. Cualquier extralimitación de estas competencias supondría un ataque a la libertad de enseñanza, es decir, al derecho de los menores a recibir educación de sus tutores y a la patria potestad de estos a especificar qué educación reciben sus pupilos.
En Occidente, sin embargo, el rol que se autoatribuye el Estado en materia educativa va muchísimo más allá del anterior. Por un lado, planifica con celo y detalle el contenido de todos los planes de estudio que obliga a cursar a todos los menores que se hallen dentro de su territorio; por otro, despliega una enorme red de centros públicos —costeada con los impuestos de los ciudadanos— no para proporcionar una alternativa subsidiaria (y de suficiente calidad) a aquellos tutores sin recursos, sino para que toda la población pase por ellos.
A este último respecto, la estrategia es clara: salvo que los tutores legales sean suficientemente acomodados como para, primero, costear vía impuestos una plaza no ocupada por sus pupilos en un centro público y, segundo, costear con su fiscalmente menguada renta disponible una plaza para sus pupilos en un centro privado, a la inmensa mayoría de la población no le quedará otro remedio que plegarse a acudir a la escuela pública. La patria potestad en materia educativa termina siendo secuestrada por nuestros políticos.
Por suerte, en nuestro país (y en algunos otros de nuestro entorno), existe una (muy imperfecta) opción mixta que respeta un poco más el derecho a la educación de los menores: se trata de la escuela concertada. Merced a ella, los tutores ven (tímidamente) ampliado el abanico de opciones para escoger el centro de enseñanza en el que desean instruir a sus pupilos. Dicho de otro modo, los tutores pueden optar por destinar el dinero que el Estado les arrebata vía impuestos o bien a financiar una plaza en la escuela pública o bien a financiar una plaza en la escuela concertada: más diversidad de opciones supone un mayor respeto a su patria potestad y, por tanto, también al derecho a la educación del menor (que, repetimos, pasa por que sean sus tutores, y no otras personas, quienes orienten su educación).
El sistema es enormemente mejorable. Manteniendo la misma lógica presente, sería preferible que el Estado no financiara directamente los conciertos, sino que entregara a los padres un cheque escolar que estos pudieran gastar en aquel centro privado al que desearan llevar a sus hijos. De este modo, los centros que no contaran con suficientes ingresos para sufragar sus gastos tendrían que reestructurarse o cerrar; aquellos otros que fueran exitosos a la hora de educar y atraer estudiantes se expandirían y reproducirían su modelo educativo.
Asimismo, y ya rebasando la lógica actual, el Estado también debería dejar de planificar los planes de estudio de todos los centros de enseñanza españoles y, como mucho, debería proporcionar cheques escolares a las familias sin recursos suficientes (el resto de familias deberían verse beneficiadas con una rebaja impositiva merced a la cual costear los gastos de enseñanza de sus pupilos).
En todo caso, y siendo el sistema actual muy mejorable, los conciertos son mucho más respetuosos con el derecho a la educación de los menores y con la patria potestad de sus tutores que un modelo monopolísticamente estatal, donde políticos y burócratas expropian por entero la patria potestad a los padres y convierten el derecho a la educación de los menores en una obligación de someterse a su adoctrinamiento. Cuando el PSOE, acercándose a la extrema izquierda de Podemos, ataca los conciertos no para avanzar hacia el cheque escolar sino hacia el monopolio de la escuela pública, solo está amenazando veladamente con cercenar los últimos reductos de libertad educativa que subsisten en nuestro país.
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