José Carlos Rodríguez analiza la violencia de Chile, y su extensión y ejemplo en lo que puede acontecer en España, específicamente ante un cambio de signo del gobierno.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
Un manifestante enmascarado porta sobre su cabeza una virgen que ha robado de una iglesia cercana. Se dirige hacia la barricada donde la imagen dejará de ser un objeto de culto para convertirse en un objeto contundente más de la misma barricada. Una frontera que separa la civilización de la barbarie.
Esto ocurre en Chile, donde es la barbarie lo que ha triunfado. Nos interesa entender lo que ocurre en Chile, en primer lugar, porque es el fin de un país que era el modelo a seguir para Hispanoamérica. Y, en segundo lugar, porque en ese país ha pasado de forma acelerada el cambio político que se gesta en España desde hace años. Un cambio al que lo único que le falta es el catalizador del cambio, que es la violencia callejera.
La vanguardia de la revolución chilena ha inutilizado la mitad del metro de Chile, ha convertido las calles en un campo de batalla, las tiendas en centros de aprovisionamiento, y las iglesias en antorchas en las que el fuego devora la civilización. Una vez más la violencia gana terreno a las democracias; a comienzos del siglo XXI como a comienzos del siglo XX.
Le ha bastado menos de un mes de violencia. El Gobierno de Sebastián Piñera ha renunciado a su deber de defender la Constitución, y lo ha hecho por razones muy poderosas. Como explicaba hace diez años, la proscripción de la violencia genera violencia. A medida que el capitalismo y la cooperación económica han ido ganando terreno, la violencia se ha hecho más cara y escasa. Este cambio social se ha reforzado con una moral que abomina de la violencia, que condena cualquier manifestación de la misma, hasta llegar a extremos ridículos, como la de prohibir a los niños jugar con pistolas de juguete. Una moral, en definitiva, que proscribe la violencia.
Pero es una proscripción irracional, que asumimos para cualquier actuación de las instituciones, en las que nos sentimos representados. Y ocurre que, cuando surge la violencia en la calle, organizada, eficaz, amenazadora, las instituciones quedan literalmente inermes. Porque la violencia antisocial sólo se puede combatir con la del Estado. Al Estado lo sostienen la autoridad, o aquiescencia de la sociedad, y en última instancia la violencia. Si quienes lo sostienen políticamente no se creen con la autoridad suficiente para reprimir la violencia antisocial, ésta se impone. Y lo cambia todo.
Esto es lo que ha pasado en Chile. El sistema político se ha derrumbado porque no ha sabido dar respuesta a una violencia inspirada y organizada desde presupuestos políticos totalitarios y antidemocráticos. Esa violencia, como dice el presidente del PPD Heraldo Muñoz, no debe remitir. Él utiliza otro lenguaje; dice que deben seguir las “manifestaciones”, pero ya hemos visto en qué han consistido. Y eso a pesar de que el Gobierno ha cedido y se ha abierto a negociar una nueva Constitución. El motivo es que la violencia política organizada ha sido exitosa, y en consecuencia no hay motivo para que remita. Tendrá que acompañar todo el proceso del cambio político para alejarlo en la medida de lo posible del sistema actual, tanto político como, sobre todo, económico y social.
En España vamos exactamente a lo mismo, al fin de la Constitución de 1978. En el momento adecuado, quizás con la victoria del centro derecha en unas elecciones, es muy posible que salte la violencia espontánea, dirigida desde quienes lideran la revolución. Lo que hoy ocurre en Cataluña puede extenderse por el resto de España.
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