martes, 17 de junio de 2014

La Herejía de Trotsky

Ludwig von Mises en este capítulo de su obra Caos Planificado (incluye enlace para descargar gratis la obra) habla sobre las diferencias entre Stalin y Trotsky, y el porqué de las críticas de éste a Stalin a pesar de coincidir su programa en todo lo esencial.

La doctrina dictatorial enseñada por los bolcheviques rusos, los fascistas italianos y los nazis alemanes implica tácitamente que no puede aparecer ningún desacuerdo con respecto a la cuestión de quién será el dictador. Las fuerzas místicas que dirigen el curso de los acontecimientos históricos designan al líder providencial. Toda la gente honrada ha de someterse a los designios insondables de la historia y arrodillarse ante el trono del hombre del destino. Quienes se nieguen a hacerlo son herejes, abyectos canallas que deben ser “liquidados”.
En realidad el poder dictatorial lo alcanza el candidato que consigue exterminar a tiempo todos sus rivales y ayudantes. El dictador se abre camino al poder supremo sacrificando a todos sus competidores. Conserva su posición preeminente masacrando a todos los que puedan disputársela. La historia de todos los despotismos orientales da testimonio de esto, así como la experiencia de las dictaduras contemporáneas.
Cuando Lenin murió en 1924, Stalin suplantó a su rival más peligroso, Trotsky. Trotsky escapó, estuvo años en diversos países de Europa, Asia y América y fue finalmente asesinado en la ciudad de México. Stalin sigue siendo el gobernante absoluto de Rusia.
Trotsky era un intelectual del tipo marxista ortodoxo. Como tal, trató de presentar su pelea personal con Stalin como un conflicto de principios. Trató de construir una doctrina trotskista distinta de la doctrina estalinista. Calificaba a las políticas de Stalin como apostasía del legado sagrado de Marx y Lenin. Stalin contestó de la misma manera. De hecho, el conflicto era una rivalidad de dos hombres, no un conflicto de ideas y principios antagónicos. Había una pequeña disensión con respecto a los métodos tácticos. Pero en todos los asuntos esenciales Stalin y Trotsky estaban de acuerdo.
Antes de 1917, Trotsky había vivido muchos años en países extranjeros y estaba hasta cierto punto familiarizado con los idiomas principales de los pueblos occidentales. Pasaba por experto en asuntos internacionales. Realmente no sabía nada acerca de la civilización, las ideas políticas y las condiciones económicas occidentales. Como exiliado errante, se había movido casi exclusivamente en los círculos de sus compañeros exiliados. Los únicos extranjeros que había conocido ocasionalmente en cafés y clubes de Europa occidental y central eran doctrinarios radicales, con sus presupuestos marxistas alejados de la realidad. Sus principales lecturas eran libros y periódicos marxistas. Desdeñaba todos los demás escritos como literatura “burguesa”. Estaba absolutamente incapacitado para ver los acontecimientos desde cualquier otro ángulo que no fuera el marxismo. Como Marx, estaba dispuesto a interpretar cualquier huelga grande y cualquier disturbio pequeño como señal del estallido de la gran revolución final.
Stalin es un georgiano sin educación. No tiene el más mínimo conocimiento de ningún idioma occidental. No conoce Europa ni América. Incluso sus logros como autor marxista son cuestionables. Pero fue precisamente el hecho de que, aunque fuera un feroz defensor del comunismo, no estuviera adoctrinado con los dogmas marxistas lo que le hacía superior a Trotsky. Stalin no se engañaba con las ideas espurias del materialismo dialéctico. Cuando afrontaba un problema, no buscaba una interpretación en los escritos de Marx y Engels. Confiaba en su sentido común. Era lo suficientemente juicioso como para entender que la política de revolución mundial que iniciaron Lenin y Trotsky en 1917 había fracasado completamente fuera de las fronteras de Rusia.
En Alemania, los comunistas (liderados por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo) fueron aplastados por destacamentos del ejército regular y voluntarios nacionalistas en una sangrienta batalla en enero de 1919 en las calles de Berlín. La toma comunista del poder en Múnich en la primavera de 1919 los disturbios de Hölz[1] en marzo de 1921 acabaron igualmente en desastre. En Hungría, en 1919, los comunistas fueron derrotados por Horthy y Gömbös el ejército rumano. En Austria, fracasaron varios complots comunistas en 1918 y 1919; un violento levantamiento en julio de 1927 fue abortado fácilmente por la policía de Viena. En Italia, en 1920, la ocupación de las fábricas fue un completo desastre. En Francia y Suiza, la propagando comunista parecía muy poderosa en los primeros años tras el Armisticio de 1918, pero se evaporó muy pronto. En Gran Bretaña, en 1926, la huelga general convocada por los sindicatos acabó con un lamentable fracaso.
Trotsky estaba tan cegado por su ortodoxia que rechazaba admitir que los métodos bolcheviques habían fracasado. Pero Stalin lo entendió muy bien. No abandonó la idea de instigar estallidos revolucionarios en todos los países extranjeros y de conquistar todo el mundo para los soviéticos. Pero era completamente consciente del hecho de que era necesario posponer la agresión unos años y recurrir a nuevos métodos para su ejecución. Trotsky se equivocaba al acusar a Stalin de estrangular el movimiento comunista fuera de Rusia. Lo que hizo realmente Stalin fue aplicar otros medios para alcanzar los fines que tenía en común con otros marxistas.
Como exégeta de los dogmas marxistas, Stalin era sin duda inferior a Trotsky, pero como político sobrepasaba con mucho a su rival. El bolchevismo debe su éxito en política mundial a Stalin, no a Trotsky.
En el campo de la política interior, Trotsky recurría a los trucos tradicionales ya usados que había aplicado los marxistas al criticar las medidas socialistas adoptadas por otros partidos. Lo que hacía Stalin no era verdadero socialismo o comunismo, sino por el contrario, justamente lo opuesto, una monstruosa perversión de los nobles principios de Marx y Lenin. Todas las características desastrosas del control público de la producción y distribución que aparecían en Rusia eran, según la interpretación de Trotsky, producidas por las políticas de Stalin. No eran consecuencias inevitables de los métodos comunistas. Eran fenómenos propios del estalinismo, no del comunismo. Era exclusivamente culpa de Stalin que una burocracia irresponsable absolutista fuera suprema, que una clase de oligarcas privilegiados disfrutaran de lujos mientras las masas vivían al borde del hambre, de que un régimen terrorista ejecutara a la vieja guardia de revolucionarios y condenara a millones a trabajo esclavo en campos de concentración, de que la policía secreta fuera omnipotente, de que los sindicatos no tuvieran poder, de que las masas se vieran privadas de todos los derechos y libertades. Stalin no era un defensor de la igualitaria sociedad sin clases. Era el pionero de una vuelta a los peores métodos del gobierno y la explotación de clase. Una nueva clase dirigente de alrededor del 10% de la población oprimía y explotaba despiadadamente a la inmensa mayoría de esforzados proletarios.
Trotsky no explicaba cómo podía lograr todo esto un solo hombre y sus pocos aduladores. ¿Dónde estaban las “fuerzas productivas materiales” de las que tanto hablaba la materialismo histórico marxista, que (“independientes de las voluntades de los individuos”) determinan el curso de los acontecimientos humanos “con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza”? ¿Cómo podía ocurrir que un hombre estuviera en disposición de alterar la “superestructura judicial y política” que está fijada exclusiva e inalterablemente por la estructura económica de la sociedad? Incluso Trotsky reconocía que ya no había ninguna propiedad privada de los medios de producción en Rusia. En el imperio de Stalin, producción y distribución estaban completamente controladas por la “sociedad”. Un dogma fundamental del marxismo es que la superestructura de tal sistema debe necesariamente ser el éxtasis del paraíso terrenal. En las doctrinas marxistas no hay espacio para una interpretación que culpe a los individuos de un proceso degenerativo que podría convertir la bondad del control público de los negocios en maldad. Un marxista coherente (si la coherencia fuera compatible con el marxismo) tendría que admitir que el sistema político de Stalin era la superestructura necesaria del comunismo.
Todo lo esencial del programa de Trotsky estaba perfectamente de acuerdo con las políticas de Stalin. Trotsky defendía la industrialización de Rusia. Esto era lo que pretendían los planes quinquenales de Stalin. Trotsky defendía la colectivización de la agricultura. Stalin creó el koljoz y liquidó a los kulaks. Trotsky estaba a favor de organizar un gran ejército. Stalin organizó un ejército así.  Tampoco Trotsky fue un amigo de la democracia cuando estuvo en el poder. Por el contrario, fue un fanático defensor de la opresión dictatorial de todos los “saboteadores”. Es verdad que no previó que el dictador pudiera considerarle a él, a Trotsky, autor de tratados marxistas y veterano del glorioso exterminio de los Romanov, como el saboteador más malvado. Como todos los demás defensores de dictaduras, suponía que el dictador sería él u otro de sus amigos íntimos.
Trotsky criticaba la burocracia. Pero no sugería ningún otro método para dirigir los asuntos en un sistema socialista. No hay otra alternativa a las empresas con ánimo de lucro que la dirección burocrática.[2]
La verdad es que Trotsky solo encontró un defecto en Stalin: que él, Stalin, era el dictador y no él mismo, Trotsky. En su pelea, ambos tenían razón. Stalin tenía razón en mantener que su régimen era la encarnación de los principios socialistas. Trotsky tenía razón al afirmar que el régimen de Stalin había hecho de Rusia un infierno.
El trotsquismo no desapareció por completo con la muerte de Trotsky. También el bulangerismo en Francia sobrevivió durante algún tiempo al fin del general Boulanger. Siguen existiendo carlistas en España, aunque se agotara la descendencia de Don Carlos. Esos movimientos póstumos, por supuesto, están condenados.
Pero en todos los países hay gente que, aunque esté comprometida fanáticamente con la idea de una planificación integral, es decir, con la propiedad pública de los medios de producción, se asusta cuando afronta la cara real del comunismo. Esta gente se decepciona. Sueñan con un Jardín del Edén. Para ellos, el comunismo, o el socialismo, significa una vida fácil y rica y el disfrute completo de todas las libertades y placeres. No se dan cuenta de las contradicciones propias de su imagen de la sociedad comunista. Se han tragado acríticamente todas las lunáticas fantasías de Charles Fourier y todos los absurdos de Veblen. Creen firmemente en la afirmación de Engels de que el socialismo será un reino de libertad sin límites. Acusan al capitalismo de todo lo que les disgusta y están completamente convencidos de que el socialismo les alejará de todo mal. Atribuyen sus propios fracasos y frustraciones a la injusticia de este “loco” sistema competitivo y esperan que el socialismo les asigne ese puesto eminente y esa alta renta que por derecho les corresponde. Son cenicientas esperando al príncipe-sabio que reconocerá sus méritos y virtudes. La aversión al capitalismo y la adoración del comunismo son sus consuelos. Les ayudan a disfrazar su propia inferioridad y a acusar al “sistema” de sus propios defectos.
Al defender la dictadura, esa gente siempre defiende la dictadura de los suyos. Al pedir planificación, lo que tienen siempre en mente es su propio plan, no el de los otros. Nunca admitirán que un régimen socialista o comunista sea verdadero socialismo o comunismo, si no les asigna la posición más elevada y la renta más alta. Para ellos, la característica del verdadero y genuino comunismo es que todos los asuntos se realicen precisamente de acuerdo con su propia voluntad y que todos los que estén en desacuerdo sean sometidos.
Es un hecho que la mayoría de nuestros contemporáneos están imbuidos de ideas socialistas y comunistas. Sin embargo esto no significa que sean unánimes en sus propuestas de socialización de los medios de producción y de control público de la producción y la distribución. Todo lo contrario. Cada camarilla socialista se opone a los planes de todos los demás grupos socialistas. Las distintas sectas socialistas luchan entre sí con gran ardor.
Si el caso de Trotsky y el caso análogo de Gregor Strasser en la Alemania nazi fueran casos aislados, no habría necesidad de ocuparse de ellos. Pero no son incidentes casuales. Son típicos. Su estudio revela las causas psicológicas tanto de la popularidad del socialismo como de su inviabilidad.
[1] Los disturbios de Hölz fueron un levantamiento comunista en Alemania (en marzo de 1921 en Mansfeldischen), liderados por el veterano de la Primera Guerra Mundial, Max Hölz (1889–1933). Hölz fue condenado por ello a cadena perpetua, fue amnistiado en 1928 y luego abandonó  Alemania rumbo a la Unión Soviética.
[2] Mises, Bureaucracy (Yale University Press, 1944). [Burocracia]
Este artículo es el capítulo cuatro del libro Caos Planificado. Descarga el resto del libro aquí.

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