sábado, 7 de junio de 2014

Los delirios de la producción agraria ecológica

Francisco García Olmedo expone los delirios de la producción agraria ecológica, algunas falsas creencias sobre la misma y los problemas (algunos ciertamente muy serios) que conlleva imponer esta alternativa (especialmente con los impuestos de todos). Otra cosa es que cada uno libremente decida y corra con los gastos y riesgos que conlleva.

Artículo de Revista de libros:

Me llega una copia de un reglamento de ejecución de la Comisión Europea por el que se modifica el emitido hace seis años respecto a la producción agraria ecológica (PAE), lo que me ha recordado la dura crítica que entonces realicé desde estas mismas páginas sobre aquel reglamento. Aunque las modificaciones que ahora se introducen son mínimas, los militantes españoles de la PAE andan revueltos porque toleran muy mal la misma medicina que tan generosamente dispensan ellos a los demás.

La de la PAE era y sigue siendo una normativa laxa que parece escrita a instancia de parte y en la que el cumplimiento de la mayoría de las normas no es susceptible de ser comprobado objetivamente en el laboratorio. Así, por ejemplo, en un producto ecológico se admite un máximo del siete por ciento de producto no ecológico, pero no hay forma de comprobar que no nos han metido, por ejemplo, un tentador cincuenta por ciento de matute. Además, cuando no interesa cumplir las normas, se recurre a la fórmula sibilina de «se usarán preferentemente semillas ecológicas» o «se aplicará estiércol preferentemente compostado», lo que, en la práctica, significa que se usarán semillas convencionales, ya que no se registra producción de semillas ecológicas, y se aplicará estiércol fresco unos meros tres días después de ser defecado, con los riesgos sanitarios que esto conlleva. En el último incidente debido a un producto ecológico, el de los brotes germinados en Alemania, se produjeron decenas de muertes, centenares de fallos renales irreversibles y miles de hospitalizaciones. En la reciente modificación del reglamento, se admiten los residuos domésticos compostados o fermentados si tienen menos de 45 mg/kg de plomo, 0,4 mg/kg de mercurio y otras cantidades de metales pesados, un disparate inadmisible desde el punto de vista sanitario y un delirio impracticable, ya que, dada la variabilidad de los mencionados residuos, sería necesario realizar miles de análisis completos de las partidas para asegurar su inocuidad.

A pesar de que no para de ondearse la bandera de lo natural y lo orgánico, decía yo entonces que no todo era orgánico y natural en la PAE, ya que, entre otros productos inorgánicos, se permitían siete elementos traza, siete encalantes, dos inoculantes para el suelo, diecisiete abonos complejos, seis abonos potásicos y cinco abonos fosfatados. Además, en la PAE se aceptaban hasta catorce fungicidas y ocho insecticidas naturales, una lista que incluía compuestos como la rotenona, que puede causar la enfermedad de Parkinson; los piretroides, para los que, según la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, existen pruebas que sugieren su posible carcinogenicidad; las sales de cobre, que son hepatotóxicas y van a ser prohibidas próximamente en la Unión Europea; y las sales potásicas de los ácidos grasos (jabones blandos), que son adversas para los peces y la vida acuática. Seis años después de estas críticas mías, la Unión Europea elimina por fin la rotenona del catálogo de insecticidas naturales autorizados y prohíbe también el permanganato de potasio, pero mantiene la autorización de los compuestos de cobre, hasta seis kilos por hectárea y año, un metal que se acumula en el medio ambiente y que debe ser prohibido para todo tipo de agricultura. Además, contra su bandera, la actual normativa sigue autorizando hipócritamente toda suerte de productos sintéticos, tales como los destinados a tratamientos veterinarios o a la maduración acelerada de las frutas.

Debo repetir que, como ha demostrado Bruce Ames, la proporción de insecticidas naturales que causan mutaciones en bacterias y cáncer en roedores es la misma que la de insecticidas sintéticos; y el consumidor medio estadounidense ingiere cada año unas diez mil veces más plaguicidas naturales que sintéticos; una simple taza de café contiene más carcinógenos naturales que la dosis anual de carcinógenos sintéticos en la dieta. Si se estratifica la población de mayor a menor consumo de frutas y verduras convencionales, esas que se consideran por algunos como altamente contaminadas, la población queda automáticamente clasificada de menor a mayor incidencia de cánceres del sistema digestivo. Hay que denunciar como falsa la creencia popular, atizada por los defensores de la PAE, de que existe una verdadera epidemia de cáncer originada por el consumo de productos convencionales. Estudios recientes confirman que el consumo de productos de la PAE no disminuye en absoluto la incidencia de cáncer.

Va siendo hora de dar por establecido que los productos de la PAE no son más sabrosos, tal como se ha demostrado mediante catas a ciegas, no son más nutritivos, según más de una rigurosa revisión de la literatura científica fiable, ni son más seguros sanitariamente, sino menos, por las razones ya expuestas. La cuestión del impacto medioambiental de la PAE es más compleja, como ya señalamos en su día. En términos generales, puede decirse que la PAE invade más suelo natural por tonelada de alimento producida, ya que sus rendimientos son menores y, en cambio, suele contribuir menos a la contaminación y la eutrofización. Sin embargo, esta última afirmación requiere ser matizada producto por producto.

El suelo laborable es un bien escaso cuyas disponibilidades por persona vienen decreciendo rápidamente. Si Estados Unidos ha logrado preservar parte de su territorio en un estado más o menos virgen ha sido porque el rendimiento de sus diecisiete cosechas principales se ha multiplicado por tres en medio siglo, sin aumentar la superficie sembrada. La demanda de suelo laborable se ha agudizado al abrirse recientemente la controvertida posibilidad de dedicar una buena parte de la producción vegetal a la obtención de biocombustibles. En teoría, la PAE requiere menos energía que otras modalidades y genera una menor emisión de CO2 por tonelada de alimento producido, aunque no siempre ocurre así en la práctica. Así, por ejemplo, la producción ecológica de leche de vaca da lugar a mayores emisiones de gases de efecto invernadero y gases ácidos que sus alternativas, especialmente metano, cuyo efecto invernadero es veinte veces más potente que el del CO2. Según otro estudio de la Universidad de Cranfield (Reino Unido), la producción convencional de pollo da lugar a una emisión de CO2 de 4,75 toneladas por tonelada de carne, frente a las 6,68 toneladas de la producción ecológica. Por otra parte, resulta obvio que los tomates orgánicos en el Reino Unido, producidos localmente en invernadero, consumen más de cien veces la energía que necesitan los producidos de forma convencional en España o en África.

En conclusión, la PAE necesita más suelo que sus alternativas para producir una cantidad dada de alimento, siendo el suelo un factor limitante en la actualidad, y produce a mayor precio por unidad, un factor que aumenta el hambre en el mundo. Mi postura es que no debe imponerse esta alternativa y que su práctica sólo debe surtir a quienes lo deseen si están dispuestos a correr con los gastos. No me gusta que mis impuestos se destinen a fomentarla.

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