miércoles, 7 de febrero de 2018

La salud como deber

Alberto Illán analiza la ley de "Promoción de vida saludable" del PSOE en Andalucía, exponiendo varias reflexiones al respecto. 


La presidenta de la Junta de Andalucía se ha puesto seria con esto del sobrepeso. Que Andalucía sea una de las Comunidades Autónomas con mayor índice de paro de España no es óbice para que se pongan serios con los kilos de más y, para ello, entrará en vigor la Ley para la Promoción de la Vida Saludable y una Alimentación Equilibrada, que pretende reducir la obesidad que padece esta población y que se cifra en el 23% de los niños y el 16,6% de los adultos. La ingeniería social se ha puesto a funcionar una vez más y, si el ejemplo cunde, no me extrañaría que viéramos otras dieciséis leyes similares en las otras dieciséis Comunidades Autónomas que completan el mapa de España.
Según nos cuenta la Junta en su página web, la norma “establecerá el derecho de la población andaluza a la información, el conocimiento, la promoción, la prevención y la participación en las iniciativas de salud pública vinculadas con la alimentación equilibrada, la actividad física y el entorno físico y psicosocial saludable” y, entre las medidas que se implementarán, destacan las siguientes:
  • Exigencia de disponer de menús saludables y de diferentes tamaños de raciones en los establecimientos de restauración.
  • Tener alternativas de adquisición de alimentos frescos y perecederos en cantidades adaptadas a la composición de las unidades familiares.
  • Habilitar aparcamientos de bicicletas en los lugares de trabajo con más de 50 empleados.
  • Favorecer el acceso gratuito al agua potable en los centros educativos, lugares públicos y centros de ocio infantil, promoviendo la dotación de fuentes en estos espacios.
  • Exigir a las empresas de máquinas expendedoras de productos alimentarios que ofrezcan agua gratuita en aquellos centros docentes en los que se permite su instalación y en los lugares de ocio infantil, ya sea integrada en sus propios dispositivos o a una distancia de hasta dos metros de los mismos.
  • Los bares y restaurantes deberán ofrecer a los clientes un recipiente con agua y vasos, de forma gratuita y complementaria a la oferta del establecimiento.
  • Exigir a las empresas de producción alimentaria en Andalucía que incluyan en sus sistemas de autocontrol la información que suministran al consumidor, para asegurar que no promueven, de forma directa o indirecta, una alimentación no saludable o no equilibrada.
  • Imponer limitaciones en la publicidad comercial de alimentos y de bebidas no alcohólicas dirigida a menores de 15 años, para evitar incentivar el consumo inmoderado de productos hipercalóricos, usando argumentos o técnicas que exploten la ingenuidad de los menores o generar expectativas referidas a que su ingesta proporcione sensación de superioridad.
Toda esta ley, sus objetivos y la forma que tiene de conseguirlos me llevan a una serie de reflexiones. La primera, y quizá la base de todo, es cuáles son los conceptos de “saludable” y “equilibrados” que se manejan. La alimentación, la nutrición, es una disciplina de base científica, que desgraciadamente está sujeta a modas que no son impuestas precisamente por nutricionistas y endocrinos, sino en las que gente con limitados o nulos conocimientos, pero poderosos medios-altavoz a su servicio, son capaces de poner de moda alimentos-milagro o dietas de dudosa credibilidad, cuando no peligrosas consecuencias. De hecho, la propia disciplina científica es relativamente nueva y está sujeta a vaivenes que llevan a poner en el disparadero ciertos alimentos, aunque más habitualmente promovidos por profanos, para, con el tiempo, redimirlos o indultarlos, siempre con la colaboración de redactores con escasos conocimientos sobre el tema. Hace ya tiempo, el aceite de oliva, los huevos o los pescados azules fueron acusados de crímenes como lo son ahora el azúcar, el aceite de palma o las carnes rojas (aunque estas últimas nunca han tenido buena fama).
Ahora están de moda las dietas veganas (por más que haya nutrientes que solo sea posible ingerir tomando productos de origen animal), los alimentos medicina o con poderes casi milagrosos, como las bayas de goji o la quinoa, y la eliminación de ciertos nutrientes aunque no sean peligrosos salvo para unos pocos, como la lactosa, el gluten o el colesterol/grasa. Pensar que la ley y los políticos son ajenos a estas modas es irracional; de hecho, teniendo en cuenta sus escasos conocimientos sobre estos temas y la necesidad de acercarse a los ciudadanos, cabe pensar que son fáciles de influir y que, además, tienen la capacidad de imponer[1].
La segunda reflexión tiene que ver con el derecho a la salud y su relación con ciertos hábitos. La salud es algo que el propio ciudadano debe vigilar y, si quiere y puede, conseguir. No es una misión de la sociedad, y mucho menos del poder político, el hacer que los individuos disfruten de ella. Quizá, cuando no hemos desarrollado una personalidad lo suficientemente adulta, sean los padres y tutores los que tengan que vigilar la de sus hijos, pero llega un momento en que tampoco es su labor. Aunque la ley pretende tener en cuenta diversas situaciones como la alimentación en los centros educativos o en el sector de la restauración, incide en tratar a todos de la misma manera, aun cuando las razones por las que una persona engorda son diversas y de orígenes muy distintos: desde problemas genéticos y metabólicos a la simple falta de actividad física (que es la más habitual de las causas), pasando por los filtros que cada uno tiene que le permiten estar más o menos obeso, dados unos hábitos fijos. Tratar a todos de forma similar es absurdo, pues no todas las dietas podrán tratar el sobrepeso y un único plato no va a solucionar todos los casos. Además, el mercado hace tiempo que ha solucionado este asunto al popularizarse restaurantes y servicios de cáterin en los que se ofrecen platos adecuados para las necesidades y caprichos de las personas que así lo demanden.
La tercera reflexión se refiere a quién tiene que asumir el coste de esta ley, y me temo que lo hace la empresa privada[2], no solo por los impuestos que ya está pagando, sino por las inversiones que deberá realizar para adaptarse a la nueva norma y los cambios que tendrá que acometer en su modelo productivo, que no responden a cambios en la demanda, sino a una necesidad política. Recuerdo lo que he mencionado hace unas líneas, que restaurantes vegetarianos, veganos y de otro tipo dan una oferta muy adecuada para los que quieren este tipo de menús. Empresas de restauración, de cáterin, de vending, deberán hacer unos cambios en sus políticas empresariales por si alguno les pide una dieta sana. En algunos casos será más fácil, como el vending, pues al fin y al cabo será sustituir un producto por otro en sus máquinas (aunque los proveedores de estas empresas sí tendrán problemas), pero en otros supondrá tener una oferta que no será necesariamente cubierta por la demanda, pudiéndose dar el caso de excedentes que terminarán en el cubo de la basura. Es decir, se desperdiciarán recursos y no será raro que se suba el precio del resto de productos para compensar las pérdidas.
La cuarta reflexión tiene que ver de alguna manera con la tercera, pero con un carácter algo más nacional, con las empresas de alimentación en general. Según la ley, si una empresa quiere comercializar sus productos en Andalucía, deberá incluir en sus sistemas de autocontrol la información que suministran al consumidor para asegurar que no promueven, de forma directa o indirecta, una alimentación no saludable o no equilibrada. Aunque ya he dicho que no sé muy bien a que se refiere con “saludable” o “equilibrado”, diré que al menos una de las líneas de producción, la que abastece Andalucía, deberá tener un etiquetado distinto o imponer este etiquetado en todas sus líneas, con el coste que ello supone. Esta medida favorece una regionalización de la manufactura de productos andaluces en el mercado andaluz, lo que supone una reducción de la competitividad y una especie de proteccionismo.
Por último, me temo que esta política será ejemplo para otras Comunidades Autónomas que podrán copiarla, ya que da la falsa sensación de que el poder político se preocupa por la salud de los ciudadanos. Teniendo en cuenta que el conocimiento de la mayoría de los españoles sobre temas nutricionales es escaso y se limita a lo escuchado en la televisión, leído en ciertas revistas o, en el mejor de los casos, escuchado a ciertos youtubers o famosos, es probable que no pocos se crean que con tomar uno de estos platos es suficiente para tener un peso adecuado. Una vez más, la política da una solución simple a una cuestión compleja. Y así nos va.

[1] Cabe la pregunta de si esta ley también obligará a los restaurantes veganos a incluir productos de origen animal en sus cartas para hacerlos saludables, ya que la dieta vegana por sí solo no lo es, o si contrariar a determinados colectivos con gran poder mediático es ir demasiado lejos. Es posible que en este caso sí que haya que “respetar” la decisión y la libertad del individuo.
[2] Cada vez es más frecuente en España la tendencia de trasladar a las empresas los costes de las responsabilidades que el Estado ha autoasumido y después no puede cumplir.

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