Jesús Palomar analiza el generador de enemigos que supone el sentimentalismo político.
Artículo de Disidentia:
Los individuos propensos a asumir riesgos en beneficio de los otros no son premiados por la evolución. Su número descenderá progresivamente, pues un alto porcentaje morirá joven y sin descendencia. Sin embargo, las tribus con más miembros capaces de sacrificarse por sus compañeros aumentarán las posibilidades de sobrevivir, expandirse y crecer.
Según la teoría de la evolución esta selección grupal vendría a explicar la existencia del sentimiento altruista en la especie humana. El científico Richard Dawkins elaboró en los años setenta una argumentación más detallada apelando al gen egoísta. Que los padres sean capaces de dar la vida por los hijos es una actitud generosa y desinteresada, pero un biólogo evolutivo solo verá en ello la salvaguarda de la carga genética presente en los progenitores; es decir, un egoísmo de grupo.
Resulta entonces que nuestro natural sentimiento altruista es directamente proporcional a la proximidad en el parentesco. En condiciones primitivas los humanos somos muy altruistas con los parientes cercanos, menos con los lejanos y nada con las otras tribus. No obstante, las tribus vecinas no nos son indiferentes. En realidad sentimos hacia los otros una instintiva hostilidad que viene a ser el inevitable reverso del apego hacia los nuestros. De modo que los sentimientos morales cálidos, que parecen tener una base biológica, tienen también su sombra: los extraños, dentro o fuera de la tribu, son una peligrosa amenaza de la que conviene defenderse.
Dado el potencial destructivo que conlleva la aparición de la inteligencia humana, fue imprescindible un ardid evolutivo capaz de paliar esta tendencia al conflicto que ponía en peligro a la especie. Apareció entonces el chivo expiatorio: un individuo designado previamente como causa de todos los males era ritualmente sacrificado. El luctuoso acontecimiento actuaba como una eficaz vacuna contra la violencia mimética, que diría René Girard. El beneficio era grande: se apaciguaba el malestar colectivo y se cohesionaba afectivamente la tribu. El grupo se mostraba entonces mejor preparado para posibles combates contra el enemigo exterior. Cuando las comunidades se hicieron más grandes y complejas la cohesión emocional entre sus miembros se debilitó, y el papel apaciguador del rito sacrificial fue sustituido por el Derecho generado por la costumbre y por el compromiso de respetar los pactos con las comunidades vecinas. El último capítulo de este proceso de enfriamiento sentimental de la política fue la creación del moderno Estado de Derecho y el Derecho internacional.
En las sociedades abiertas actuales apelar a los sentimientos desde la política resulta entonces una regresión no exenta de peligros. Utilizar estrategias primitivas para situaciones nuevas suele producir malas consecuencias. Amar a los miembros de la familia o de la tribu es normal, pues el verdadero amor hacia los otros es siempre el amor a los cercanos. Pero cuando un político proclama un amor desinteresado a muchos, incluidos los lejanos; es otra cosa distinta al amor mismo. ¡Cuánto mejor el político que respeta verdaderamente a los ciudadanos más allá de efusivas proclamas amorosas! No se puede amar cálidamente a un extenso colectivo cuya mayoría de miembros no conocemos personalmente; y cuando un líder político lo proclama con manifiesta afectación, evidencia su impostura y nos acerca un poco más al infierno. Sentimientos y política son el cóctel perfecto para la tragedia.
Si cierto es que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, no menos cierto es que en tiempos modernos demasiadas veces los cálidos sentimientos han sido excusas para las peores matanzas. El amor de Robespierre a los virtuosos cito yens inauguró el Terror que guillotinó a miles de sospechosos conspiradores, el amor a la Humanidad de los bolcheviques resultó inseparable del hostigamiento a los designados como burgueses y el amor a la raza aria que Hitler profesó, fue proporcional al esfuerzo por aniquilar a los judíos. En todos los casos los verdugos se definieron a sí mismos como víctimas y, en todos los casos, la ancestral y oscura necesidad del chivo expiatorio apareció secularizada en forma de crimen colectivo. En las tribus primitivas la víctima sacrificada actuaba como un fármaco curativo y apaciguador; pero, como bien sabían los antiguos griegos, el pharmakon se puede convertir fácilmente en veneno. Tan solo depende de cuánto, cuándo y cómo se suministre.
Hoy la emotividad política es epidemia, y gran parte de la tarea política es identificar a las victimas que, por decreto, habrán de ser merecedoras de nuestra compasión ―también de una parte significativa de nuestros impuestos―: una pléyade de políticos, periodistas y opinadores las exhiben diariamente desde los medios de comunicación; por lo que, a estas alturas, nadie ignora ya quienes son. Pero identificadas las víctimas quedan identificados también los enemigos: chivos expiatorios colectivos y desacralizados dispuestos a ser sacrificados por sus bondadosos e inocentes verdugos
¿Quiénes son estos enemigos candidatos al sacrificio en el altar de lo políticamente correcto? Quizá la pregunta produzca cierta desazón entre mis lectores. Y alguno habrá que se diga a sí mismo: ¿seré acaso yo? Tranquilícese; si usted no se considera español, no tiene aspecto caucásico, no es católico, hombre, ni heterosexual no tiene motivos para preocuparse.
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