Artículo de Disidentia:
Desde que Ana Patricia Botín-Sanz de Sautuola O’Shea, presidenta del Banco Santander, el primer banco español y uno de los primeros de Europa, se sumara a la huelga feminista del 8 de Marzo a través de su cuenta de Twitter, la unanimidad de los medios de información españoles para calificar la huelga de “jornada histórica”, dando por válidos los elevados datos de participación de organizadores y sindicatos sin hacer mayores averiguaciones, constituye uno de los “misterios” que, obviamente, ni los propios periodistas ni la clase política ni el Establishment parecen dispuestos a desvelar.
La evidencia indica que el cacareado éxito de la convocatoria no se ajusta a la realidad. Más allá de la guerra de cifras, el indicador de consumo eléctrico, que siempre es una medida fiable de la incidencia de una huelga en la industria, no sufrió variaciones con respecto al día anterior. Y, sin embargo, en la mente del público se ha pretendido instalar la creencia contraria: que el paro fue masivo, que nada menos que cinco millones de mujeres lo secundaron en toda España.
En línea con la izquierda radical
En efecto, que esa huelga, ideada y promovida por el partido Podemos y sus organizaciones satélites, y cuya finalidad, como sus propios ideólogos reconocen, era incardinar el feminismo en una estrategia de subversión más amplia, contara con el beneplácito del Establishment, especialmente las grandes corporaciones, constituye un “misterioso secreto” donde nada es lo que parece. Y donde cada protagonista tiene su propio interés; especialmente el Poder Económico, las grandes empresas españolas.
Este Poder Económico, que raramente actúa de manera desinteresada, no suele tomar abiertamente la iniciativa. Pero, cuando percibe un fenómeno que pudiera mejorar su posición, lo impulsa con ímpetu, resultando un agente decisivo. En estas circunstancias, las grandes corporaciones operan de forma solapada, oculta, entre bambalinas, utilizando sus múltiples recursos, entre los que figuran unos medios de comunicación acostumbrados a vivir de sus favores. Y el objetivo siempre suele ser el mismo: protegerse de la competencia de otras empresas para seguir cobrando elevados precios por sus productos.
Así ha sido a lo largo del proceso de fragmentación del mercado interior español, con el auge de los localismos; esto es, las autonomías y los nacionalismos, que ha resultado letal para las medianas empresas. También en el anunciado proceso de Cataluña, que desembocó finalmente en el fallido intento de secesión, donde el poder económico fue valedor de uno de sus principales instigadores, Artur Mas, de quien destacados miembros de la cúpula empresarial decían, a cuantos se mostraban alarmados, que, en última instancia, Artur actuaría como un tipo sensato y de fiar. Obviamente, no había en esta defensa convicción política, solo interés económico: Artur Mas prometía que Cataluña no dejaría de ser un mercado cautivo, en el que las grandes corporaciones seguirían obteniendo enormes beneficios a costa de los consumidores.
¿A quién beneficia el exceso de regulación?
Aunque algunos intenten convencer de que nos encontramos en un mercado competitivo, en realidad bajo la alfombra existe poca competencia y demasiados acuerdos, tácitos o explícitos, entre las grandes corporaciones y el poder político, siempre en beneficio mutuo.
Hace siglos que se conoce la tendencia de los grandes empresarios a buscar atajos para limitar la libre competencia porque reduce los precios y rebaja los beneficios. No sorprende que, a lo largo del tiempo, hayan ideado multitud de vías para restringir la competencia. Lo señaló Adam Smith en The Wealth of Nations (1776): “cuando los empresarios del mismo sector se reúnen, aunque solo sea por entretenimiento y diversión, rara vez la conversación no termina en una conspiración contra el público o en alguna estratagema para aumentar los precios”.
Las estrategias de las grandes empresas evolucionaron con el tiempo, se hicieron más complejas y, sobre todo, aprovechando el creciente poder del Estado, derivaron hacia prácticas que implicaban una alianza con el poder político para poner obstáculos a sus potenciales competidores. Este es el fundamento de la Regulación Pública de los Mercados, es decir la imposición de un conjunto de leyes y normas restrictivas para producir y vender.
Así, políticos y grandes empresarios llegan a un a un acuerdo para impulsar un marco legal favorable a las empresas implicadas, con normas orientadas a mantener fuera del mercado a otras empresas que no forman parte de la alianza. De este modo, los empresarios favorecidos obtienen enormes beneficios, que pueden repartir con los políticos y con otros grupos de presión.
Este fenómeno fue apuntado ya por el premio Nobel de Economía George Stigler en The theory of Economic Regulation (1971): “como regla general, son las empresas de un sector las que buscan y promueven la regulación, cuyo diseño y funcionamiento tiene como objetivo beneficiar a las propias empresas“. La idea fundamental es que determinadas regulaciones, aunque proclamen que pretenden defender y proteger al público, en realidad favorecen a las grandes empresas pues su objetivo es reducir la competencia y elevar los precios… en perjuicio de los consumidores.
A veces, la regulación recoge cláusulas tan complejas y enrevesadas que permiten a las autoridades aplicar un trato distinto a amigos y no amigos. En otras ocasiones, se introducen ciertas normas que imponen enormes costes a todas las empresas. Y, sin embargo, los grandes empresarios suelen animarlas, parecen encantados soportando esas cargas adicionales. ¿Por qué? Porque saben que ellos pueden asumirlas, pero muchos de los competidores, más pequeños, quedarán fuera de juego.
Así, este tipo de regulación constituye una bomba de relojería contra las medianas empresas: muchas deben desistir y las grandes se reparten su cuota de mercado, ejerciendo un poder oligopolista que garantiza los elevados precios con los que cubrir los costes de estas normas y obtener todavía un amplio margen.
La Corrección Política: aliada de los oligopolistas
Desde el principio, la Corrección Política, y la abundante legislación restrictiva que genera, proporcionó al Poder Económico una fuente inagotable de “justificaciones”, más bien excusas, para establecer barreras de entrada a “sus” mercados. Con la proliferación de la legislación medioambiental y el concepto de “sostenibilidad”, las grandes empresas se mostraron siempre muy dispuestas a apoyar y secundar iniciativas políticas que impusieran nuevas acreditaciones, auditorías y certificaciones, inalcanzables para la inmensa mayoría de medianas empresas, que son las que podían amenazar su cuenta de resultados.
También impulsaron la implantación de nuevas certificaciones relacionadas con un concepto tan político como es la “responsabilidad social corporativa”, la elaboración de costosas “memorias de sostenibilidad” o, más recientemente, el certificado de Empresa Familiarmente Responsable (EFR). Curiosamente, el Banco Santander ya cuenta con un certificado EFR, del que su departamento de relaciones institucionales seguramente hacía gala ante los medios de información el día en que su presidenta, Twitter mediante, se sumaba tan oportunamente a la huelga feminista.
La Corrección Política ofrece infinitas posibilidades para establecer nuevas barreras a la competencia porque penetra todos los ámbitos sociales y permite legislar sin freno. De hecho, resulta significativo que ya el 28 de noviembre de 2017, la ministra española de Empleo y Seguridad Social, Fátima Báñez anticipara su intención de establecer costosas “auditorías de género” en las empresas grandes… y medianas. Malos augurios para éstas últimas.
Una nueva coalición de Poder
Todas estas trabas y barreras caracterizan lo que se conocen como Sistemas de Acceso Restringido, donde existen unas fuertes estructuras de connivencia entre sectores empresariales y políticos, basadas en el intercambio de favores. El statu quo representa un complejo equilibrio de apoyos e intereses, con enorme inercia y resistencia al cambio. Es lo que siempre se denominó el Establishment.
Sin embargo, en los últimos tiempos, aparecieron otros agentes dispuestos a exigir su parte del pastel. Se trata de los activistas de las diversas causas que se engloban dentro de la Corrección Política. De esta forma, las normativas ambientales que promueven los ecologistas, las auditorías de género que exigen las feministas, etc. proporcionan excusas para imponer costes asumibles para las grandes empresas, pero difícilmente para las medianas.
El Establishment actual está dirigido por los grandes empresarios, sostenido por los partidos políticos e impulsado por los activistas que, en su discurso aparentemente fanático, pregonan defender al público, a las minorías, a la naturaleza, cuando en realidad benefician a un conglomerado de grandes empresas, a la clase política y, por supuesto… a ellos mismos.
¿Y los medios de comunicación? El Poder les hace creer que forman parte del Establishment, que ejercen gran influencia, pero, en realidad, por muy pomposos y arrogantes que sean algunos de sus directivos, no son más que mayordomos a sueldo, lacayos que escriben al dictado aquello que conviene cada día a los de arriba. Unos personajes despóticos con sus subordinados pero… bochornosamente serviles con el Poder.
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