J.L. González Quirós analiza la política como rutina o cómo hundirse sin solución.
Artículo de Disidentia:
Observada desde fuera, la conducta de los políticos puede parecer más inteligente de lo que es, lo que no es sino otra manera de decir que hacer buena política o ser un buen político no está al alcance de cualquiera. Por ejemplo, la tendencia de muchos a mantener las estrategias que en otros momentos les han llevado al poder es llamativa, porque persisten en ella aunque suelan incurrir en errores de bulto. No me refiero aquí, como es obvio, a los principios o valores esenciales, o como quiera que se les llame, que cualquier político no marxista (“estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo otros”) debiera mantener, aunque muchas veces no lo hagan, sino a los discursos con los que piensan que, aparte de ser fieles a su conciencia, pueden conseguir la mayoría.
Las sociedades se mueven, pero muchos creen que la política consiste en repetir lo de siempre, tal vez con ligeros cambios de estilo, una estrategia que no suele funcionar, aunque guste mucho a lo que Gortazar ha llamado los electores forofos, esos que riñen a sus amigos cuando creen que no han sido fieles al partido que debieran haber votado. Es normal que los partidos esencialistas (los comunistas, por ejemplo) que creen estar en posesión de la fórmula para alcanzar la sociedad perfecta, aunque sea pasando a través de sendas muy estrechas, tiendan a ser repetitivos, y, aunque se esfuercen en disimularlo, se les ve el plumero con facilidad, por ejemplo, cuando se quejan de la chulería de Amancio Ortega haciendo una insultante donación a la sanidad pública. Pero que los partidos con una visión más conservadora y/o reformista, sean más o menos liberales, se remitan una y otra vez a catecismos gastados es bastante poco comprensible.
En las democracias, por imperfectas que sean, los electores siempre tienen la razón, porque no se trata de discutir sobre verdades más o menos abstractas, sino sobre asuntos algo menos solemnes como podría ser, por ejemplo, cuál es el lugar que se elige para pasar las vacaciones, un tema poco trascendental, pero de enorme interés y de no pequeña dificultad, y que requiere más decisiones que argumentos incontestables. No es ningún secreto que el político tiene que ser persuasivo, pero es que hay algunos que solo creen en la pedagogía de “leña al mono hasta que se aprenda el catecismo”.
Entre españoles es bastante frecuente el recurso a la retórica viril y belicosa, “sin complejos” la llaman algunos, y se comprende bien que acudan a ella quienes esperan con fundamento que les dé resultado, pero no se me alcanza la razón de que se acojan a sus supuestos beneficios quienes han podido comprobar más de una vez que no les funciona demasiado bien. Es muy probable, para decirlo con suavidad, que el extraño atractivo que se dice tuvo alguna vez el centro, tenga que ver con esas raras preferencias de muchos electores a los que no les hace demasiada gracia la idea de una persistente cruzada contra el infiel.
Un viejo chiste gráfico de Gila presentaba un toro que se negaba, con buenas razones, a entrarle al torero, pero esa actitud reservona les parece inadecuada a muchos de esos estrategas que recomiendan los gritos y las pinturas de guerra para ganar las elecciones. Claro es que si todo se cifra en el miedo resulta necesario exagerar, pero ya ha llovido mucho para que se siga considerando indiscutible que las artes intimidatorias conducen de inmediato a la victoria.
De todas maneras, tampoco se pueden hacer muchos reproches a quienes pierden las elecciones tratando de levantar un legado muy poco brillante, por mucho que se empeñen en atribuir sus males a deficiencias de la comunicación, una magnífica excusa, aunque algo gastada. En general, las elecciones se pierden más que se ganan, es decir que lo que tiene mérito es ganarlas, cuando no es el momento, y lo deplorable es perderlas a destiempo, pero cuando se trata de levantar una herencia muy onerosa suele ser inútil imaginar estrategias rompedoras, conversiones a lo Saulo.
En el reciente ciclo electoral de España puede ser engañoso identificar al que ha ganado, que se ha quedado donde se quedó Rajoy en 2015, cuando le dijo tranquilamente al Rey que no era su momento, u olvidar quién las ha perdido por más que haya tenido la habilidad de levantarse de la mesa sin pagar la factura. La situación de un partido que se queda sin líder porque le da un apretón antes de que acabe la ópera, no puede describirse diciendo que es desesperada pero no grave, porque es desesperada, grave, imposible e irremediable.
Otra cosa es si se tiene o no se tiene acierto al levantarse después del revolcón, y ahí pueden discrepar los doctores, pero que alguien no comprenda que se le ha acabado el crédito político y tiene que empezar desde cero, por mucho que no tenga tiempo para hacerlo, solo es desesperante, aunque no letal, pues ni siquiera Superman habría levantado el vuelo con tanta kriptonita en las alas.
Bussines as usual, puede ser un buen lema, si es que lo es, en escuelas de negocios, pero no parece un consejo muy prudente para quien tenga que reconstruir un edificio dinamitado: no sirve de mucho seguir como si nada hubiese sucedido y pedir a los electores forofos que regañen al que se deje. En política, la rutina suele llevar por el mal camino, porque las políticas se gastan, las palabras envejecen, los propósitos cambian, y la gente no siempre conserva los hábitos que más convendría.
Hay algo más, por supuesto. Cuando no se ha hecho la tarea de trabajar a fondo para modificar la cultura política dominante, no hay demasiados motivos para lamentarse de que el electorado vuelva por donde solía. Comprender eso, y que es muy poco inteligente confundir los efectos con las causas es una lección que debieran meditar los líderes derrotados. No se explica nada, por poner un ejemplo cualquiera, diciendo que hay un problema en la división del electorado entre alternativas muy parejas, y que tal es la causa de todos los males. El electorado no está dividido porque no es ningún cuerpo organizado, ni un colectivo de clientes bien definido, es el conjunto de los españoles que ejerce su derecho a reprochar y a escoger según le pete, y aunque pueda arrepentirse, y es posible que lo haga, tiene derecho a darse el gustazo de decir que no a quienes se han pretendido dueños de su voto, entre otras razones porque son muchos los que están aprendiendo a votar no por lo que se les dice, sino por lo que luego se ha hecho con su voto.
La verdadera política no está en las proclamas electorales, sino en el gobierno del día a día y, si se hace lo mismo que han hecho otros, es de orates esperar que los electores se crean las promesas contrarias a lo que todo el mundo ha visto. Ser rutinario, prometer algo y hacer otra cosa, castiga a los partidos por igual, pero, como dirían en la Granja de Orwell, a unos más que a otros. Hacer, hacer y cambiar cuando se ha hecho mal, es la única forma de poder seguir esperando el voto de los que no son forofos: esa será, sin duda, la mejor retórica, el único remedio.
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