Juan R. Rallo analiza el coste (y quién es el perjudicado) de los aranceles de Trump a China (al contrario de su relato), mostrando las consecuencias que tiene para el bienestar y la riqueza dicha política.
Artículo de El Confidencial:
El presidente de EEUU, Donald Trump. (Reuters)
La tregua en la guerra comercial entre EEUU y China ha terminado. O, al menos, eso parece querer transmitir Trump. El republicano acaba de amenazar con incrementar hasta el 25% los aranceles que recaen sobre importaciones chinas con un valor anual de 525.000 millones de dólares (en la actualidad, solo 50.000 millones están gravados al 25% y otros 200.000, al 10%). Y aunque en este tira y afloja entre las dos superpotencias es difícil desentrañar hasta qué punto cada una de ellas va de farol para adquirir un mayor poder de negociación frente a la otra parte, el argumentario empleado por Trump para justificar las bondades de su alegato proteccionista se fundamenta sobre una mentira descarnada: a saber, que hasta la fecha han sido las empresas chinas las que han soportado el grueso de la mordida arancelaria estadounidense. En palabras de Trump: “Los aranceles pagados en las aduanas estadounidenses han tenido muy poco impacto sobre el coste de los productos: la mayor parte del daño ha sido soportada por China”.
Empecemos por lo básico: un arancel es un impuesto que el consumidor ha de pagar al importar un producto extranjero. Pero, como todos los impuestos, la persona que está legalmente obligada a abonar un tributo no tiene por qué ser la que realmente cargue con su coste efectivo. Por ejemplo, si EEUU establece un arancel del 25% sobre un móvil chino que cuesta 1.000 dólares, cabe la posibilidad de que ese arancel lo sufra en sus carnes el propio consumidor (si pasa a pagar 1.250 dólares por el móvil chino) o que lo soporte el fabricante chino (si, para seguir vendiéndolo en EEUU, ha de rebajar su precio antes de aranceles a 800 dólares).
¿De qué depende la identidad de la víctima? Del poder de negociación de cada parte o, en términos más técnicos, de la elasticidad de la oferta y de la demanda: si la demanda estadounidense de productos chinos es muy inflexible (muy inelástica) y, en cambio, la oferta de productos chinos hacia EEUU es muy flexible (muy elástica), el arancel lo pagará esencialmente el importador estadounidense; en el caso inverso, lo sufriría el exportador chino.
Así pues, Trump en teoría podría tener razón con su aseveración de que, hasta la fecha, sus aranceles contra China los ha sufrido la economía asiática y no la estadounidense: todo depende de cuán relativamente flexibles sean sus ofertas y demandas relativas. Pero ¿tiene razón en la práctica? Desde luego que no: en un reciente 'paper', los economistas Mary Amiti, Stephen J. Redding y David E. Weinstein han puesto de manifiesto que, hasta el momento, la totalidad del incremento de los aranceles estadounidenses ha sido traspasada en forma de mayores precios a sus propios ciudadanos, esto es, los exportadores siguen recibiendo hoy el mismo monto por producto que antes del rearme arancelario (y es el importador quien paga todo el impuesto exterior).
En principio, cabría pensar que estamos ante una mera redistribución de la renta desde el importador estadounidense hacia el Gobierno estadounidense: el primero dispone de menor renta porque paga más impuestos, mientras que el segundo adquiere mayor capacidad de gasto merced a la nueva recaudación. En agregado, pues, nadie perdería. Pero aun suponiendo que el Gobierno sea capaz de generar tanto bienestar con esos recursos como el que habrían generado en manos de los ciudadanos (quienes sí saben qué han de comprar para satisfacer sus necesidades), los aranceles estarían generando ahora mismo unas pérdidas de 1.400 millones de dólares por mes (debido a que, como los precios finales de venta son más altos, adquieren menos productos chinos que los que alternativamente habrían comprado).
Si tenemos en cuenta que probablemente el Gobierno no sea capaz de generar tanto bienestar como el que habrían obtenido los propios ciudadanos gestionando su propio dinero, las pérdidas mensuales se ubicarían en los 3.000 millones de dólares. Y si Trump cumple con su amenaza de multiplicar los aranceles sobre el conjunto de productos chinos, el destrozo será obviamente muy superior.
Que los aranceles de EEUU estén siendo en última instancia soportados por los propios estadounidenses (y, según estimaban los autores del informe, que los aranceles chinos estén siendo soportados por los propios chinos) pone de manifiesto una de las implicaciones más importantes del comercio: en la medida en que nos induce a especializarnos en aquello en lo que somos relativamente mejores, el comercio también nos vuelve interdependientes (ya no dependemos solo de nosotros mismos, sino también de los demás). Y como esa interdependencia es complicada de sortear, los aranceles los termina pagando aquel que no tiene —de momento— otra alternativa que seguir recurriendo a su proveedor hiperespecializado.
Por eso, una guerra comercial a gran escala es, a corto plazo, un expolio para los importadores y, a largo plazo, una forma de destruir las cadenas de producción globales y, por ende, de empobrecernos a todos.
Si Trump no va de farol, lo pagaremos todos muy caro.
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