Juan Rallo analiza y muestra en base a los distintos estudios al respecto, quién está pagando la subida del salario mínimo.
Artículo de El Confidencial:
Fotografía de la ministra de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social de España, Magdalena Valerio. (EFE)
A comienzos de año, el salario mínimo interprofesional aumentó desde 736 euros mensuales a 900 euros mensuales (en 14 pagas): un incremento del 22%. Atendiendo a lo que había sucedido en el mercado laboral español en 2017, cuando el SMI aumentó un 8% y destruyó 12.000 empleos, el Banco de España concluyó que podría destruir 125.000 empleos a lo largo de 2019: no que a finales de 2019 habría 125.000 empleos menos que a comienzos de 2019, sino que 125.000 personas perderían su empleo a lo largo de 2019 como consecuencia de la subida del SMI.
Hace unos días, sin embargo, la AIReF manifestó que, atendiendo a los datos agregados de los cuatro primeros meses del año, no parecía detectarse ningún efecto de la subida del SMI sobre la creación de empleo. Rápidamente, todos los defensores de esta medida salieron en tromba para cantar victoria y criticar a aquellos agoreros que habíamos advertido sobre sus peligrosas consecuencias. En realidad, si quienes ahora se escudan en la AIReF para justificar la subida del SMI se hubiesen leído el documento publicado por esta institución, tal vez sus aseveraciones habrían sido algo más matizadas. Y es que, de acuerdo con la AIReF, a) hasta que no dispongamos de datos individualizados no podremos realmente conocer cuáles han sido sus efectos (en 2017, los datos agregados tampoco transmitían ningún efecto y, como dijimos, el SMI destruyó 12.000 empleos); b) todavía es pronto para evaluar los efectos sobre el conjunto del año, puesto que estos pueden materializarse en contratos temporales que dejen de renovarse en los próximos meses, y c) cabe la posibilidad de que el SMI no se haya dejado sentir en un menor número de ocupados sino en una reducción de las horas trabajadas.
Este último comentario de la AIReF es acaso el más interesante, por cuanto contribuye a ampliar el debate: la única repercusión posible de una subida del SMI no es la pérdida de empleo; existen otros efectos que —como la reducción del número de horas trabajadas— pueden impactar negativamente sobre los ciudadanos y que suelen pasar desapercibidos en muchos estudios académicos sobre las repercusiones del SMI. Hace unos días, sin ir más lejos, John Cochrane se quejaba de que los economistas hayamos limitado el debate sobre los efectos del SMI al análisis de los empleos destruidos. Al cabo, otras consecuencias igualmente relevantes que sabemos que puede acarrear el SMI son la supresión de complementos salariales, la exigencia de mayor cualificación para contratar a trabajadores o la automatización a largo plazo de algunas tareas.
De hecho, es evidente que un incremento del SMI necesariamente ha de tener algún efecto sobre la economía, dado que constituye un aumento de los costes de producción para algunos empresarios ('nota bene': las empresas afectadas suelen ser las pymes, no el Ibex 35). Si ese aumento del coste de producción no se traduce ni en menos empleo, ni en menores complementos salariales ni en mayor exigencia de productividad sobre los trabajadores (es decir, si no afecta negativamente a los perceptores del SMI), solo restan dos opciones: o el empresario traslada su mayor coste de producción a los precios de sus productos o, alternativamente, se come ese mayor coste contra su margen de beneficios. Esto último es, desde luego, lo que desean que suceda la mayoría de los defensores de una subida brusca del SMI: que los empresarios ganen menos y que los trabajadores más pobres ganen más. Pero ¿realmente los empresarios ganan menos?
Al respecto, acaba de publicarse un 'paper' en la 'American Economic Review' donde se estudian los efectos de un incremento del 60% en Hungría entre los años 2001 y 2003 (estudio aplaudido por una de las más conocidas autoridades académicas a favor de las subidas del SMI: Arindrajit Dube): ¿cómo respondieron las empresas húngaras ante este evento? De acuerdo con los autores, las pérdidas de empleo fueron escasas (salvo en el sector exportador) y un 75% del ajuste se efectuó vía subidas de precios (el otro 25%, vía menores márgenes de beneficio). Es decir, más salario mínimo —salvo en aquellos sectores caracterizados por una fuerte competencia global— se traduce esencialmente en mayores precios (y en una cierta pérdida de empleo).
¿Es este resultado reconfortante para los defensores de un incremento del SMI? No debería. Al final, aumentar el SMI a algunos trabajadores supone reducir los salarios reales de todos los demás trabajadores (incluyendo aquellos con ingresos muy bajos). Si se diera el caso de que todos los perceptores del SMI se encontraran entre los estratos más pobres de la sociedad, cabría pensar que al menos se trata de una política que redistribuye la renta desde quienes más tienen a quienes menos. Pero no es así: en España, menos del 40% de las personas que cobraban el SMI en 2013 habitaba en hogares en riesgo de pobreza (hoy, tras la subida del SMI, previsiblemente serán bastantes menos); a su vez, menos del 10% de todas las personas en riesgo de pobreza eran trabajadores que percibían el SMI.
¿Qué significa eso? Pues que con la subida del SMI estamos aumentando los salarios de muchos individuos que no están en riesgo de pobreza (imaginen un adolescente que vive en una familia de clase media-alta y que trabaja en verano para conseguir unos ingresos extra) a costa de reducir los ingresos reales a muchísimas otras personas que sí pueden encontrarse en riesgo de pobreza (por ejemplo, un padre de familia numerosa que percibe un sueldo ligeramente por encima del SMI): sería una política tremendamente regresiva. Nótese que no se trata de una hipótesis irreal: en 2015, el economista Thomas MaCurdy descubrió que las subidas del SMI eran netamente dañinas para los pobres estadounidenses: la mayoría de ellos no se beneficiaban de las subidas del SMI pero sus cestas de la compra sí se encarecían por culpa de esos aumentos del SMI.
En suma, todavía es pronto para saber si el fuerte aumento del salario mínimo de este año ha repercutido en una destrucción de empleo o no (en 2017, parecía que no lo había hecho y finalmente sí lo hizo). Pero, aun cuando no sucediera, eso no significa automáticamente que los aumentos del salario mínimo sean beneficiosos para los estratos más pobres de la sociedad: si un mayor SMI se traduce en mayores precios, puede terminar empobreciendo a las rentas más bajas vía contracción de sus ingresos reales. Antes de apostar por medidas tan drásticas, convendría evaluar las posibles ramificaciones de sus efectos: algo que nuestra casta política, más interesada en la consigna propagandística que en la auténtica lucha contra la pobreza, ni ha hecho ni piensa hacer.
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