Juan R. Rallo analiza la falaz y simplista crítica que se hace sobre la reforma laboral como causante de las actuales condiciones laborales, que se desmonta fácilmente, tras el intento de abolición de la misma de PSOE o Podemos y la cesión del PP a abolirla también para que el PSOE se abstenga si ello le permite gobernar.
Un enorme error...
Artículo de El Economista:
La reforma laboral ha sido el blanco de todas las críticas simplistas hacia la mala situación del empleo en España: prácticamente todos los partidos y medios de comunicación le imputan la precarización de las condiciones laborales, la reducción de los salarios e incluso la elevada tasa de paro.
Parecería, pues, que derogarla constituya una inaplazable prioridad para comenzar a enderezar nuestro torcido rumbo: de hecho, el PSOE prometió abolirla inmediatamente en caso de llegar al poder y, según informaba este mismo diario hace unos días, el PP parece dispuesto a entregársela en bandeja de plata con tal de que los de Pedro Sánchez se abstengan y permitan gobernar a Rajoy. Pero no: es completamente falso que la mala situación de nuestro mercado de trabajo responda a la tímida liberalización que se introdujo en él a partir de 2012.
De entrada: a finales de 2011, la tasa de paro en España ya se había disparado desde el 8,2% al 21,4%. Esto es, la mayor destrucción de empleo durante esta crisis tuvo lugar antes de que el PP aprobara su vituperada reforma laboral. Es más, la tasa de desempleo media entre 1980 y el año 2000 fue del 18%: es decir, el marco de relaciones laborales al que aspiran a regresar PSOE, Podemos o los sindicatos con la aquiescencia del PP -y que se basa en una alta indemnización por despido y en un papel reforzado de la negociación colectiva- ha sido históricamente responsable de consolidar la tasa de paro media más elevada de todo Occidente. Un logro social del que al parecer hay que sentirse orgullosos y frente al cual sólo cabe responder aceptando estoicamente ese descomunal ejército industrial de reserva y subsidiándolo con una renta mínima de inserción.
Acaso se diga que la reforma laboral no es la responsable de la brutal destrucción de empleo que hemos experimentado a lo largo de esta crisis, pero que, en cambio, sí lo es de su creciente precarización. Nuevamente, esto es falso: la tasa de temporalidad media entre 1998 y 2011 fue del 30,6% (esto es, prácticamente uno de cada tres empleos en España eran temporales) y en pleno auge de la burbuja inmobiliaria -primavera de 2006- llegó a alcanzar el 34,6%. A día de hoy, en cambio, se ubica en el 26,2 por ciento.
Entiéndaseme correctamente: no estoy afirmando que la reducción de la temporalidad que hemos experimentado en los últimos años se deba a la reforma laboral (más bien, se debe a que la destrucción de empleo de la crisis se ha concentrado en el personal temporal), pero sí estoy afirmando que el problema de la elevada temporalidad no es atribuible a la misma, sino al marco de relaciones laborales que al parecer pretende reimplantarse.
En suma, abolir la reforma laboral sería un error que sólo podrían apadrinar el populismo de los unos y las ansias por mantenerse en el poder de los otros. Un error no sólo por el hecho de reimplantar un régimen normativo profundamente disfuncional, sino por hurtar a la ciudadanía el verdadero debate que deberíamos mantener a estas alturas si es que deseamos avanzar hacia una creación acelerada de empleo de calidad: a saber, que nuestro drama no es el exceso de libertad laboral, sino su cuasi completa ausencia.
Por consiguiente, en lugar de estar planteando reaccionariamente una reversión del marco laboral, deberíamos estar estudiando cómo dotarlo de mayor flexibilidad y libertad (a imagen y semejanza de lo que sucede en uno de esos países tan supuestamente admirados por todos nuestros partidos: Dinamarca).
Pero, por desgracia, ese no es el debate en boga: todos los partidos parecen cada vez más convencidos en regresar a una legislación laboral responsable de generar tasas de paro medias del 18% y tasas de temporalidad medias superiores al 30%. Cómo no sentirse esperanzado.
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