Carlos Barrio analiza el feminismo radical y el mito del patriarcado.
Artículo de Disidentia:
Foucault afirmaba que en toda sociedad existe lo que él llamaba un régimen de verdad, un conjunto de mecanismos discursivos y de prácticas de poder que determinan que se tiene por verdadero en su seno. Uno de los mecanismos que el pensador francés identificaba como productor de verdades era los medios de comunicación y las instancias educativas.
Que el poder produce verdad es algo que ya teorizaron pensadores como Platón o Maquiavelo, sin embargo, en la llamada posmodernidad si hay una ideología que ha llevado muy lejos esa conexión tan estrecha entre poder y verdad socialmente aceptada, esa es sin duda el feminismo. Éste a través de sus mecanismos de difusión en centros de enseñanza, medios de comunicación de masas y discursos institucionales ha logrado asentar una idea que ahora casi nadie osa rebatir: que vivimos en sociedades patriarcales donde se practica una violencia generalizada contra las mujeres.
Esta violencia iría más allá de los meros episodios de violencia física ejercida contra ciertas mujeres. Nuestra propia cultura estaría asentada sobre una violencia simbólica que tiende a denigrar lo femenino, como algo accesorio y meramente secundario. Simone de Beauvoir en El segundo sexo afirmaba el carácter inesencial de lo femenino, algo que ya estaría expresado en el propio mito bíblico de la creación, donde el arquetipo femenino, Eva, no deja de ser una creación derivada de la propia masculinidad.
Según Beavoir nuestra civilización se fundamenta en último término en una prosternación de la mujer. Katet Millet, verdadera popularizadora de la idea del patriarcado como institución cultural, ahonda mucho más en esa denuncia generalizada de la opresión cultural de lo femenino. En su Política sexual afirma sin ambages que toda nuestra cultura es patriarcal, “Recordemos que el ejército, la industria, la tecnología, las universidades, la ciencia, la política, y las finanzas se encuentran por completo en manos masculinas”.
El feminismo, como el marxismo del que es un heredero directo, descansa en último término en una visión agonal de la vida social. Sigue el aforismo de Heráclito que hace del conflicto el padre de todo lo que existe, incluida la propia evolución social. El patriarcado es al feminismo lo que el capitalismo es al marxismo clásico: el enemigo a batir.
La historia del concepto del patriarcado en el pensamiento feminista es de lo más curiosa. A pesar de que los medios de comunicación de masas nos presentan acríticamente la existencia de este concepto, ni las propias feministas han logrado ponerse de acuerdo sobre lo que entienden por patriarcado, su origen o los medios para combatirlo.
Las primeras teorizaciones sobre el origen histórico del patriarcado en el pensamiento feminista son deudoras de las teorías expuestas por Engels, quien a su vez seguía al antropólogo evolucionista Morgan y al jurista Bachofen, señalando una vinculación entre el surgimiento del patriarcado y el comienzo de la economía sedentaria de base agrícola.
A esta edad oscura patriarcal le habría precedido una edad dorada, un matriarcado donde las mujeres habrían detentado el poder social, político y cultural. Pocas evidencias al respecto han podido presentar las antropólogas feministas, más allá de las investigaciones sobre la importancia de las diosas madres en la antigüedad o ciertas evidencias arqueológicas que apuntan a una consideración social de determinadas mujeres en el Neolítico. En general estas tentativas tienden a confundir matriarcado con “matrilinealidad”.
Por otro lado, el concepto de matriarcado les resulta incómodo a ciertas feministas pues parece apuntar a la existencia en un tiempo histórico pretérito de un orden social donde éstas fueron tan explotadoras y sexistas como ellas atribuyen al patriarcado. Para evitar ser acusadas de nostálgicas del hembrismo, prefieren optar por afirmar la existencia de un orden patriarcal que siempre ha existido y oprimido a las mujeres en cualquier tiempo y lugar.
Mucho más interesante resulta analizar el alcance que dan al término patriarcado. Si uno analiza la definición que de patriarcado se puede leer en una enciclopedia como la de Oxford, “sistema social o de gobierno donde los hombres detentan el poder y las mujeres son excluidas de él”, nadie en su sano juicio podría afirmar que sociedades occidentales como la norteamericana o la española, donde las mujeres no tienen ningún impedimento legal para acceder a las más altas magistraturas del estado, son patriarcales. Una feminista, intelectualmente honesta, podría afirmar ateniéndose a esta descripción que la democracia ateniense, la república romana o la mayoría de los estados islámicos son patriarcales, pero nunca se podría sostener, como apuntó la ministra Calvo, que la constitución de 1978 es patriarcal.
Ante los innegables logros que el llamado feminismo liberal y el movimiento sufragista consiguió para mejorar la situación legal de las mujeres, en los Estados Unidos el llamado feminismo radical tuvo que retomar la senda del feminismo culturalista de Beauvoir para buscar sus particulares molinos de viento patriarcales en forma de discriminaciones culturales y sociales diversas.
También el feminismo de corte marxista encontró su filón patriarcal en los problemas de conciliación laboral y profesional que presentaba el acceso generalizado de la mujer a posiciones de mayor relevancia profesional, popularizando conceptos como el de brecha salarial o el famoso techo de cristal, a fin de presentar un panorama grisáceo de la situación laboral de la mujer.
Pese a que la tendencia es justo la contraria, pues las mujeres cada vez copan puestos de mayor responsabilidad social y profesional, las feministas culturales insisten en presentarlas como criaturas desvalidas, necesitadas de la discriminación positiva para abrirse paso en la vida.
Nada más lejos de la realidad. Millones de mujeres en el mundo acceden a titulaciones universitarias y a puestos de responsabilidad sin que exista más techo de cristal que el de su propio mérito, esfuerzo y capacidad. Este discurso victimista está provocando el efecto contrario del buscado. A medida que nuestras instituciones están asumiendo más acríticamente este discurso, mayor número de mujeres desertan de las filas del credo feminista, que no las representa en absoluto.
Otro campo que las feministas culturales han identificado como exponente del patriarcado es el del sexo y el género. Según feministas como Gayle Rubin la propia noción de género como patrón cultural asentado sobre una diferenciación sexual de base biológica sería ya una forma de patriarcado. Mediante la construcción de unos roles de género la sociedad patriarcal asignaría a las mujeres un papel secundario, de meros objetos al servicio de los varones.
Es innegable que ciertos estereotipos negativos sobre la mujer obedecen a una misoginia, sin embargo, afirmar que todo rol de género es patriarcal no se sustenta. Por ejemplo, ciertas preferencias de las mujeres por profesiones vinculadas al cuidado no obedecen tanto a una cultura patriarcal generalizada cuanto a razones temperamentales que tienen una explicación biológica en último término.
Por último, decir que para cierto feminismo la condición biológica de nacer mujer ya determinaría una situación de sumisión. La dimensión reproductiva de la mujer es para cierto feminismo radical la causa última de su opresión. Shulamith Firestone en su obra La dialéctica del sexo realiza un análisis en dicho sentido o la escritora Marge Piercy en su novela distópica La mujer al borde del tiempo, En Mattapoisett, el paraíso asexuado de la novela donde no hay hombres ni mujeres sino seres asexuados, reina la paz y la concordia.
Otras feministas culturales, por el contrario, inciden en que la causa de la opresión patriarcal radica precisamente en el alejamiento de la mujer del control sobre su propio poder reproductivo, mediante la “masculinización” de la gestación y el parto, lo que desemboca en una ginecología y una obstetricia de rasgos patriarcales. De esta forma las mujeres dejarían de vivir su embarazo como algo propio y pasaría a ser “algo que ocurre en sus cuerpos”, algo ajeno. Para las mismas feministas el hecho biológico de la capacidad reproductiva es causa y consecuencia de su explotación patriarcal, con lo que incurren en una forma de pensamiento circular.
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