Juan R. Rallo analiza la crisis financiera y las dos hipótesis que explican lo sucedido, mostrando los incentivos que llevaron a ella, y cuya conclusión es evidente.
Una lección, la de la crisis, que está lejos de haber sido aprendido, ni siquiera comprendido.
Artículo de El Confidencial:
Imagen de archivo que muestra a un corredor de bolsa mientras se sienta en el edificio de la Bolsa de Nueva York tras la caída de Lehman Brothers. (EFE)
Del mismo modo que la bancarrota de las cajas de ahorros fue una exteriorización de una crisis mucho más profunda dentro de la economía real española (la distorsión en nuestra estructura productiva generada por la burbuja inmobiliaria y sus ramificaciones), la quiebra de Lehman Brothers —como previamente la de Bear Stearns, Countrywide Financial, American Home Mortgage Investment Corporation, Carlyle Capital Corporation, o Freddie Mac y Fannie Mae— fue igualmente una exteriorización de una crisis mucho más profunda de la economía real estadounidense. La mayor quiebra de la historia de Estados Unidos no fue el producto, sin más, de una excentricidad de los mercados financieros, sino de un desorden económico subyacente que por necesidad tenía que explotar.
Me explico: a partir del año 2002, el sistema financiero estadounidense emprendió una senda de degradación generalizada de su liquidez. La mayoría de intermediarios financieros (bancos comerciales, bancos de inversión, fondos monetarios y fondos de titulización de activos) comenzaron a endeudarse a corto plazo —emitir títulos que debían o podían tener que ser amortizados en breve lapso de tiempo— para invertir a largo plazo —adquirir activos financieros con una mayor duración—. Por ejemplo, la banca comercial creaba depósitos a la vista (deuda bancaria a corto plazo) para conceder hipotecas (crédito bancario a largo plazo); algunos fondos de titulización hipotecaria adquirían las carteras de hipotecas de los bancos comerciales mediante la emisión de papel comercial a corto plazo, y otros fondos de titulización hipotecaria adquirirían esas carteras emitiendo títulos a largo plazo, pero estos eran ulteriormente comprados o por bancos de inversión, mediante operaciones repo a corto plazo, o por fondos monetarios.
En conjunto, pues, el sistema financiero estadounidense canalizó ahorro financiero a corto plazo hacia inversiones financieras a largo plazo, reduciendo con ello los tipos de interés a largo plazo e incentivando consecuentemente la inversión real a largo plazo de familias y empresas (ladrillo). Por consiguiente, la economía estaba estructuralmente desequilibrada: demasiada inversión a largo para tan poco ahorro a largo. Pero ¿por qué hizo esto el sistema financiero estadounidense? Pues para maximizar las ganancias derivadas de su margen de intermediación: normalmente, los tipos de interés a corto plazo son menores que los tipos de interés a largo plazo, de manera que endeudarse a corto (pagando bajos tipos de interés) para invertir a largo (cobrando altos tipos de interés) constituye una estrategia financiera muy rentable (y, al hacerse a gran escala, se produce el famoso aplanamiento de la curva de rendimientos).
Ahora bien, endeudarse a corto para invertir a largo también constituye una estrategia financiera muy arriesgada: si el deudor a corto no es capaz de refinanciar continuamente su posición pasiva, entrará en suspensión de pagos y, probablemente, en bancarrota (liquidar concursalmente activos financieros a largo plazo suele traducirse en fuertes pérdidas económicas que aniquilan el patrimonio neto del deudor, sobre todo si este se halla muy apalancado). Por consiguiente, la cuestión pasa a ser la de por qué el sistema financiero ponderó tan mal los riesgos a los que se estaba exponiendo al deteriorar su liquidez. Y aquí dos hipótesis (no necesariamente excluyentes) son posibles.
La primera es la hipótesis minskyana: tras un periodo prolongado de tranquilidad financiera, los agentes económicos comienzan a degradar su liquidez para maximizar sus ganancias por mera imprudencia y ceguera. Dicho de otro modo, los bancos no son conscientes de que su comportamiento terminará pasándoles factura y, como resultado, terminan cayendo en la tentación de endeudarse a corto plazo e invertir a largo (lo que el propio Minsky denomina estructuras financieras “especulativas” y “Ponzi”). La segunda es la hipótesis hayekiana: los agentes económicos deterioran su liquidez porque el sistema institucional les protege de los riesgos de hacerlo; en particular, los bancos centrales se encargan de refinanciar regularmente los pasivos vencidos de aquellos bancos con dificultades para obtener crédito en el mercado (prestamista de “última instancia”) y, a su vez, los gobiernos se comprometen, explícita o implícitamente, a rescatar a los acreedores de las entidades financieras insolventes (ya sea mediante el fondo de garantía de depósitos o la expectativa de absorción de las pérdidas de aquellas entidades 'too big to fail'). A la postre, si endeudarse a corto plazo e invertir a largo resulta provechoso y el Estado blinda a los operadores financieros de la mayoría de los riesgos asociados a esta estrategia, ¿por qué no hacerlo? Cuando ser imprudente es potencialmente muy rentable y, además, eres capaz de externalizar los destrozos derivados de tu propia imprudencia, entonces lo racional es ser imprudente.
Como digo, las hipótesis de Minsky y de Hayek no son necesariamente incompatibles, pero resulta incuestionable que los mercados financieros actuales se hallan tremendamente contaminados por privilegios que los estados otorgan a las entidades financieras; de hecho, la lógica (perversa) para justificar todas sus regulaciones es esa: “Dado que institucionalmente les otorgamos tanto poder, tratemos de evitar que abusen demasiado de ese poder”. Pero ahí es donde entra el ingenio de los operadores de mercado para, innovación financiera mediante, bordear tales regulaciones (Lehman Brothers fue, de hecho, un claro ejemplo de esas innovaciones financieras dirigidas a burlar la regulación: su inversión en titulizaciones hipotecarias mediante operaciones repo fue una forma de actuar como un banco tradicional sin ser normativamente un banco tradicional). Al final, pues, los privilegios permanecen, pero los controles no.
Así, el sobreendeudamiento a corto plazo de los (privilegiados) intermediarios financieros dirigido a proporcionar crédito a largo plazo a familias y empresas alimentó no solo una burbuja de precios de ciertos activos (como el inmobiliario) sino también una sobredimensión de determinadas ramas de la economía (como la construcción), que inevitablemente tenían que pinchar para poder reorganizarse. Tan necesario pinchazo fue el que llevó a que, a su vez, los agentes más expuestos al mismo terminaran quebrando: tan pronto como empezaron a impagarse las titulizaciones hipotecarias, Lehman fue incapaz de renovar sus operaciones repo a corto plazo y, en consecuencia, entró en una crisis de liquidez que, debido a su enorme apalancamiento previo, también fue de solvencia.
En este caso, ni la Fed ni el Tesoro auxiliaron a Lehman, a diferencia de lo que habían hecho con Bear Stearns o Freddie Mac y Fannie Mae apenas unas semanas antes. Los hay que justamente responsabilizan a esa pasividad administrativa de la crisis económica subsiguiente: y aunque es cierto que un colapso financiero no previsto puede cebar la desconfianza entre los inversores y agravar el grado de liquidez de los mercados, no deberíamos perder de vista que la crisis no fue causada por el colapso de Lehman Brothers —en septiembre de 2008, el sistema financiero estadounidense ya se estaba descomponiendo—, sino por los desequilibrios que se habían estado acumulado durante años debido a la laxitud crediticia promovida por los privilegios otorgados por el Estado a la banca. Y eso, señores, no es el célebre capitalismo de libre mercado que tantos creen que sucumbió con Lehman Brothers: es un insano mercantilismo entre el Estado y la banca que deberíamos extirpar de nuestros sistemas financieros. La auténtica lección de la crisis que no hemos aprendido.
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