jueves, 27 de septiembre de 2018

Lauren Southern y la rebelión de los ‘millennials’

Francisco José Contreras se hace eco de una de las portavoces de la nueva hornada de jóvenes que desafían la hegemonía cultural de la izquierda neormarxista, y que da forma a un nuevo paradigma liberal-conservador, resumiendo sus ideas, presentadas en un reciente manifiesto. 

Artículo de Disidentia: 
Lauren Southern es una de las portavoces del brillante grupo de veinteañeros y treintañeros airados (Milo YiannopoulosBen ShapiroLindsay ShepherdAgustín Laje, etc.) que están desafiando la hegemonía cultural de la izquierda neomarxista y dando forma a un nuevo paradigma liberal-conservador. No los llamaremos “neo-neoconservadores”, pues precisamente una de sus singularidades es el enérgico ajuste de cuentas con lo que en su momento representaron los Kristol (padre e hijo), Podhoretz, Glazer o Kagan, acusados de universalismo ingenuo y de infravalorar las diferencias entre civilizaciones.
Con sólo 23 años, Southern ha dado forma a su visión del mundo en un breve ensayo que pretende ser un manifiesto generacional: Barbarians: How Baby Boomers, Immigrants and Islam Screwed My Generation. Y es un alegato poderoso. Contiene una denuncia contra la promoción actualmente a los mandos de la sociedad occidental: los baby boomers nacidos entre 1945 y 1970. Se nos acusa de haber dilapidado la herencia de nuestros padres y haber dejado a los millennials un paisaje cultural devastado.
No es que la autora sea complaciente con su propia generación: reconoce que sus pares son ignorantes, irresponsables, hiperemotivos, poco inclinados al pensamiento crítico, dogmáticos, intolerantes (cuando habla en las universidades, Southern, igual que Yiannopoulos o Shapiro, tiene que hacerlo protegida por un cordón policial que mantenga alejados a los “antifas”)… Pero ellos han sido modelados así por los boomers. Son sus profesores de 45 a 70 años los que les han enseñado a despreciar su propia cultura, que siempre fue excluyente, racista, explotadora y heteronormativa.
En las aulas canadienses, los profesores de “justicia social” (existe la asignatura) dividen a los alumnos en “privilegiados” y “no privilegiados”, y piden a los primeros que hagan la lista de sus privilegios. La historia nacional es cada vez más escamoteada a los escolares, y se la sustituye por las “historias silenciadas” de afroamericanos, nativo-americanos, mujeres, homosexuales e inmigrantes. “Cuando salí del instituto, no era capaz de contar la historia o siquiera los nombres de las gentes que colonizaron Norteamérica, pero podía dar una conferencia sobre los pueblos nativos a los que injustamente desplazaron”. Shakespeare, Coleridge o Poe tuvieron que empequeñecerse para dejar sitio a genios olvidados de las razas oprimidas y el sexo femenino.
Los nacidos en Occidente en las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial se beneficiaron del milagro económico, la universalización de la enseñanza, la consolidación de las libertades, la paz definitiva… En lugar de valorar y transmitir todo ello, la generación boomer renegó de la de sus padres y escupió sobre el legado recibido.
Tal era, en efecto, el mensaje de la “nueva izquierda” de los 60-70: que el Occidente libre y exitoso de la segunda posguerra era en realidad opresivo, excluyente, castrante. La libertad aparente encubría una realidad de esclavitud consumista, discriminación racial, sumisión de las mujeres, represión sexual… Una generación de desenmascaradores -vacunados contra la falsa conciencia y la microfísica del poder por Althusser, Foucault, Marcuse o Derrida- se hizo con puestos clave de la cultura y los resortes de la educación. La deconstrucción, la sospecha, la autocrítica civilizacional llevada hasta la autodenigración, permearon los programas de enseñanza.
Los educadores progres, además, no necesitaban contrastar sus teorías con la realidad social: eran y son “tenured hippies”, acomodados vitaliciamente en plazas de funcionario. “Sólo en el confort de un ambiente aislado de la competición por la plaza en propiedad, y protegido de la realidad por un ejército de administradores, podían prosperar este tipo de ideas”. El gobernante socialista tiene que someter sus teorías al test de la realidad, que le pasa factura en forma de ruina (vid. Venezuela o Nicaragua); el “socialista de cátedra”, en cambio, puede lavar impunemente el cerebro de miles de estudiantes indefensos durante medio siglo.
Además de enseñar a los millennials a despreciar su propia sociedad, los boomers también abrieron las puertas de Occidente a la inmigración masiva, en nombre de la diversidad y la inclusión. Los progresistas que denigraban a Occidente como racista, machista y homófobo no encontraron mejor remedio para la enfermedad que la importación de millones de personas procedentes de países en los que la mujer es poco más que un animal, los homosexuales son colgados de las grúas y los odios tribal-raciales degeneran a menudo en escabechina.
Los “tenured radicals” podían pontificar sobre las virtudes del multiculturalismo desde la seguridad de sus urbanizaciones protegidas por vallas. Los perdedores fueron los trabajadores a los que decían defender, obligados a competir con los inmigrantes por los puestos de trabajo menos cualificados y a compartir el hábitat urbano con recién llegados poco admiradores de la cultura occidental (aunque sí de sus servicios públicos y subsidios sociales).
Precisamente, la otra acusación que lanza Southern a la generación boomer es la de haber inflado los “derechos sociales” y el Estado asistencial más allá de lo sostenible. Como, además, nos olvidamos de perpetuar la especie –estábamos demasiado ocupados cambiando de pareja y disfrutando la vida- las sociedades occidentales se enfrentan ahora a un futuro sombrío de deuda pública asfixiante e insostenibilidad de las pensiones. Todo ello se derrumbará sobre los millennials: los boomers morirán justo a tiempo de no tener que presenciar el final. Habrán hecho un negocio histórico redondo: Estado-niñera de la cuna a la tumba, libertad amorosa incompatible con la formación de familias estables, muy pocos hijos… todo a ello a expensas de la siguiente generación.
El libro de Southern no se queda en la lamentación, pues también propone recetas para la rectificación. La primera es quitarles a los progres los resortes de la cultura; hay que ganarles definitivamente la batalla intelectual (de hecho, están a la defensiva, y por eso intentan cerrar los debates mediante la censura, con la excusa del “discurso de odio”). La inmigración masiva debe ser detenida: ello no implica necesariamente la inmigración cero, pero sí la afirmación del derecho de cada nación a seleccionar cuantitativa y cualitativamente (es decir, procedencia geográfico-cultural y grado de formación) la inmigración deseada: “Tenemos que empezar por construir muros… aunque sea para añadirles puertas después”. Los jóvenes deben desechar la ética sexual permisiva y volver a las relaciones sólidas, la estabilidad familiar, la procreación generosa. Los servicios estatales tendrán que ser muy recortados, y la responsabilidad individual reaprendida.
Southern cree que todo eso sólo puede resultar factible a escala nacional: rechaza, pues, la consabida demonización del nacionalismo como sinónimo de odio y guerras. Sí, el nacionalismo exacerbado llevó a las dos guerras mundiales… pero en los dos siglos anteriores había impulsado la cristalización de los Estados-nación que protagonizaron el periodo más brillante de la historia occidental. Por lo demás, no queda claro que se refiera sólo a las naciones clásicas: en algún momento, Southern se refiere al conjunto de Occidente como una (meta)nación y habla de un “pannacionalismo occidental”.
Todo un horizonte de esperanza liberal-conservadora para jóvenes. A mí me coge ya un poco mayor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Twittear