Artículo de El Confidencial:
Me replica mi colega Carlos Sánchez que no, que los impuestos no son confiscatorios. Que me equivoco en mi apreciación, por dos razones básicas. Primero, si usamos el término “confiscación” en un sentido estricto y no superficial, confiscación implica incautación, esto es, sustracción sin contraprestación: y todos los impuestos proporcionan contraprestaciones incluso para los más ricos. Segundo, los impuestos son imprescindibles para mantener un Estado providente que garantice la civilización y nos aleje de los riesgos del populismo y del autoritarismo. Nuevamente, he de decir que discrepo de raíz de ambos argumentos.
Primero, es verdad que, en cierto modo, estoy utilizando el término “confiscación” en un sentido coloquial, pero me temo que realmente lo estoy empleando en un sentido bastante más estricto que cómo Carlos Sánchez está usando el término “impuesto”. A la postre, coincidiremos en que podemos entender confiscación como una apropiación sin contraprestación y, justamente, los impuestos —como el IRPF— se caracterizan por no conllevar ningún tipo de contraprestación. Leo el artículo 2. 2.c) de la Ley General Tributaria: “Los impuestos son los tributos exigidos sin contraprestación cuyo hecho imponible está constituido por negocios, acto o hechos que ponen de manifiesto la capacidad económica del contribuyente”. A este respecto, impuestos no son lo mismo que tasas o contribuciones, cuyo pago sí proporciona al obligado tributario una suerte de contraprestación por parte del Estado.
Desde este estricto punto de vista, pues, todos los impuestos son confiscatorios y no cabe eximirles de esta característica apelando a las contraprestaciones que conllevan pues, en efecto, el impuesto es aquel tributo caracterizado por la ausencia de contraprestación. Como es obvio, acusar al IRPF de ser confiscatorio por el mero hecho de ser un impuesto no nos llevaría demasiado lejos: de ahí que haya preferido recurrir a un uso coloquial del término para referirme a una sustracción exagerada y desproporcionada de la propiedad de un ciudadano (toda vez que el criterio del Tribunal Constitucional para determinar el “alcance confiscatorio” de un tributo sea absurdamente restrictivo: a saber, salvo que el tipo medio del IRPF fuera igual al 100%, el Tribunal Constitucional no apreciaría confiscatoriedad alguna). Pero, insisto, si somos rigurosos con los términos, es bastante más preciso decir que el IRPF es confiscatorio por ser un impuesto que señalar que el IRPF no es confiscatorio por llevar asociada una contraprestación.
Segundo, en un sentido laxo y coloquial, claro que podemos afirmar que los impuestos conllevan una contraprestación general en forma de servicios proporcionados por el Estado. Éste sería, justamente, el segundo argumento de Carlos Sánchez para defender los gigantescos impuestos españoles: que éstos son necesarios para mantener un orden civilizatorio del que los ricos también se benefician. Mi colega recurre así a la famosa justificación de los tributos pergeñada por el juez del Tribunal Supremos estadounidense, Oliver Wendell Holmes Jr.: “Los impuestos son el precio que hemos de pagar por una sociedad civilizada”. Trasladar a la actualidad la definición de Holmes tiene, sin embargo, dos problemas de los que, para mi sorpresa, no se ha percatado ninguno de quienes habitualmente la citan.
En primer lugar, podría ser verdad que los impuestos constituyeran el precio de la civilización pero, ¿acaso los actuales niveles impositivos no podrían ser, también, un precio demasiado alto para el objetivo que nos prometen? Nótese que cuando Oliver Wendell Holmes Jr. acuñó esta célebre definición, en 1904, la presión fiscal de Estados Unidos apenas ascendía al 7,2% del PIB y ni siquiera existía IRPF. E incluso cuando Holmes reiteró esa misma frase en 1927, la presión fiscal del país seguía siendo de tan sólo el 11,2% del PIB y el tipo marginal máximo del IRPF se ubicaba en el 25%. ¿Cómo trasponer la definición de Holmes a un mundo en el que la presión fiscal supera el 40% (y en algunos países, el 50%) y el tipo marginal máximo del IRPF quiere colocarse en el 52%?
¿Mantendríamos esta misma definición en caso de que la presión fiscal alcanzara el 80% del PIB e impusiéramos un tipo marginal máximo del 99%? Claramente, aun cuando uno pueda aceptar la definición de Holmes dentro de un cierto contexto, esa definición no puede ser válida con independencia del nivel impositivo al que nos refiramos: podría ser adecuada para bajos niveles de presión tributaria, pero no para unos tan altos como los actuales. Tan es así que resulta muy fácil encontrar alrededor del mundo y a lo largo de la historia sociedades muy civilizadas y prósperas con niveles de presión fiscal muy inferiores a los presentes: toda esa presión fiscal extraordinaria —y estéril para el orden civilizatorio— constituiría un precio monopolístico que nos estaría cobrando el Estado por ser el proveedor único de la infraestructura civilizatoria.
Pero, en segundo lugar, la aseveración de Holmes es dudosamente correcta, al menos tal como se la suele citar y entender. Si compramos la tesis hobbesiana de que el hombre es un lobo para el otro hombre (y su corolario de que el Estado, pese a estar gobernado por hombres-lobo, es la herramienta imprescindible para evitar que uno devore al otro), entonces cabrá decir que los impuestos son el precio que pagamos para tener una sociedad civilizada, pero no a causa de tener una sociedad civilizada. Más bien al contrario: justo porque no somos naturalmente civilizados, necesitaríamos de un aparato policial que reprimiera los instintos incívicos de los individuos (el instinto de utilizar la violencia contra nuestros conciudadanos). Es decir, bien podríamos afirmar que los impuestos son el precio que pagamos por nuestra incivilidad y salvajismo.
Sin ir más lejos, el propio Carlos Sánchez nos ofrece una versión actualizada de esta justificación hobbesiana: “la contraprestación que reciben los ricos por los impuestos que pagan es la paz social en forma de ausencia de autoritarismos populistas de izquierdas que les expropien todas sus pertenencias”. En otras palabras, lo que se nos está diciendo es que los impuestos a los ricos son el resultado de un chantaje o de una extorsión contra los ricos: “o nos dais la mitad de vuestros ingresos, o nos echamos al monte y os lo quitamos todo”. La mafia también ofrecía contraprestaciones similares y no por eso resultaban menos extorsivas y confiscadoras que los exagerados impuestos actuales.
Y si los impuestos son el precio de nuestra incivilidad, ¿qué deberíamos hacer los ciudadanos que repudiamos esa incivilidad, esto es, que rechazamos esa pulsión humana conducente a usar la coacción contra otras personas a las que se desea parasitar? ¿Debemos justificar esos instintos incívicos (“bien está que las masas amenacen con mancomunarse y arramblar con la propiedad de los ricos si éstos no están dispuestos a entregarles el 50% de sus ingresos”) o, en cambio, criticar esos instintos incívicos (“un impuesto medio del 50% es una confiscación injustificable aun cuando se dirija contra una minoría”)? Personalmente, me quedo con la crítica sistemática a la coacción, a la extorsión y a la confiscación venga de donde venga y adopte la forma que adopte: es decir, aun cuando esa coacción, extorsión y confiscación se desplieguen a través de una ley que exprese la voluntad arbitraria, y muchas veces liberticida, de un conjunto de hombres que, a través del Estado, siguen actuando como lobos contra otros hombres. También aquí puede que me esté dejando llevar por la escritura azarosa, pero perspicaz y penetrante, del gran Jorge Luis Borges: “El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo”. Ojalá muchos más se dejaran llevar por tan civilizatorias palabras.
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