Artículo de El Confidencial:
Miles de personas exigen la continuidad de Vestas en León. (EFE)
"Because tax cuts create an incentive to increase output, employment, and production, they also help balance the budget by reducing means-tested government expenditures". A. Laffer
Saltan todas las alarmas al conocerse que Vestas, la multinacional danesa de energía eólica que controla casi uno de cada cinco gigavatios instalados en el mundo, ha decidido echar el cierre a su planta de Villadangos del Páramo, en la provincia de León. Una zona especialmente deprimida en la que la instalación de la fábrica de aerogeneradores venía a aliviar, al menos en parte, la situación de muchas familias. Tras recibir subvenciones por más de 12 millones de euros y aguantar el plazo de cinco años fijado en el contrato, la empresa danesa ha estimado que su tiempo en España ha finalizado y que los vientos soplan mejor en Argentina o en Rusia.
Se instaló en el pueblo hace 12 años, contando para la inauguración con la presencia del presidente de la Junta de Castilla y León, D. Juan Vicente Herrera. Desde ese momento, como he dicho, son al menos 12.5 millones de euros los que la planta ha recibido del erario.
Es evidente que la actuación de la empresa es, cuanto menos, llamativa, al agotar todos los plazos legales para cerrar sin quebranto del contrato. Esa perspectiva es la que mayoritariamente se está ofreciendo en los medios, movidos por los buenos sentimientos que el desempleo y el desamparo de tantas familias leonesas afloran. Sin embargo, existen otros prismas que es necesario explorar, al menos para tener una perspectiva algo más global de la situación.
Es evidente que la actuación de la empresa es, cuanto menos, llamativa, al agotar todos los plazos legales para cerrar sin quebranto del contrato. Esa perspectiva es la que mayoritariamente se está ofreciendo en los medios, movidos por los buenos sentimientos que el desempleo y el desamparo de tantas familias leonesas afloran. Sin embargo, existen otros prismas que es necesario explorar, al menos para tener una perspectiva algo más global de la situación.
Irlanda es uno de los pocos países de Europa que tiene hoy una población menor que hace 170 años. Antes de la Gran Hambruna, se calcula en unos 6.5 millones la población de la hoy República; hoy alcanzan los 4.85 millones. Hace cuarenta años, la tasa de desempleo rondaba el 18%; hoy es una de las menores de la UE con un 5.6%. Si hasta 1992 nuestra renta per cápita era similar, hoy es más de dos veces la nuestra. Mientras que el salario mínimo mensual en España se arrastra por debajo de los 860 euros, en Irlanda supera los 1600. Y todo ello sin tener recursos naturales, como es el caso de Islandia.
La razón hay que buscarla en la revolución fiscal que Irlanda llevó a cabo a final de los años 80, desarrollada durante más de diez años y que culminó en 2003 con el establecimiento de un tipo impositivo para las empresas del 12.5%, frente al 33% vigente hasta entonces. En la actualidad, más del 10% de los empleos directos de la República provienen de multinacionales que han establecido sedes, oficinas y fábricas en el país, atraídas por la baja fiscalidad.
Los ingresos fiscales, en proporción al producto interior bruto, superan el 25%, cifra que equivale a la anterior al establecimiento del nuevo sistema impositivo; sin embargo, el PIB desde entonces se ha multiplicado por más de 2, y con ellos los ingresos del Estado. Si Irlanda ha sido históricamente una nación rural, deprimida económicamente, hoy es uno de los países más dinámicos y con mejor formación de sus jóvenes, que ya no necesitan emigrar para trabajar en los sectores más punteros, como el tecnológico, el médico o el bioquímico.
Quizá es el momento de plantearnos un cambio normativo profundo en el terreno de la fiscalidad. La solución no está en encerrarnos, en "protegernos", como pedía la consejera de economía y hacienda de la Junta de Castilla y León en la radio el pasado jueves. A todo el mundo le parece natural que la administración promueva el empleo en zonas deprimidas mediante subvenciones. Desgraciadamente, como el caso Vestas muestra, la distorsión del mercado que provoca este tipo de actuaciones suele acabar mal.
Todos los españoles hemos estado pagando, de forma inconsciente, la decisión de las administraciones públicas de intervenir "para arreglar las ineficiencias del mercado". Si tenemos en cuenta que Vestas arrancó con 150 empleados y que ahora son 362, podemos calcular una media de 230 trabajadores al año. La administración ha estado pagando unos 4.400 euros por trabajador y año durante los últimos 12 a una empresa privada, que evidentemente ha contado con una ventaja con la que no cuentan otras. Esa cantidad viene a ser, respecto de las cifras publicadas, alrededor de una cuarta parte del salario que obtenían los trabajadores. Eso le permitía ofrecer unas condiciones laborales muy superiores a las del entorno, como confirman los trabajadores afectados.
Después de tantos años de comprobar que este tipo de subvenciones no son más que parches, más que malas soluciones cortoplacistas, los políticos no renuncian a ellas. Con ello no quiero decir que solo busquen el rédito electoral, en absoluto, pero sí que, en ningún caso, han dedicado algún tiempo a buscar otro tipo de soluciones claramente más eficaces y comprometidas con el empleo. Prefieren recordar a los trabajadores que gracias a ellos se ha alcanzado la solución, que gracias a ellos tienen trabajo, que, sin su intervención, estarían en peor situación. En definitiva, nuestro político nacional sigue necesitando recordarnos algo, para él, para ella, fundamental: "Me lo debéis todo".
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