J.L. González Quirós analiza la enorme despreocupación con toda la información y datos que obtienen las administraciones públicas de nosotros (ante la absoluta despreocupación de la gente, que solo lo hace si una empresa obtiene datos nuestros, aunque sea aceptándolo) y la nula prestación de datos y transparencia por parte de la Administración al ciudadano (cuando precisamente es ella la que supuestamente está a nuestro servicio), con las consecuencias que ello tiene para los ciudadanos.
Artículo de Disidentia:
Cuando David Hume lanzó su famoso alegato contra la mala filosofía (“Si tomamos en nuestras manos cualquier volumen de teología o metafísica, por ejemplo, preguntemos: ¿contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad o el número? No. ¿Contiene algún razonamiento sobre la experiencia o materias de hecho? No. Échese pues a las llamas ya que no puede contener sino ilusiones y sofismas”) jamás habría podido sospechar hasta qué punto esa disciplina mental iba a resultar netamente insuficiente, aun siendo imprescindible, en un mundo en el que las meras palabras han alcanzado un grado tan alto de influencia, en una situación en que el respeto a la verdad ha sido sustituido con gran frecuencia por lo que simplemente la oculta o disimula.
Cuando se dice que vivimos en la era de la información, se dice, en realidad, que vivimos perdidos en ella, hasta tal punto que muchos pretenden asustarnos con los poderes que acumula ese magma prodigioso, con la diferencia creciente entre quienes pueden manejarla y quienes no podemos hacerlo en la misma escala. En un artículo reciente de Harari se juega a fondo con ese miedo, se afirma que las grandes corporaciones que enseñorean el tráfico de datos llegan a saber tanto de nosotros que podrán controlarnos por completo, hacer que actuemos conforme a sus intereses con una eficacia mucho más alta que la que ahora tienen. Aunque es una perspectiva que no se puede desdeñar porque expresa un temor comprensible, me gustaría contraponer la resistencia a entregar nuestros datos a esos nuevos señores con la infinita complacencia con la que se los cedemos a otros sin pedir nada a cambio.
¿Cómo?, ¿es que hay alguien que tenga más datos sobre nuestras modestas vidas y milagros que esas poderosas corporaciones? Pues claro. Las diversas administraciones públicas los tienen, y cuando les interesa los manejan en su beneficio con notable eficacia. Siempre saben encontrarnos cuando hay algo que reclamar, acceden a nuestro dinero y a nuestros títulos con pasmosa facilidad y usan esa y otras muchas informaciones para vendernos su eficacia, su altruismo y su bondad. Pero antes de avanzar me fijaré en una notable diferencia entre los datos que poseen las grandes empresas y los que maneja el gobierno.
Las empresas se trabajan esos datos, estudian, preguntan, observan, calculan, aprenden, en definitiva. Su acceso a nuestros datos es el mismo que siempre ha tenido cualquiera que se haya dispuesto a estudiar la conducta de un grupo o de un particular, tomar nota de lo que hace, dice y decide. Por supuesto que muchos de esos datos se consiguen sin que nos demos cuenta, y que existe el riesgo de que sus poderosos tentáculos tecnológicos penetren en lugares en que no quisiéramos que entrasen, de forma que es evidente que hay que poner limitaciones a la obtención de sus datos y a su manipulación cuando se les entreguen con un determinado fin, de eso debiera protegernos la ley común, y eso dicen que hace. Es obvio que en este punto existen ciertos problemas y que no sería lo más inteligente olvidarnos de ellos y no procurar formas de proteger nuestros intereses.
El caso de las administraciones es muy distinto por dos razones muy poderosas: la primera es que nos obligan a darles nuestros datos siempre que se le ocurra a un funcionario que diga precisarlos, pero, lo que casi siempre se nos escapa, es que las administraciones deberían estar a nuestro servicio, no son empresas, al menos en teoría, dedicadas a ganar dinero para sus accionistas, sino entidades al servicio del ciudadano. Eso quiere decir que por muy acostumbrados que estemos a cederles información, más dispuestos habríamos de estar a exigírsela, a pedirles cuentas, porque, en un sistema democrático, los datos que la administración debiera poner a disposición de los ciudadanos resultan esenciales para enjuiciar sus políticas, para saber si están siendo eficaces en el servicio público que desempeñan y para que podamos tomar decisiones racionales a la hora de decidir en qué se invierten los cientos de miles de millones de euros de nuestros impuestos que cada año se invierten en políticas públicas que hemos de enjuiciar habitualmente en ausencia de datos, a ojo de buen cubero, a golpe de prejuicio.
Pongamos un ejemplo para que Hume no se cabree. Hace poco la prensa comentó ciertos datos del servicio madrileño de salud sobre el funcionamiento de los servicios en hospitales madrileños, y de ellos se deducía la existencia de una notabilísima diferencia en el rendimiento de dos grandes hospitales a la hora de atender las cirugías de cadera. La posibilidad de ser atendido en las primeras 48 horas, lo que hace que la operación tenga menos riesgos y sea menos costosa en días de hospitalización, era de un 80% en un hospital, pero solo de un 30,1% en otro situado en el lateral opuesto de la misma autopista.
Un diputado madrileño se interesó por tan notable diferencia y la consejería le contestó con total seriedad que la causa había que buscarla en “las características individuales de cada caso”, una respuesta que podría haber causado una violenta conmoción al bueno de Hume en su centenaria sepultura. Es decir, que para una oportunidad en la que a la administración se le escapa un dato, el responsable del caso se refugia en la literatura fantástica a la hora de explicar su significado, porque habrá que pensar, digo yo, que todos los pacientes con la cadera rota tienen “características individuales” (lo mismo es incluso un derecho) y que no existe ninguna razón para que sean tan distintas en dos orillas enfrentadas de la misma autopista, de manera que la explicación consejeril es literalmente de coña.
Y ahí está el problema. Los españoles no estamos acostumbrados a pedir explicaciones a los que mandan, nos limitamos a dárselas cortésmente a la primera de cambio, más súbditos que ciudadanos, de la misma forma que no acabamos de creernos que una cantidad tan abultada de dinero como la que se gastan salga de nuestros bolsillos, y por eso pensamos que los impuestos se los sacan siempre a los más ricos.
Me atrevo a sugerir que preocuparnos un poco más por lo que dicen hacer nuestras administraciones, por lo que realmente hacen y cómo gastan el dinero, los hospitales, las escuelas, los tribunales, las universidades y los parlamentos, las mil ignotas covachuelas en las que se desenvuelven los millones de empleados públicos, pudiera ser más interesante que preocuparse por si Google sabe a través de nuestro teléfono dónde hemos estado los últimos seis meses, o si El Corte Inglés puede adivinar que tenemos perro y nos manda propaganda gourmet para mascotas. A mí me parece que nos iría un poco mejor.
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