Fernando Díaz Villanueva analiza la guerra y crisis interna de Podemos, a raíz de lo acontecido con Iñigo Errejón.
Artículo de Voz Pópuli:
La portavoz del grupo de Unidos Podemos en el Congreso, Irene Montero, y el secretario general del partido, Pablo Iglesias EFE
De un tiempo a esta parte hablar con un afiliado a Podemos era sinónimo de escuchar una inacabable letanía de improperios hacia la cúpula dirigente, presidida a modo caudillesco por Pablo Iglesias y su pareja sentimental. Los mismos que hace sólo tres años soltaban con indecible arrogancia aquello del "tic, tac, tic, tac, se os acaba el tiempo", ahora se duelen por el triste destino de un partido que iba a cambiarlo todo, pero que sólo ha terminado cambiando el lugar de residencia de sus mandarines.
El pesimismo no es cosa de ahora, los problemas internos arrancaron sólo un año después de su fundación y desde entonces no han hecho sino empeorar. La intrahistoria de Podemos es la de una sucesión de traiciones que ha culminado en la traición última y definitiva, la ruptura oficial del tándem fundador, el dúo dinámico de ciencias políticas que ponía a la gente de pie en las campañas de 2015 y 2016. Los tiempos gloriosos en los que Iglesias se veía como Felipe González y Errejón como Alfonso Guerra.
El poder -el cielo lo llamaban ellos con esa cursilería tan característica de la izquierda postzapaterina- se presumía cercano. El CIS les daba el segundo puesto tras el PP lo que, tras un breve trámite con el atemorizado PSOE de Sánchez, les llevaría de cabeza a la Moncloa. De allí nadie les sacaría nunca más porque una vez al mando meterían al país en la montaña rusa de una constituyente y a España en cinco años, como dijo Guerra en su momento, no iba a conocerla ni la madre que la parió.
No hubo lugar. La marea se detuvo en seco en el verano de 2016. Para aquel entonces las traiciones ya eran la norma habitual de la casa. Errejón aprovechó el año y medio que Iglesias pasó en Estrasburgo como eurodiputado para poner el partido a su medida. A finales de 2015 Podemos era esencialmente errejonista. No de puertas afuera, pero sí de puertas adentro, que es lo que de verdad importa en política: que el partido sea una máquina de enaltecer al líder en el que no haga falta purgar a nadie porque todo el poder y la legitimidad emanan desde arriba.
En aquella época este era un asunto menor. Se veían en la poltrona y una vez allí ya habría tiempo de ajustar cuentas. Pero no hubo poltrona. Rajoyresistió, recuperó espacio y se dispuso a inaugurar su segunda legislatura. En Podemos bajaban las aguas turbias. La fusión con Izquierda Unida, un proyecto personal de Iglesias, en lugar de sumar había restado. Se cerraba, además, la ventana de oportunidad. La economía creaba empleo y en un país sin gente enfadada poco podía ofrecer Podemos más allá del surtido ideológico de la extrema izquierda que en España nunca sedujo a más del 20% del electorado.
Toda la tragedia se reflejó en la fotografía de la noche electoral. Más que una celebración parecía un funeral. Era, de hecho, un funeral. Observando impotentes su propio techo a Podemos se le rompieron las costuras. En ese ambiente de delación y desconfianza llegó el segundo congreso de Vistalegre hace ahora dos años. Errejón agachó el lomo aunque sin convicción. Iglesias le humilló públicamente cambiando su escaño en el Congreso, le despojó de todas las dignidades y le condenó al exilio interno.
Fue una decisión que se ha demostrado letal con el tiempo, una purga a medias que más que resolver el problema lo aplazó. A Errejón, a fin de cuentas, le quedaba el escaño, la militancia en Podemos con su amplia cobertura mediática y mucho tiempo libre para planear el desquite. Entretanto, mantuvo la ficción de que no pasaba nada. A toda traición le antecede una mentira.
El líder, ya absoluto y sin contestación interna, le ofreció encabezar la lista autonómica de Madrid, pero atado de manos. Él pondría la cara y Ramón Espinar, un camisa vieja del pablismo, todo lo demás. En otras circunstancias hubiera tenido que resignarse, pero las circunstancias son las que son. Podemos navega a la deriva a causa del cerril personalismo en torno a la pareja Iglesias-Montero y al hecho de que el ciclo político ha cambiado.
Podemos, que se encaramó sobre la ola de descontento que barrió España en 2013, ha perdido el pulso del votante medio, que ya les ha calado en la teoría y en la práctica. En la teoría el podemismo es izquierda radical a pelo con todos los avíos del progresismo identitario. Esto no sólo no lo ocultan, sino que hacen lo posible para que lo veamos a todas horas. En la práctica, el llamado "partido del cambio" lleva casi cuatro años gobernando en las principales ciudades del país y si ha cambiado algo ha sido a peor.
El desgaste es evidente y se comprueba en feudos de izquierda como Cataluña o Andalucía. En las catalanas de 2017 perdieron apoyo popular y tres escaños; en las andaluzas del mes pasado se dejaron 300.000 votos a pesar de que concurrían con una coalición que incorporaba a IU, un partido con mucha tracción en Andalucía.
El panorama no pinta mucho mejor de cara a la cita con las urnas del 26 de mayo. La salida de Errejón, aparte de una venganza personal consumada, es también una vía de escapar a la maldición podemita. Carmena se lo puso en bandeja. La alcaldesa de Madrid cree contar con un firme sostén popular sólo ensombrecido por la marca Podemos, que muchos asocian al hiperliderazgo chulesco de Iglesias, cuando no directamente a su lujoso chalet en La Navata, algo aparentemente menor pero que se ha convertido en el principal ariete de los críticos con la formación.
Pero reinventarse con otras siglas no es sinónimo de éxito. Teresa Rodríguez ha ensayado algo similar en Andalucía y ha salido escaldada. Por mucho que creen nuevas marcas para vender ilusión, optimismo y cambio, lo cierto es que ya se descuenta quiénes son y de dónde vienen. Son cinco años en televisión a todas horas sermoneando sin tregua. De todos tenemos la ficha detallada y la hemeroteca es implacable.
A finales de 2014 se decía que Podemos estaba de moda y que eso mismo contribuiría a sus previsiblemente buenos resultados electorales. Pues bien, las modas pasan, se olvidan e incluso se repudian. La de Podemos pasó hace tiempo.
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