Luís I. Gómez analiza la creciente imposición del relativismo surgido del posmodernismo, y contraria a la razón surgida en la Ilustración.
Artículo de Disidentia:
El rápido progreso que ha experimentado la humanidad desde la revolución industrial y más recientemente desde la revolución digital se ha convertido en una amenaza emocional para muchos. El relativismo, tal y como algunos pensadores lo derivan de David Hume (una idea es verdadera si le corresponde una impresión), promete alivio para el individuo: si no hay teorías científicas, éticas o estéticas objetivamente correctas o falsas, también se elimina la obligación de tratar intelectualmente con ciertas afirmaciones, responder a las críticas o admitir los propios errores. Eliminadas las alternativas, el individuo solo flota en la corriente de su identidad colectiva, envuelto en las tradiciones de su sociedad. Si se le obliga a juzgar algo por sí mismo, sus sentimientos y no la razón o la lógica ganan. Allí donde se nivelan todas las diferencias, la razón ya no puede hacer pie.
Apenas habíamos descubierto en 1543 que la Tierra no es el centro del cosmos (revolución copernicana), cuando en 1859 Darwin presentaba su teoría de la evolución, mostrándonos entre otras cosas, que estábamos relacionados con los monos. 36 años después, Freud nos desvelaba que gran parte de nuestros pensamientos y nuestros actos están controlados por el subconsciente. Poco más tarde las ciencias sociales encontraban que las personas somos socializadas y moldeadas por nuestra cultura. Lo que, por un lado, si lo entendemos mal, puede representar un paso en el camino hacia el relativismo cultural, crea por otro lado el requisito previo para poder liberarse de las limitaciones sociales.
La revolución digital apenas acaba de empezar, pero se suma a los hitos mencionados en esta espiral de sorpresas del conocimiento que afectan severamente a la concepción que tenemos de nosotros mismos. Solo un ejemplo: la inteligencia artificial ya supera a la humana en varios aspectos. La perspectiva de una inteligencia artificial capaz no ya de comportarse como una mente humana, sino de superarla, presenta un potencial de incertidumbre sin precedentes.
El pensamiento subjetivo-relativista posmoderno ofrece al individuo, ante tales trastornos, un refugio en el que poder hibernar mentalmente sin tener que realizar cambios importantes en la propia vida o identidad. Sin renunciar realmente a la creencia en las ciencias que hacen posible su teléfono inteligente, el hombre del siglo XXI puede sentirse cómodo en una especie de Edad Media espiritual. Cuando todas las diferencias objetivas dan paso a relaciones subjetivas, la disonancia cognitiva pierde sus características incómodas. Las revelaciones también pueden ser ambiciosas, porque ocultan la idea de que los hechos existen, independientemente de si las personas creen en ellos o no. O, para decirlo de otra manera, el subjetivismo promete que basta con desear algo con la fuerza necesaria como para convertirlo en realidad. El hecho de que el lema “Todo vale” implica lógicamente la frase “… o nada vale” se pasa por alto deliberadamente.
De la mano del relativismo es posible sostener la creencia en todo tipo de cosas irracionales que no podrían encontrar lugar en una visión del mundo más objetiva. El espectro va desde la superstición tradicional de la existencia de lo sobrenatural, hasta los horóscopos y similares. Cada vez somos menos inmunes a la irracionalidad…. o lo somos tan poco como lo éramos hace 1000 años. Según estudios, alrededor del 35 al 50 por ciento de la población de los EE. UU. cree en fantasmas, ovnis y telepatía.
Si prefieren un punto de vista más intelectual, encontrarán toda clase de absurdos en la rica oferta de la posmodernidad. Esto queda adecuadamente ilustrado con el “experimento” de Peter Boghossian y James Lindsay. Los dos autores de la revista estadounidense “Skeptic” lograron, bajo seudónimos y con un artículo muy extraño, pasar los filtros de la revisión por pares de la revista “Cogent Social Studies” (entre otros hoax). Su absurda tesis: el pene humano no es tanto un órgano genital masculino como un “constructo social dañino”. Y aún más grotesco: es precisamente esta forma de órganos genitales lo que constituye una de las principales causas del cambio climático.
La sátira de Boghossian y Lindsay en la forma en que se llevó a cabo es únicamente posible desde la absurda pero permanentemente proclamada idea de que el propio sexo no está principalmente genéticamente predeterminado, sino que es fundamentalmente fruto de una construcción social. La verdad no es lo que dicta la genética, sino lo que dicta la percepción subjetiva de… ya les dejo yo a ustedes buscar sabios y dictadores de verdades.
Lo cierto es que los teóricos del Gender meinstreaming pueden referirse y citar a numerosos autores posmodernos. Michel Foucault, por ejemplo, consideraba la verdad únicamente como un producto de los sistemas sociales de poder y a la Razón apenas como “el lenguaje de la locura“. Este filósofo francés, que hoy en día se enseña en todas las universidades y centros de educación superior, se opuso explícitamente a “la idea de necesidades universales en la existencia humana” (Martin Rue: „Truth, Power, Self: An Interview with Michel Foucault”, in: Luther H. Martinet al. (Hg.) “Technologies of the Self”, The University of Massachusetts Press 1988, p. 11.)
Ya no se puede hablar de objetividad si la verdad es simplemente un sistema de procesos (sociales y culturales), que a su vez obedecen a relaciones de poder más o menos arbitrarias y una realidad fuera de estas relaciones no es reconocible para el hombre. Llegados a este punto, la esperanza en el poder emancipador de la razón queda completamente destrozada y, por lo tanto, también aquellos estándares comunes que podrían conectarnos como personas en la ciencia, el arte y la moralidad.
Voltaire, ese gran ilustrado, vivió demasiado pronto como para referirse a los posmodernistas cuando escribió: “Quienquiera que pueda hacerte creer en algo absurdo puede hacer que cometas delitos” (Voltaire: „Oeuvres complètes de Voltaire“, Band 8, 1836, S. 691.) Sin embargo creo que es muy probable que habría dicho algo similar refiriéndose a muchos oscurantistas de nuestro tiempo.
Cito a Voltaire porque yo, como él, creo que lo verdaderamente iluminador es entender cómo la razón, la creatividad y la crítica ponen a disposición de las personas nuevos conocimientos y, por lo tanto, nos llevan a una vida objetivamente mejor. Los autores posmodernos no son de ninguna manera los únicos que carecen de esta comprensión del progreso en su hostilidad para razonar. Los ingenieros sociales (comúnmente llamados sociólogos, o ideólogos en algunos casos) nos invitan también a abandonarnos en manos de sus diseños y de quienes están “capacitados” para llevarlos adelante. Lo hacen porque rechazan las dos condiciones básicas de las sociedades que funcionan racionalmente: la libertad y la responsabilidad del individuo, su capacidad de juzgar y sopesar sus juicios sobre el mundo según la razón y lo aprendido. Evidentemente esto le hace a usted libre también para juzgar lo que le estoy contando como una solemne tontería. Faltaba más.
La cultura de la creatividad y la crítica que comenzó en el siglo XVIII dio al mundo una época de progreso que aún continúa. Nunca en nuestra historia la mayor parte de la humanidad ha podido experimentar más prosperidad, paz y salud que hoy: A principios de la década de 1980, el 44 por ciento de la población mundial aún vivía en la pobreza extrema. Hoy apenas son el 11 por ciento. En 1950, el número de personas muertas en guerras en todo el mundo era de más de 20 por cada 100,000 habitantes, hoy en día este número es menor a 1. Allá por el 1900, incluso en Europa, la esperanza de vida era de 40. Hoy vivimos de promedio 80 años.
Dudando y aprendiendo hemos llegado hasta aquí. Haciendo uso de la razón, herederos de las ideas de la Ilustración. Pero como la duda es parte de esa herencia, era previsible que tarde o temprano se volvería contra las condiciones de la Ilustración misma. El péndulo sigue su camino y nos ha traído a la negación de la razón, de la realidad y de la objetividad. Sin embargo, los problemas son inevitables y se necesita progreso para dominarlos. Pero como nunca podemos estar completamente seguros de haber encontrado la solución adecuada a un problema, debemos confiar en sociedades abiertas que cultiven una cultura de crítica objetiva, no un pensamiento único, una latría de lo subjetivo. Debemos mantenernos alerta, pues la razón sólo puede llevarnos a la prosperidad únicamente si no se vuelve contra sí misma, es decir: donde la verdad y la realidad se entienden como algo que puede ser perseguido y alcanzado objetivamente y con éxito.
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