Artículo de Disidentia:
En la novela de Drácula de Bram Stoker hay un personaje secundario en la trama, R.M Reinfield. Un interno en el manicomio que regenta el doctor Seward. Es un personaje que sufre de delirios que le llevan a querer succionar primeramente la sangre de pequeños insectos para, a continuación, dirigir su mirada hacia seres vivos de mayor tamaño, como pueden ser los gatos o las aves. En la novela se nos presenta como una especie de émulo del conde Drácula para el que la sangre es la vida y una de cuyas habilidades más señeras es el control sobre ciertos animales (ratas, murciélagos…).
Reinfield parece haber llegado a un pacto “secreto” con el conde. A cambio de servirle, Reinfield tendrá acceso a la hemoglobina de criaturas inferiores a la espera de que el conde lo transforme en uno de los suyos. Reinfield responde al prototipo del esquizofrénico. Un enfermo para el que la realidad no tiene un significado unívoco y determinado, sino que es una fluctuación constante de sentidos diversos. Para el demente Reinfield el insecto no es tanto un artrópodo, sino que fundamentalmente es un portador de la esencia de la vida.
El llamado feminismo culturalista sufre de lo que yo llamaría un complejo “Reinfield”. Es una supuesta izquierda puramente semiótica. Empeñada en concebir la política como una lucha por la resignificación de las realidades, obsesionada con el poder del discurso y enfrentada a toda forma de relato esencialista. Para ella el esencialismo y la estabilidad de toda referencia del discurso político, social o cultural es una forma de fascismo.
Tomemos como ejemplo la machacona versión feminista, explotada hasta la saciedad magistralmente por esta forma de pensamiento sofístico posmoderno, del principio de igualdad. Para una feminista al uso tanto la discriminación positiva, las ignominiosas cuotas de género, como la representación paritaria en las instituciones políticas y económicas, e incluso la discriminación legal del varón, por el mero hecho de serlo, son manifestaciones de la idea de igualdad.
Este feminismo culturalista supone, desde mi punto de vista, un triple fraude. Por un lado, se trata de un fraude moral, pues acaba con la mujer como sujeto moral autónomo capaz con sus propios aciertos y errores de perfilar su destino. Ahora para las feministas, la mujer se convierte, como en la peor forma de misoginia, en un ser necesitado de especial protección y cuidado frente a los innumerables sesgos de género que puede encontrar en su trayectoria vital.
También se da la curiosa paradoja de que alguno de los rasgos definitorios de lo femenino, como pueden ser la especial sensibilidad, la potencial maternidad o la orientación hacia el cuidado, se convierten en enemigos declarados del feminismo culturalista, que los concibe como inferiores o culturalmente degradados, poniendo de manifiesto su prejuicio y su visión degradada de la mujer.
Simone de Beauvoir, verdadera precursora de este feminismo culturalista concibe a la mujer como lo meramente otro, lo diferente al varón, y consecuentemente como un ser ontológicamente devaluado frente al varón. Precisamente esa visión degradada y degradante de la mujer, que tanto achacan las feministas al machismo, está muy presente en buena parte de los discursos actuales del feminismo mainstream.
En segundo lugar, el feminismo culturalista es un fraude intelectual. Producto de una forma de pensamiento, el posmodernismo y la filosofía francesa de la diferencia, que es considerado cada vez más una forma de pseudo sofística. Frente a su discurso anti-referencialista y anti-esencialista, el realismo especulativo, cada vez más en boga, postula una vuelta al realismo crítico frente al idealismo de las filosofías post-kantianas y una apuesta por el conocimiento de la realidad, con independencia de nuestros sesgos cognitivos.
Mientras que los estudios de género quedan confinados a los departamentos de crítica literaria en la mayoría de las más prestigiosas facultades de filosofía del mundo, la situación es radicalmente diferente en España, donde la penetración de las filosofías de género, en especial en los departamentos de filosofía moral y política, es lamentablemente abrumador.
Tomemos como ejemplo el famoso techo de cristal. Un concepto que usan las feministas culturales desde mediados de los años ochenta para intentar explicar el por qué, pese a no existir barreras legales ni institucionales, la mayoría de las mujeres no acceden a los puestos de mayor responsabilidad en las sociedades occidentales. Dicho concepto se ha asumido tan acríticamente que hasta se han creado instituciones, como la Federal Glass Ceiling Comission en los Estados Unidos, para investigar las causas de tan inexplicable discriminación aparentemente oculta pero muy prevalente según las feministas.
Ni el supuesto sexismo de las altas finanzas, ni la doble jornada de las mujeres, ni la opción por la maternidad ofrecen resultados concluyentes. Ante la dispersión estadística que arrojan las cifras, según países y sectores profesionales, que no demuestran una correlación estadística clara, las feministas tienen que recurrir al manido tópico de la violencia estructural contra la mujer en las sociedades capitalistas y demás conceptualizaciones que tienen el mismo valor explicativo que la antigua teoría del flogisto para explicar el fenómeno de la combustión. Es decir, ninguna. Son puro vacío conceptual.
Otro tanto sucede con el mantra de la cultura de la violación, auténtico oxímoron en sí mismo. Si algo supone la inculturización es precisamente la proscripción de la violencia como mecanismo de resolución de controversias. Por no decir que las feministas incurren en lo que se llama una contradicción performativa clara. Precisamente la reacción de claro rechazo social que suscitan fenómenos como las insidiosas manadas con sus violaciones grupales demuestra que aquello que afirman las feministas es falso: no hay una aprobación generalizada en la sociedad de la violencia sexual.
Por último, el feminismo culturalista supone un fraude político de primer orden. Desde que el sesetayochismo hiciera estragos en las huestes del pensamiento de izquierdas es un dogma asumido que el feminismo es una ideología de izquierdas. En principio esto debería ser así, en la medida en que una ideología que dice luchar contra la opresión de la mujer y su igualación en derechos con el varón se podría adscribir claramente en el campo semántico de las ideas progresistas. Otra cosa distinta es que más allá de los eslóganes y las manipulaciones del lenguaje el feminismo se haya convertido en una ideología totalitaria que reclama para sí el monopolio absoluto de la verdad y la absoluta restricción de los derechos más elementales, como la libertad de expresión, para aquellos que osen contradecir alguno de los planteamientos más disparatados que este ofrece.
Medidas como proponer la adhesión transversal y acrítica de los dogmas del feminismo culturalista suponen la inclusión en nuestro derecho de una forma de democracia militante, expresamente prohibida por nuestra constitución cuando ésta consagra como principio esencial de nuestro sistema ideológico el pluralismo político. Se da la curiosa paradoja de que Vox, partido que defiende la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, es acusado de inconstitucional o, en infeliz expresión del constitucionalista Javier Pérez Royo, en proponente del disparate constitucional.
Si hay un disparate constitucional ese viene precisamente del lado del feminismo que busca imponer una visión uniforme del feminismo que se imponga como una especie de cláusula de intangibilidad constitucional contra la que ningún partido se pueda rebelar. Decir que el feminismo culturalista busca la discriminación y la culpabilización de la masculinidad ex toto genero no es una forma de post-machismo, es precisamente una expresión de la libertad de expresión que debe presidir todo sistema que se precie de ser verdaderamente constitucional.
Si la gente que se define como progresista no levanta su voz y manifiesta su radical disconformidad con los disparatados planteamientos de género, acabaremos sucumbiendo al imperio del fanatismo y de la radicalidad.
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