Artículo de Voz Pópuli:
EFE
Escribía Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos que “en la adopción del principio democrático va implícita la convicción de que hasta la aceptación de una mala política en una democracia (siempre que perdure la posibilidad de provocar pacíficamente un cambio en el gobierno), es preferible al sojuzgamiento por una tiranía, por sabia o benévola que ésta sea.” Y añadía que “vista desde este ángulo, la teoría de la democracia no se basa en el principio de que debe gobernar la mayoría, sino más bien, en el de que los diversos métodos igualitarios para el control democrático, tales como el sufragio universal y el gobierno representativo, han de ser considerados simplemente salvaguardias institucionales, de eficacia probada por la experiencia, contra la tiranía, repudiada generalmente como forma de gobierno, y estas instituciones deben ser siempre susceptibles de perfeccionamiento”.
En el caso de España, quizá nunca antes esta cita haya sido tan oportuna, porque más allá del inquietante reparto de escaños y la seria amenaza de ingobernabilidad que se cierne sobre España, si algo debería preocupar a los españoles es que los partidos no hayan apelado en puridad al perfeccionamiento de tales salvaguardias. Muy al contrario, por más que se haya hablado del “cambio” con grandilocuencia, la idea de que debíamos acudir a las urnas para legitimar un gobierno capaz de acometer un profundo proceso de reformas institucionales fue pronto exorcizada y reemplazada por la idea-fuerza de que lo que nos jugábamos este 20-D era el Estado de bienestar, con el agravante de que para asegurarlo era preciso degradar por completo, y ya sin solución, esas salvaguardias a las que Popper aludía.
Visto con perspectiva, es de agradecer la sinceridad de Pablo Iglesias, cuando llegó a afirmar, durante el debate televisivo a cuatro y a propósito del secesionismo, que la voluntad mayoritaria está por encima de cualquier jurisdicción; es decir, que la democracia, en contra de lo defendido por Popper, es la tiranía de la mayoría. Y que, en consecuencia, los derechos individuales han de dejar paso a los derechos colectivos. A este respecto, ya nos advirtió Montesquieu que la injusticia hecha a uno sólo individuo es una amenaza dirigida a todos, por más que la legitime la mayoría. De ahí que Iglesias “asesinara” a Montesquieu en directo y en hora de máxima audiencia sin que nadie se inmutara, ni siquiera los adversarios allí presentes. Pasividad que, sin duda, también tiene su mensaje.
Es verdad que Ciudadanos ha sido el único partido que ha aludido a la necesidad de pinchar la “burbuja política” y aplicar una serie de reformas institucionales más o menos afortunadas, lo que, en vista del desinterés de Mariano Rajoy, la nulidad de Pedro Sánchez y el oportunismo de Pablo Iglesias en esta materia, les situaba a priori como los reformistas sensatos. Desgraciadamente, también Albert Rivera y los suyos se han guardado mucho de señalar con el dedo a ese Estado clientelar que, además de poner mil y una barreras a la generación de riqueza, obliga a su confiscación masiva porque, a pesar de la leyenda popular, no sólo parasitan de él los más influyentes, sino también grandes bolsas de población, además de todo tipo de grupos y colectivos cuyos integrantes no se ajustan precisamente al estereotipo del avaricioso capitalista.
Dicho de otra forma, a lo largo de esta campaña se ha mirado mucho en dirección a Dinamarca. Incluso en Podemos, donde sólo tenían ojos para Venezuela, juraron hacerlo. Pero ni PP, ni PSOE, ni Ciudadanos, y aún menos el partido liderado por Pablo Iglesias, han mirado, por ejemplo, en dirección a Reino Unido, por aquello de beber en los orígenes de la democracia moderna. Mucho Estado clientelar, sí. Pero en lo que respecta a la necesaria mejora institucional, poca idea con fuste. Y aún menos beligerancia cuando ha llegado la hora.
Lo cierto es que a ningún partido con posibilidades de tocar poder le ha parecido pertinente arrojar luz sobre la cruda realidad, que no es otra que los españoles se partan la crisma más de seis meses al año para sostener los infinitos compromisos de gasto de las administraciones públicas; que todos somos a la fuerza funcionarios, pero sin retribución alguna, no menos de 180 días del total de 365 que tiene el año; en definitiva, que la mitad de lo que ganamos se va por el sumidero de nuestro Estado clientelar para regocijo de los partidos. Y ni aún así se garantiza que el invento funcione. Pero, desgraciadamente, lo que manda es el consenso.
Relataba Margaret Thatcher en The Downing Street years que cuando Forbes Burnham le sugirió que tenían que lograr un consenso, ella le preguntó qué quería decir con "consenso". Y él le contestó que "es algo que se tiene si no se consigue alcanzar un acuerdo". Thatcher respondió que aquello del consenso le parecía “el proceso de abandono de toda convicción, principio, valor y política en busca de algo en lo que nadie cree, pero a lo que nadie pone objeciones; el proceso mediante el que se elude los mismos problemas que han de resolverse, simplemente porque no es posible alcanzar un acuerdo”. Fue entonces cuando formuló la famosa pregunta: “¿Qué gran causa hubiera triunfado bajo la bandera del consenso?”. Pues bien, ha sido dentro del escrupuloso respeto al Estado clientelar donde todos los partidos sin excepción han hecho su campaña. Y si bien es cierto que aun en el delirio unos han parecido más sensatos que otros, el consenso en esta materia ha sido casi absoluto. En consecuencia, ante la ausencia de convicciones, principios, valores y política con los que diferenciarse verdaderamente unos de otros, el votante ha dado su voto a quien ha creído más dispuesto a repartir el presupuesto sin importarle las consecuencias. Son los riesgos de la política con minúsculas, riesgos que desde estas páginas hemos venido advirtiendo reiteradamente. Ahora, la ingobernabilidad está servida, salvo, claro está, que una vez más los nacionalistas sean los encargados de inclinar el fiel de la balanza. De ser así, que Dios nos asista.
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