Buen análisis de Santiago Calvo sobre los efectos perniciosos y contraproducentes que implican la imposición por ley de salarios mínimos (cuando superan la productividad marginal del trabajo), especialmente sobre aquellos grupos que se supone pretende ayudar (jóvenes con poca formación o sin ella y trabajadores de baja cualificación), una ley además, que nada tiene que ver con la existencia de mayores salarios de las economías que lo aplican, como se muestra comparativamente.
Y es que efectivamente, es la productividad y no el aumento salarial por decreto lo que acaba elevando el sueldo de los trabajadores.
Pues la respuesta es un rotundo NO. Esa es precisamente la trampa populista que enarbolan cada vez más partidos obteniendo el aplauso fácil y autoadjudicándose su defensa y preocupación por los trabajadores y blablabla (cuando es justamente lo contrario porque lleva al paro masivo, a la destrucción de empresas, a la reducción de la capitalización y producción, y con ello de la productividad y en consecuencia de los salarios reales del conjunto de ciudadanos).
La simpleza y el engaño masivo al que es sometido el ciudadano con propuestas sencillas y vistosas, populistas y demagógicas a más no poder es ciertamente espectacular, y éstas tienden a incrementarse y aumentar en una carrera a ver quién la dice más gorda y promete la solución más sencilla y mágica ante cualquier problema, ante una sociedad poco formada en estas cuestiones (normal por otra parte y con eso se juega), y que lleva a una situación cada vez más preocupante y contraproducente para el bienestar de todos.
Y el verdadero problema es que cada vez estos discursos simplistas y sentimentales calan más, y por tanto todo el circo político tiende a él, en lugar de rechazarlo y confrontarlo seriamente (y es que claro, eso no levanta simpatías, sino todo lo contrario, y en consecuencia resta votos y levanta odios).
Artículo de Libre Mercado:
Muchos desconocen la existencia de la ley de consecuencias no intencionadas, pero, tal y como indican Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner en su libro Superfreakonomics, es una de las más poderosas en el campo de la economía. La mayoría de los políticos la aplican para implementar medidas que les otorguen un puñado de votos o tan sólo por soltar alguna frase para el marketing y la televisión.
Al amparo de esta ley, sin embargo, se generan una cantidad de normas que, con la intención de proteger a los más desfavorecidos, acaban perjudicando precisamente a éstos. Así, por ejemplo, aunque algunos verían con buenos ojos limitar el precio de los alquileres para que todo el mundo pueda disponer de una vivienda sin un coste elevado, la fijación de un precio máximo aumenta la demanda y reduce la oferta, creando así una escasez artificial de viviendas para alquilar, con la consiguiente elevación de precios.
La Ley de Salario Mínimo constituye un ejemplo similar. Si bien la idea que subyace en este tipo de promesas electorales es incrementar el sueldo de los trabajadores menos cualificados, éstos, al igual que sucede con el empleo, no aumentan por decreto, sino en función de la productividad. Por ello, el aumento artificial de los salarios condena a los trabajadores menos formados y productivos al paro.
El coste de un empleo es el salario bruto pagado en relación con la unidad de producto producida. Es decir, el coste para una empresa por contratar a un empleado con salario mínimo ya no solo son los 648,6 euros -divididos en 14 pagas- que el trabajador recibe, sino que sobrepasa los 1.000 euros, una vez sumado el coste de las cotizaciones sociales.
Además, es necesario tener en cuenta la productividad del empleado. Si el trabajador no logra añadir un valor mínimo al del salario bruto, al empresario no le compensa contratarlo, ya que perdería dinero. Es decir,el salario tiende a igualarse con la productividad del empleo, de modo que si la productividad es inferior al salario mínimo a la empresa no le sale a cuenta.
Elevar el salario mínimo, por tanto, perjudica especialmente a dos tipos de trabajadores: jóvenes, sin o con reducida experiencia laboral, y trabajadores con baja cualificación. Reino Unido, Nueva Zelanda, Australia o Países Bajos mantienen un salario mínimo inferior para los jóvenes, siendo conscientes de esta circunstancia.
De hecho, el salario mínimo se introdujo en Estados Unidos como una barrera de entrada al mercado laboral a los trabajadores de raza negra con el fin de proteger a los blancos, junto a la National Labor Relations Acten 1935, que promovía la sindicalización.
A pesar de contar con una formación más baja, entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, su participación laboral era similar e incluso su paro inferior al de los blancos. La inflación de los años 40 dejó sin efecto estas subidas salariales, hasta que, finalmente, en la década de los 50, el aumento del salario mínimo en términos reales provocó que el desempleo de los trabajadores negros se duplicara en comparación con los blancos.
Los datos ratifican lo dicho anteriormente. Tal y como muestra Eurostat, los países europeos que carecen de salario mínimo o fijan un umbral más reducido en el caso de los jóvenes tienden a tener unas tasas de desempleo juvenil más bajas, sobre todo si se comparan con España, cuya tasa de paro juvenil es de las más altas de Europa, superior al 50%.
Además, los países sin salario mínimo disfrutan de un salario medio mayor, desmontando así a quienes pretenden aumentar sueldo por decreto.
Asimismo, la productividad real del trabajo por hora expresada en euros tiende a ser mayor en aquellos países sin salario mínimo, al tiempo que los jóvenes adquieren una mayor formación y experiencia al poder entrar en el mercado laboral con más facilidad, elevando con ello su productividad.
También se puede comprobar cómo la productividad (la línea en azul) y el salario medio (las columnas en rojo) pagado en cada uno de los países de la UE tienen un comportamiento similar. Todo ello demuestra que es la productividad y no el aumento salarial por decreto lo que acaba elevando el sueldo de los trabajadores.
Para disfrutar de salarios elevados, por tanto, se debe seguir el ejemplo de aquellos países con un mercado laboral mucho más flexible, como los nórdicos, Holanda, Alemania o Irlanda, que son los que ocupan los primeros puestos en el índice de libertad económica, ya que sólo así se logra una mayor productividad.
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