Artículo de Libertad Digital:
La Universidad española está muerta. Ya sé, ya sé, hombre, que exagero. Todavía quedan científicos serios en algunas de ellas, incluso hay departamentos que han conseguido superar la endogamia, el amiguismo y el sometimiento al poder político. Mas si pensar es generalizar, persisto en mi afirmación: la Universidad española está muerta. La Conferencia de Rectores es el mausoleo donde reposan sus restos. Los rectorados de todas las universidades públicas españolas son extensiones de los sindicatos y los partidos políticos, o peor, de los mesogobiernos regionales, o peor todavía, fuentes de producción ideológica para que la esfera política sea idéntica al orden del saber y del derecho. Las universidades españolas son, sí, reductos políticos, fuentes de legitimación ideológica, es decir, instituciones para mantener que el orden del saber tiene que identificarse con el ámbito del poder y de la justicia. Es terrible, pero es así.
La Universidad española es, en el mejor de los casos, solo una agencia de acreditaciones, que resulta inservible para casi todo, salvo para seguir acreditándose en otros estudios. No existe la Universidad pública española como órgano principal, según quería don Santiago Ramón y Cajal, de la producción filosófica, científica e industrial.
Los remedios para resucitarla son múltiples y diversos. Ya que no se permitiría cerrarla para volverla abrir con científicos extranjeros, que tendrían como primer cometido examinar a los españoles para formar parte de los claustros universitarios; creo que la primera solución es reconocer su estado agónico y estudiar las perversiones que ha llevado aparejada la aplicación de la Ley de Autonomía Universitaria. El efecto mortífero de esa norma está a la vista: las universidades españolas están lejos de reconocimiento alguno en el mundo del saber institucionalizado.
Vivimos una etapa de empobrecimiento del pensamiento y la ciencia españoles que no tiene parangón en la historia reciente de España. Las conquistas de la Junta de Ampliación de Estudios, entre 1907 y 1939, junto con los progresos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y la universidad pública en las dos últimas décadas del franquismo, han sido dilapidadas con una ferocidad desconocida en el mundo más civilizado. Lo peor de todo, en efecto, es la carencia de continuidad en la investigación. Estamos comenzando, otra vez, desde cero como los simios. En todas partes, dominan la discontinuidad y la ruptura.
¿Es viable la autonomía universitaria? Quizá. Pero, hoy por hoy, es inservible. Me apunto, pues, a lo que dijo don Santiago Ramón y Cajal en 1897:
Está bien la autonomía universitaria. Mas si cada profesor no mejora su aptitud técnica y su disciplina mental; si los centros docentes carecen de heroísmo necesario para resistir las opresoras garras del caciquismo y el favoritismo extra o intrauniversitario; si cada maestro considera a sus hijos intelectuales como insuperables arquetipos del talento y de la idoneidad, la flamante autonomía rendirá, poco más o menos, los mismos frutos que el régimen actual. ¿De qué serviría emancipar a los profesores de la tutela del Estado, si éstos no tratan antes de emanciparse de sí mismos, es decir, de sobreponerse a sus miserias éticas y culturales? El problema central de nuestra Universidad no es la independencia, sino la transformación radical y definitiva de la aptitud y del ideario de la comunidad docente. Y hay pocos hombres capaces de ser cirujanos de sí mismos. El bisturí salvador debe ser manejado por otros.
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