Jorge Vilches sobre la "democracia social" de Podemos, que esconde toda una Teoría del Poder para engañar al ciudadano y sus contradicciones y clásicas purgas que le son innatas.
Artículo de Voz Pópuli:
Los fundadores de Podemos: Íñigo Errejón, Juan Carlos Monedero y Pablo Iglesias. EFE
Uno de los resultados más nefastos de la infantilización de la política y de la sociedad del espectáculo en la que vivimos es la primacía de la “democracia social” por encima de la democracia política. Joseph Raz, filósofo del Derecho, sostiene que es la hora de los derechos colectivos porque el individuo es impotente frente al sistema. Para conseguirlos no hay más que encender la máquina de la lucha de clases; es decir, enfrentar al pueblo oprimido con las “élites extractivas”, aquel concepto progre y moralista de Daron Acemoglu y James A. Robinson. A partir de ese maniqueísmo emocional se alienta a la rebelión contra las instituciones para conquistar derechos sociales e imponer unas políticas. Porque en la Historia, dice esta gente en un triste y falso presentismo, solo las trincheras han sido útiles. El instrumento que reclaman es un Estado más intervencionista en manos de una élite que eliminó a la anterior utilizando a las masas, y que, paradójicamente, niega también al individuo. Pero todo esto no es una Teoría del Derecho, sino una Teoría del Poder. Y aquí entra Podemos, su democracia social y sus piolets.
La idea podemita de democracia, siguiendo el populismo socialista, no es más Estado, sino otro Estado fundado en un nuevo principio de legitimidad: el bien común basado en derechos sociales, lo que llaman “democracia social”. Ese bien común estaría interpretado por su gobierno, que establecería arbitrariamente la agenda, los conceptos y su timing. Las políticas públicas para cumplir con dichos derechos estarían en manos de cada sujeto colectivo; es decir, asambleas o asociaciones controladas por los podemitas. El discurso emocional y tramposo es claro: “Hay una sociedad civil esperando convertir sus necesidades en derechos”. Atentos al engaño, porque la sociedad civil no es un sujeto único, ni todas las necesidades son iguales, justas, razonables, ni compatibles.
Es una gran contradicción: hablan de pluralidad pero niegan la individualidad, que es el verdadero reconocimiento de la sociedad plural. Desde el momento en el que vemos una comunidad como un conglomerado de sujetos colectivos hemos perdido la batalla del lenguaje, de la política y, en definitiva, de la libertad. En todos sus planteamientos está presente la vieja inquina socialista contra la revolución tecnológica e industrial, que hace doscientos años y hoy sirve para censurar al rico, al emprendedor. Son esos mismos “internacionalistas” que, en una nueva contradicción, odian la globalización y la apertura de fronteras, y quieren volver a los gremios medievales y los mercados comunales. Los podemitas del ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, están traduciendo en prohibiciones ese rechazo a la modernidad para volver a un ruralismo impostado y pijo.
Pero Podemos no es el portavoz de un clamor por derechos, es la traducción política de una Teoría del Poder. El discurso que abanderan, y que ha conseguido la hegemonía cultural, sirve para justificar unas políticas públicas; esto es, una ingeniería social que solo ellos dicen ser capaces de poner en marcha. Esto supone tener presencia en las instituciones, y con ello repartir cargos y presupuestos. Así, el proyecto de “democracia social” se convierte en la coartada de una oligarquía para alcanzar y conservar el gobierno, y administrar el Estado a su antojo. Esto, como bien señalaron Ostrogorski y Michels hace cien años, genera una lucha interna entre facciones y personalidades. No hay detrás planes o ideas, tácticas o estrategias diferentes, sino ambiciones incompatibles. Por eso, la polémica entre Iglesias y Errejón es solo un espectáculo sin contenido filosófico ni político. Los manifiestos por la unidad, con ese lenguaje infantil de “fraternidad”, “abrazos” y “todas y todos”, no son más que ruido entre la furia desatada por la posesión de cargos y presupuestos. Por eso vuelan los piolets, no las ideas.
Cuando Stalin quiso hacerse con el poder no publicó manifiestos pidiendo abrazos, ni convocó un congreso para debatir como hermanos el proyecto socialista. No. Puso a su servicio a un grupo de unos treinta mediocres con ciertas habilidades, Beira y Jrushchov entre ellos, que liquidaron a sus oponentes. Y lo hicieron hasta el final. ¿O es que nadie recuerda al comunista Ramón Mercader, quien luego vivió plácidamente en la Cuba de Castro, perforando con un piolet el cráneo del antiestalinista Trotski? Hoy no hace falta tanta violencia, afortunadamente, porque dada la mediocridad basta con quitarle una portavocía, un complemento salarial, o una tertulia al podemita del bando contrario para silenciarlo.
Las purgas son un clásico en las izquierdas. La liquidación del adversario interno se ha vendido como la condición necesaria para mantener la “pureza” del proyecto político, y se hace acompañar con un discurso que engaña a la gente, a los medios de comunicación, y a los Beiras y Jrushchovs de turno. Y en esa lucha por el poder se habla de “desviacionistas”, “revisionistas” o “tacticistas”, y para lograr el advenimiento del paraíso socialista se apela al sacrificio –el sacrificio del otro, se entiende-. Tras la “autocrítica” llega el fraccionamiento, los lamentos por la unidad perdida y por la “buena idea” desperdiciada. Pero no es una buena idea aquella que no ha funcionado nunca en ningún sitio.
Hay que reconocer que han conseguido que muchos sigan picando con el cuento de los derechos sociales que legitimen la democracia, y que repitan lo del combate contra las desigualdades, el empoderamiento y la sinergia del centro irradiador. Es una Teoría del Poder tan bien construida que siempre encuentra portavoces involuntarios, gratuitos o comprados.
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