Jorge Vilchez analiza la problemática actual en Europa sobre el Islam, la inmigración desde ciertas regiones y la pobreza analítica del establishment progresista imperante (y su responsabilidad en el fracaso de la integración cultural) del grave problema actual, que se agrava por momentos, al no atacar ni entender las causas (rechazándola y confundiéndolas con las consecuencias).
Artículo de Voz Pópuli:
Atentado en Londres EFE / GTRES
El atentado islamista en Londres muestra no solo la vulnerabilidad material de la sociedad europea, sino la victoria de los terroristas en el plano de la propaganda. El concepto de terror tiene un desarrollo completo. Una parte de la opinión occidental argumenta que el asesinato es obra de un loco –lo que es eximente- o de una persona excluida por la pobreza que crean Europa y Estados Unidos. Además, el acto terrorista coloca el islamismo en el centro de la agenda política como el origen del problema, lo que conjuga el deseo del asesino de alimentar el odio mutuo.
A esto juegan también, espero que inconscientemente, ciertos analistas políticos. Los resultados electorales en Holanda les permitieron recuperar el esquema ideológico interpretativo del establishment progresista. Por fin tenían un caso que cuadrara con su método estático y cuantitativo para explicar los fenómenos políticos. “Hemos detenido al populismo”, decían, atribuyéndose con ese plural mayestático un éxito que no existe.
El problema, siguen, es el rechazo al islamismo, a la inmigración de musulmanes en Europa, cuya implosión ha sido la acogida de refugiados. Porque ese populismo usado por la extrema derecha aflora allí, con xenofobia y racismo, donde la demografía del Islam lo indica. Lo dicen las estadísticas, claro. Cruzan datos y salen las respuestas: el populismo derechista coincide con aquellos países donde la proporción de musulmanes ha aumentado, como Francia y Holanda.
A partir de aquí, estos analistas dan soluciones de libro (subvencionado): más pedagogía multiculturalista para eliminar la manipulación de los políticos demagogos y oportunistas. El establishment, por tanto, debe informar a la gente de “la verdad” y así se eliminará el problema.
Esto es una forma simple de confundir la causa –el paradigma socialdemócrata- con la consecuencia –la reacción contra dicho paradigma-. En concreto, esa respuesta es el resultado del multiculturalismo obligatorio, que es una de las patas de la conformación de la moral y las costumbres para la creación de la Sociedad Nueva que se impuso desde 1945, y que tuvo una vuelta de tuerca con la New Left.
El problema del siglo XX no era la convivencia entre culturas. Cuando los australianos y neozelandeses de la Primera Guerra Mundial visitaron Estambul quedaron maravillados por la coexistencia de gente tan distinta, con creencias y tradiciones diferentes.
El asunto es que el multiculturalismo posmoderno se hizo sobre la base del sentimiento de culpa de Occidente. Las instituciones asumieron que europeos y norteamericanos eran responsables de la situación social y económica del Tercer Mundo, y que el cristianismo era una moral anacrónica de opresión individual y colectiva. Es más; se dedujo que el terrorismo tercermundista era una reacción lógica al neocolonialismo capitalista.
El multiculturalismo era la respuesta: la integración bidireccional, cambiar Occidente para acoger a Oriente. Esto precisó de una enorme tarea propagandística, desde la escuela a los medios de comunicación pasando por las artes, y de la creación de instituciones, con un ejército de burócratas con salarios astronómicos, que viven de subvenciones.
El establishment progresista hizo lo que el politólogo norteamericano William H. Riker llamó “arte de la manipulación”. Los partidos del consenso socialdemócrata controlaron la agenda política y presentaron la libertad como una forma de decidir entre opciones preestablecidas con una decisión ya marcada. Esto solo podía funcionar si se hacía de forma eficiente una pedagogía de la verdadoficial, de esa moral marcada por la legislación.
Este nuevo paternalismo proviene de la interpretación jacobina de la Ilustración, que concebía la gobernación como la acción de emancipar al individuo de las tradiciones que le mantenían en “la oscuridad”. Sí; la fabricación estatal de un Hombre Nuevo para una Sociedad Nueva. Quedaba así falsa y oficialmente definida la civilización frente a la barbarie, y la inteligencia frente a la estulticia.
Por esta razón, esos analistas que ahora se sienten reconfortados porque sus estadísticas aplicadas parecen útiles, han decidido que quien no está con la verdad del establishment es tonto o malvado. Los populistas, dicen, aprovechan la ignorancia de la gente, su falta de información verdadera, y la manipulan. A esto añaden el típico economicismo, aquello de Marx de que el ser social determina la conciencia (y el comportamiento) social.
Concluyen así que es la situación económica, y no el paradigma socialdemócrata, lo que anima el populismo. Su solución es más “política social”, resucitar el confort estatista y aumentar la pedagogía, el adoctrinamiento, la atención a las minorías –léase subvención a lobbies-, y más legislación que fortalezca la moral emanada del establishment. En realidad, es más ingeniería social para recrear la pesadilla de Aldous Huxley en “Un mundo feliz”, que silencie la protesta proporcionando bienestar personal y tranquilidad mental. A eso se dedican organismos sin sentido, al estilo de la ONU, que enarbolan, como cuenta Javier Benegas, la felicidad como política del gobierno mundial porque solo puede ser un sentimiento colectivo, no individual.
Chantal Delsol, pensadora francesa que dirige el Instituto Hannah Arendt, y con la que no coincido del todo, hace una interesante interpretación sociológica del populismo que se les escapa a estos analistas oficiosos. Achaca su naturaleza a una reacción del pueblo contra la ingeniería social, en defensa del arraigo y la tradición. Vendría a ser una respuesta de la gente ante la mala oligarquía que gobierna en su único beneficio imponiendo vínculos morales, políticos y jurídicos presuntamente cosmopolitas.
Pero el populismo es más que eso. Es un estilo de hacer política con objetivos autoritarios y dictatoriales, contrarios a la libertad política, que cuaja en momentos de la Historia marcados por el infantilismo y la sentimentalización de lo público, justo cuando un paradigma está cayendo y otro no acaba de salir, y las utopías de “otro mundo es posible” circulan con facilidad. Además, el populismo contagia a otros partidos, como en España al PSOE, partido del establishment.
El análisis del presente es algo mucho más complejo que una división entre listos y tontos, de buenos ciudadanos que comulgan con el consenso socialdemócrata frente a los que se sienten libres o protestan, critican y denuncian, o votan otra cosa, o no votan. No entienden que la clave de la crisis no es el Islam, sino ese paradigma del que se resisten a salir.
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